Leonés con raíces en Carabobo, venezolano hasta las trancas y cosmopolita irredento. Así eras, pues: un hombre de todas partes que hundió los pies en la patria más firme, el pensamiento. ¡Ay Atanasio! Cómo así, cómo ahora. Minero y excavador de las ideas, cómo te vas cuando el alma y la tierra se quedan yermas. Que hayas cerrado los ojos añade paladas de orfandad. Hace más negra la noche desde la que escribo estas líneas. ¿Me contestarás?

La última vez que viniste a Madrid, trajiste una novela de su tiempo que transcurría en otro. Una histórica –¡cómo te gustaban!– que ponía en cintura a los necios. Sí, los necios. Esos que se han mudado al barrio del siglo XXI con el silicio del XIII. Más modernos son tus personajes. ¿Te acuerdas de aquella novela? La del crepúsculo. Sí, esa de la que hablamos en el Café Comercial, el de la Glorieta de Bilbao, ese adonde van los que escriben a hablar de literatura, y de la que ya me hablabas en el centro Lido de aquella Caracas que nunca paramos de despellejar en los recuerdos. Ni tú, ni yo.

Pero la novela, Atanasio, la novela. De eso quiero hablarte hoy. La ambientaste en los tiempos de la Reforma luterana. Tiempos promisorios de demolición y lo que sobrevendría. Ahí retrataste al filósofo humanista alemán Johannes Reuchlin, ese, el que me dijiste que quería corregir los textos bíblicos tras profundizar en el hebreo. Lo acusaron de hereje y lo persiguieron los conversos, me explicaste. Te empeñaste con Reuchlin. Me hablaste de su interés por la cábala, y de su empeño por renovar la iglesia y estrechar los lazos entre ciencia y fe. Por eso lo condenaron e intentaron borrarlo por completo de la historia.

Insististe en rescatarlo y convertirlo en testigo de una época en crisis “tan parecida a la nuestra”, decías. Ay, Atanasio. Te gustaba el hueso duro de roer de aquello que el resto olvida o ignora. Citabas a Goethe con el acentazo venezolano de los leoneses carabobeños. Eras honesto y lector. Trabajador y generoso. Ahora que te has ido, esto nuestro, ya sabes tú, el país, se vuelve un poco más oscuro. Pierde luz. Menos mal que están los libros, los tuyos y los que nos enseñaste a leer. Menos mal, Atanasio, que siempre podremos volver a encontrarnos ante la página de un libro abierto sobre una mesa del Café Comercial.


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