Cuando José Tomás Angola escribe Ningún hombre es una isla (2017) no solo alude al verso inicial de “Por quién doblan las campanas”, poema de John Donne (1572-1631). En la pieza teatral de hora y media de duración estrenada en febrero pasado, Angola propone una madeja de referencias valiéndose de un cuarteto de personajes. Pone en movimiento a seres de carne y hueso –Mary Welsh y Ernest Hemingway– yuxtapuestos a la heroína y al héroe de ficción en Por quién doblan las campanas (1940). En efecto, el magisterio omnisciente del dramaturgo nos lleva por el ajetreo desmedido de rencillas entre el escritor y su cuarta esposa, pero también nos pone por delante el romance apasionado entre María y Robert Jordan, algo que crece como si le agregaran levadura. Pronto advertimos tensión y sufrimiento en ese cuadro en relieve a pesar de las notas edulcoradas de Glenn Miller y su orquesta en “Moonlight Serenade” con los truenos al fondo que presagian tormenta allá en Finca Vigía.

Hemingway, notamos, añade a su verbo la ferocidad de batallas que le tocara cubrir como corresponsal en la guerra civil española. Su figura, dibujada por Angola, es la síntesis vibrante del fortachón revestido de nervios y envuelto en piel cicatrizada por esquirlas de metralla que aun se estremece al recordar el perfume de María evocado por Jordan en la Sierra de Guadalquivir. La escena del cortejo consumado en la piscina contiene el preludio y la embriaguez del amor en su medida más completa, irrepetible. Es aquella sonrisa que todo enamorado lleva dentro sin marchitarse, inmune a los cambios de humor mientras el tiempo pasa a lo lejos. Así la obra salta de Cojímar, Cuba en 1959, rebasa las nebulosas márgenes de la fantasía del entonces para volcarse en el ahora de los espectadores en Caracas, Venezuela en 2018.

El libreto abunda en pensamientos que adquieren la flexibilidad de un diálogo entre dramaturgo y lenguaje, pero además apuntan hacia una conversación sostenida entre Hemingway y la audiencia, conversación un tanto salpicada de monólogos casi delirantes que al tener respuesta del propio hablante desnudan el alma tras aquella voz por el sino trágico que coloreara los días del novelista enamoradizo y bebedor. El caso es que Ningún hombre es una isla va mucho más allá de lo que en décadas recientes intentó Hollywood varias veces al llevar a la TV retazos en la vida y obra del ganador del Premio Nobel de Literatura 1954 con histriones como Kevin J. O’Connor (Los modernos), Stacy Keach (Hemingway), Chris O’Donnell (Entre el amor y la guerra) y Clive Owen (Hemingway & Gellhorn).

Otro detalle digno de mencionar en estas líneas es esa catarsis por los terribles agudos de aquella inglesa que se multiplicaron, crecieron en intensidad al lado de Hemingway. Hay un ritual de aflicción y piedad que nos arranca lágrimas por la compañera abrumadoramente fiel de aquel canceriano propulsor de pequeñas manías, asociaciones imprevistas, perversas o disparatadas como residuo de pólvora esparcido sobre sus pensamientos y aquella conducta a ratos bohemia, a ratos proscrita del trato social. Contemplo en mis manos la fotografía de ella junto a Hemingway en la mesa del comedor allá en Cuba. Él está mimando a uno de sus numerosos gatos. Atrás distinguimos el lienzo Masía de Joan Miró y la cabeza disecada del Kudú cazado en África. Con semejante pórtico la sonrisa de Welsh evidencia los aires paradisiacos de aquellos años, pero la procesión iba por dentro.

Todo culminaría la mañana del 2 de julio de 1961 en Ketchum, Idaho. Ateridos por la frialdad del obituario leído en pantalla abandonamos la sala de la Asociación Cultural Humboldt con rostros de confirmación, pesadumbre, repudio, satisfacción, pasmo, enfado o enojo. Intentamos digerir lo mejor posible cuanto hemos visto, oído o padecido en nombre de aquel lector sempiterno de Twain, Chejov y Tolstoi. Aquel hombre que pusiera en boca de Robert Jordan la máxima aprendida en trance agónico: “El mundo es un sitio excelente por el cual vale la pena luchar”.

Antes de salir del coso teatral de San Bernardino dimos una última mirada al telón. Casi podríamos jurar que entre sus pliegues divisamos el semblante canoso de un barbudo que nos saludaba. Fue algo así como la presencia iluminada de algún ser querido entre un montón de desconocidos. Su diestra osciló con lentitud agradeciéndonos la visita: “¡De nada, maestro!” atinamos a responder. Alfred Kazin dijo alguna vez en la Universidad de Nueva York que leerlo a usted era sentirse más vivo, pues su prosa insuflaba vida a cada página haciéndonos ver, sentir y saborear el don de la vida en su irreductible realidad. ¿Cómo no quedar en deuda con usted, con toda su obra y –a partir de ahora con José Tomás Angola– por haber dramatizado la reacción espontánea, placentera, sagaz con que calan sus frases, sus ecos y cada cuadro que sus palabras han pintado en nuestra mente? Como escritor realista usted siempre fue crudo al hablar de los demás, pero al pintarse a sí mismo optó por recrearnos el mundo implacable en que vivimos. Y espero sepa perdonarnos esta analogía, Sr. Hemingway: ¿sabía que usted es idéntico a esas prendas de vestir que usamos todos los días? Aún así su escritura, su credo nutrido de honestidad y solidaridad –valores que históricamente adecentan a la bestia belicosa que somos– nos han llevado a verlo también como el traje elegante que reservamos para esas grandes ocasiones en que coraje, honor y valentía definen nuestro proceder mejor que nadie. Sospechamos que el torero español Pedro Romero y aquel pescador de las Antillas con nombre de apóstol seguramente coincidirían con nosotros.


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