Nadie en su casa quería que Morella Muñoz estudiara canto

Morella Muñoz siempre fue imponente. Físicamente, gracias a su elevada estatura, a sus kilos de exceso, a sus batas multicolores de muy buen gusto, a su peinado Bo look. Pero, también a su personalidad avasallante, desbordada, a sus opiniones rotundas.

En ese planeta tan particular de la música clásica, de los lieder, de los conciertos operísticos, de las sinfónicas y filarmónicas, de las divas y los maestros, es difícil, si no imposible, encontrar un artista no controversial, no polémico. Y Morella Muñoz perteneció en cuerpo y alma a ese universo tan divinizado, y tan cerca del alma humana. Con calidad, preparación, esfuerzo, conocimientos y sed incesante de superación.

Una vez en la cumbre, no se empalagó con lo alcanzado, y relató sin quejumbres los tropiezos vencidos. “Mi mamá estuvo de frente en contra de que yo estudiara canto. Ella quería que yo me graduara en la universidad. Fue terrible”. Quisieron inscribirla en la Escuela de Química. Por las limitaciones económicas de la familia, trabajó algo así como contabilista en la firma Sánchez & Cía., de materiales de construcción, teniendo que viajar en colectivos desde su casa en Catia hasta la avenida Roosevelt, frente a la escuela Gran Colombia, donde un personal casi de puros hombres la miraba de reojo. Pero, cantaba, y cantando logró evitar que se dijeran groserías en su presencia. Y a poco la nombraron madrina del club de béisbol, y cada domingo, encima de un descapotable todo abollado, la voz de Morella Muñoz resonaba en las calles, por encima de los bocinazos y la algarabía de los jugadores. Míster Böhm, el capataz alemán, que al principio refunfuñaba de todo, se dio cuenta de que la muchacha iba en serio en sus cantos, y fue uno de sus mejores hinchas, con los consabidos ramos de claveles durante los conciertos, y dulces típicos alemanes de Navidad.

Por fin, obtuvo una beca, seiscientos bolívares, era muy poco. No importa, se fue a Europa. Más tarde, Inocente Palacios costeó sus estudios. Ya estaba abierto el camino en toda su extensión: desde aquellos días en que le cantaba boleros a Nelly Moreno Coello, su maestra en la escuela Ricardo Zuloaga, Paradero a Venus, hasta su postración en una cama, víctima de cruel enfermedad, a la edad de 60 años.

En sus estudios, Morella tuvo una maestra italiana que había sido solista en La Scala y tenía una particular admiración por la tradición alemana. Fue ella quien descubrió en su voz un color especial para la interpretación de cámara. Le dio una base clásica, y sobre ella desarrolló todo su temperamento y su vocalidad. La ubicó en un marco rígido, empezó con el estudio de las arias antiguas italianas (Monteverdi, por ejemplo). Morella misma rechazaba un poco su temperamento latino, pero marchó a Italia, se inscribió en la Academia Santa Cecilia de Roma para cantar música de cámara con Giorgio Favaretto. No le gustó, terminó el curso y se fue a Viena. Estaba buscando su talante, y asumió con todo entusiasmo y responsabilidad su formación como liederista.

Reflexionó. Se preguntaba cuál era el papel de una latina en un país extranjero, teutón, especializada en lied. Ella misma se respondió: era un ser humano que canta. Canta porque esa fue la forma que Dios le dio para realizarse. Aprovechó la oportunidad, fue fiel a esa oportunidad, trató de ser la mejor en ese camino que se le abrió. Ser liederista implica un enorme cuidado en el decir, un gran trabajo en el comunicar, una profunda minuciosidad en lo que a expresión, pronunciación e interpretación se refiere. Es también un reto, porque para especializarse en ese campo hay que ampliar horizontes, llegar a una comunicación con el texto, con el poeta. Una comprensión con su época y con la historia. Todo esto obliga a hacerse una cultura, a ser capaz de analizar el momento en que ha sido compuesta la obra; y sensibilizare socialmente con el momento vivido por el autor y con el mundo que nos rodea. Un repertorio tan exquisito parece no compaginarse con el cultivo de la música popular venezolana. Pero ella era una cantante de extracción humilde; pertenecía a su pueblo. Y triunfó.

Le oí decir a sus amigos revelaciones como esta, copio:

“Cuando actúo ante grandes públicos me siento como pez en el agua. Una de las impresiones más fuertes que recuerdo, hablando un poco off the record, fue cuando canté sola, sin acompañamiento, el himno nacional ante 70.000 espectadores en el estadio de Maracaibo, durante la inauguración de los Juegos Deportivos Bolivarianos. Vestida de goajira, frente a la bandera, en medio de un viento fortísimo que cambió de curso justo al empezar a cantar, ante el inmenso espectáculo, recuerdo mi piel erizada, mi voz de mezzo retumbando en las gradas, en los palcos, en las torres y escalinatas…”.

La llamaban sus raíces. Luego de tres años fuera del país, encontró que su amigo Rafael Suárez estaba dedicado a rescatar música venezolana, en buena parte casi olvidada. Nació, entonces, el Quinteto Contrapunto. De inmediato, vino el éxito: grabaciones, conciertos masivos (9.000 espectadores en el Aula Mana de la UCV), giras al interior.

¡Surgió el prodigio! Tal combinación no se había visto antes: una muy exquisita y veraz intérprete de canciones indígenas, religiosas, populares, infantiles, tradicionales, cantos de trabajos, motivos agrarios, afrovenezolanos, composiciones urbanas contemporáneas, junto con el concierto clásico, la misa, el oratorio, el réquiem, el lied, la ópera, Brahms, Schubert, Schumann, Bach, Handel, Mozart, Vivaldi, Beethoven.

El cuatro y el violoncelo, el pilón y el corno. Discos y más discos, y una edición antológica de 12 CDs.

Y le siguen sus dos hijos, Gunilla y Diego Álvarez Muñoz.


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