Mori Ponsowy / revista Orsai

Por GREGORY ZAMBRANO

Okāsan. Diario de viaje de una madre (2019) de Mori Ponsowy es un libro de crónicas de viaje y es un itinerario; una bitácora y también un antídoto contra la tristeza. La madre evoca al hijo que se ha ido a vivir en Japón cuando apenas ha traspasado el umbral de la adolescencia. Él siempre quiso, desde niño, conocer aquel país que imaginaba y se aparecía en sus sueños.

Ella viaja desde Argentina para visitarlo y durante dos semanas vive una experiencia afectiva, sensorial, subjetiva y contradictoria. Escribe su itinerario, necesita recordar cada paso, cada paisaje, calles y esquinas, lugares que quiere preservar como un sello en la memoria. Reconstruye diálogos, desvela sentimientos y cada vuelta de hoja es un punto de inflexión en su papel como madre y compañera de aquel hijo único, durante todas las etapas de su vida. Siempre viajaron juntos, nunca se habían separado. Cuando el joven Mati se prepara para la gran aventura, pasa unos pocos días con su padre, que entonces vivía en Venezuela. Encuentro y despedida, porque poco después de iniciar su ansiado viaje a Japón el padre muere.

En la bitácora se capturan los pormenores del recorrido, y con un lenguaje metafórico la narradora contrasta constantemente lo intuido, lo temido e imaginado y lo real que la sacude. Una atmósfera de cercanía y tensión se va apoderando de los viajeros por fin reunidos.

Okāsan es un libro de encuentros y despedidas, que deja abierto el camino a la confesión y a la melancolía. La experiencia del reencuentro es única e irrepetible, y va mucho más allá de las expectativas. La escritura ayuda a encontrar algunas certezas, entre ellas el temor a la pérdida, la convicción de que el dolor producido por el distanciamiento nunca desaparece.

La madre entreteje su propia historia como un relato paralelo, que en distintos momentos se quiebra y se cruza con la de su hijo. Sus propios gestos de rebeldía adolescente ahora se confrontan con los del hijo. Como si estuviera frente a un espejo que le recuerda sus años pasados e interpela en su memoria la relación con sus propios padres, esforzados y protectores.

En la antesala del viaje la madre describe pormenores de su vida entre Argentina, donde ella nació, y Venezuela, donde nació su hijo. Luego su permanencia en Estados Unidos, donde ambos pasaron un buen tiempo. La narración va desplazándose por distintas geografías hasta volver al presente para seguir la pista del niño que soñaba conocer Japón, pero que antes pudo hacer un viaje de autorreconocimiento, una experiencia de expectativas sobrevenidas en un programa de Work and Travel que llevó al joven, con dieciocho años recién cumplidos, a Nueva Zelanda. Lo más importante de esa experiencia fue constatar que ya no quería seguir sus estudios universitarios en Argentina y que había llegado el momento de emprender el camino de los sueños de la infancia: desde la historia del Ratón Pérez, que le escribía cartas donde hablaba de sus viajes,  hasta la fascinación inicial ante los kanjis, ideogramas del idioma japonés combinados con los juegos de Pokémon. Después de aquella experiencia neozelandesa, vinieron los estudios más sistemáticos de japonés, inglés y matemáticas, pasos necesarios para poder seguir una carrera universitaria en Tokio.

El ojo fotográfico de la narradora permite reconstruir a través de la escritura cada una de las filigranas por donde pasa. Aguzar la pupila para detallar formas y colores y volverlos escritura; es también una manera de respirar en ese espacio de contrastes y dar cuenta de su singularidad. Muchos lugares de Japón le ofrecen ese resquicio para captar el detalle: “Todo, aquí, es tan distinto. No hay una sola irregularidad del pavimento. Hay silencio. El aire es límpido. No hay veredas en esta calle angosta. Las tapas de las alcantarillas son todas diferentes: cada una tiene dibujado un motivo en relieve. A veces los motivos se repiten, lo que no se repite son los colores con los que están pintados los espacios entre las áreas en relieve. Flores o formas geométricas de color amarillo, azul, rojo, blanco, verde”.

La narradora constantemente mira hacia el pasado de su hijo y del suyo propio. Son muchas las imágenes que recuperan los recuerdos, y otras tantas que reconstruye cuando mira sus cuadernos de anotaciones. Recurre a su diario de madre primeriza e, inevitablemente, encuentra que hay mucho de nostalgia en la certeza de que aquel paraíso ya no será posible.

El camino hacia Japón no fue fácil para el hijo. La experiencia neozelandesa le había proporcionado un entrenamiento para aprender a desenvolverse y romper ciertas barreras, como la dificultad para hacer amigos o comunicarse con los demás.  Postularse para un programa de becas en Japón, que le permitiera seguir estudios de pregrado significó un enorme esfuerzo de aislamiento casi monacal, que lo obligó a concentrarse en rutinas agotadoras y sostenidas para mejorar las destrezas exigidas por el proceso de selección; sin embargo, ese primer intento no rindió los frutos esperados. No obtuvo la beca y este fracaso, lejos de amilanarlo, le infundió las fuerzas necesarias para volver a intentarlo un año más tarde.

El hijo que ya se ha hecho hombre y que tiene al parecer su propio camino ya trazado muestra ante los ojos de la madre la dualidad que encara el desplazamiento de un péndulo estremecedor, entre la admiración y el deseo, que no deja de producir cierto desconcierto: “Lo veo partir, lo veo de espaldas. Me gusta. Lo amaría aunque no fuera su madre. Si yo tuviera su edad y no fuera su madre, lo amaría”.

Pero esta confesión también forma parte de los instantes de desasosiego, cuando la narradora pareciera constatar que el hijo ya quiere estar solo, en el espacio que eligió para quedarse, lejos del nido familiar, de la mirada y los abrazos sobreprotectores de la madre. En este punto hay alguien desesperado, desasido, que solo puede escribir. Esa autorreferencialidad surge a menudo cuando la escritura no alcanza: “¿Cuánto más puedo contar? ¿Qué tanto puede decir una madre acerca del orgullo, la nostalgia, la satisfacción y el dolor que siente cuando su único hijo —un hijo aún muy joven, no del todo adulto— ha partido tan lejos? ¡Y pensar que en otros lugares del mundo, hijos de otras madres, hijos menores que el mío, parten a la guerra!”.

Y nuevamente la escritura es como un recurso de salvación ante el destino inexorable. En las entrelíneas de estas crónicas de viaje se intercalan otros márgenes de reflexión y otras experiencias de lenguaje: una novela inconclusa, la frustración de haber perdido el rumbo de la historia o la certeza de estar frente a una encrucijada en la que el paso siguiente es definitivo: “¿Cómo seguir? Sucede lo mismo cuando escribo una novela. Empiezo con entusiasmo pero, cuando voy más o menos por la mitad, la encuentro llena de problemas que parecen imposibles de resolver: entro en pánico y no puedo escribir más. Me pregunto por qué elegí —como si fuera algo que uno elige— ser escritora. Me deprimo. Pasan meses en los que no puedo avanzar ni una sola línea. Me doy por vencida. Me concentro en las clases, en los artículos y en la lectura”.

En el presente de la narración hay una urgencia de la palabra, la que se escribe para registrar el momento y la que quiere expresarle a su hijo; una conversación pendiente que se posterga, siempre esperando una mejor oportunidad, pero que no llega. La madre aguarda por ese instante que se va prolongando a lo largo de los días. La voz interior llena los silencios y aplaca la ansiedad.  Ya se anuncia el final del viaje, y también la culminación del recorrido introspectivo. El tiempo se agota y aquel momento tan esperado para decir aquello guardado celosamente sigue lejos. (No me corresponde como lector revelarlo aquí).

Todo lo que queda es escritura, es palabra e imaginación. Leemos este testimonio como un relato de alguien que desea confesar lo singular. Es la compañera de viaje quien cuenta, es la “okāsan”, la madre que se ve junto a otras madres, que también atesoran sus historias y que se encuentran bajo la misma atmósfera íntima y a la vez colectiva del onsen, el baño tradicional japonés de aguas termales: “Una mujer está desnuda en el agua caliente, de noche, bajo las estrellas. Una mujer está desnuda, tiene un hijo que ha crecido y se ha ido lejos. Una mujer está desnuda y llora. Lo que nos hace parecidas es mucho más que todo lo que nos diferencia. Amo a estas mujeres. Me siento una más entre ellas. Imagino que en los albores de la humanidad también habremos hecho lo mismo. Nos habremos bañado desnudas, juntas, bajo las estrellas. Habremos extrañado a nuestros hijos que, ya adultos, se han ido de caza. Habremos llorado, sin estar del todo seguras si esto es la felicidad”.

Esta historia tan personal, tan íntima, primero se abre al lector como ante un amigo cercano, pero no para buscar complicidades, sino para constatar que ha valido la pena hacer el largo viaje, y segundo, como una forma de autoconocimiento. Ella va en procura del hijo, pero también de su propia voz; quiere mitigar su angustia y desazón en compañía de un lector ausente .

Antídoto contra la tristeza, la de quienes —padres y madres— hemos visto partir a nuestros hijos, porque de alguna manera seguimos aferrados a ese ser que ha dejado el nido familiar para iniciar su aventura vital en tierras lejanas. Queda el vacío, queda el silencio, y siempre una certeza: “Sé lo que quisiera transmitir, pero no sé si pueda hacerlo con palabras. El idioma, a veces, no alcanza”.

Sólo podemos escribir sobre los libros que nos conmueven, y Okāsan es uno de esos relatos que en su superficie son como el agua reposada, mansa y transparente, pero que en su interior guarda el misterio borrascoso de los fondos abisales.


*Okāsan. Diario de viaje de una madre. Mori Ponsowy. Editorial Penguin Random House. Argentina, 2019.


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