Morella Muñoz | Autor desconocido

Por PEDRO LIENDO

Se desvanecen las brumas que ocultaban los recuerdos de mi juventud como estudiante de música y logro recuperar en mi memoria el momento en que por primera vez escuché la voz de Morella. Fue en uno de los habituales conciertos que realizaba el Orfeón Universitario bajo la dirección de Antonio Estévez. Se interpretaba Compae Facundo de Moisés Moleiro. Morella formaba parte del grupo de las contraltos y precisamente en el trozo que estas cantaban al unísono pude percibir que, de la masa coral una voz se destacaba nítidamente. Es obvio que, dentro de la disciplina de la música coral, esto podría considerarse como una falta de la corista, pero en el caso de Morella no era una posición personalista, ni de divismo, sino que ella misma no podía darse cuenta que su voz poseía un vibrato particularmente pródigo en una serie de armónicos que proyectaban su voz más allá de los sonidos planos y sin vibratos de las otras voces. Fascinado por este fenómeno sonoro, me preocupé por obtener otra oportunidad de escucharla en un recital más completo y formal. No tardó la oportunidad esperada y pude oírla en un concierto de canciones en la sala de la vieja Escuela Superior de Música, hoy día José Ángel Lamas. Voz sensual, pastosa, rica en armónicos y profundo sentido de la melodía que no llegaba a saciar ni empalagar al oyente, eran las características de una cantante que en poco tiempo llegaría a ser una de las más excelsas intérpretes que ha tenido Venezuela.

Nadie podría negar que lo misterioso, siempre presente en la atemporalidad de la vida de los artistas, es el fenómeno que los aproxima y hace componentes de igual estirpe. Divinas coincidencias: mezzosoprano ella, bajo barítono yo, coralista, otro tanto yo, misma pigmentación de piel, característica significativa de las voces oscuras, establecieron un paralelismo artístico entre ambos con un sino irreversible, ser cantantes. Morella sería el ejemplo a seguir. Mujer de recia personalidad y rica vida interior, se propuso una meta en su vida y la logró ampliamente con su arte.

En países como los nuestros, carentes de una tradición de la cultura clásica y romántica europea, es casi utópico por no decir imposible, que nuestros jóvenes valores puedan realizar sus sueños y aspiraciones de llegar a ser dignos mensajeros del arte universal.

Siempre se ha dicho con marcada insistencia que este es el continente de lo mágico real y maravilloso en donde el azar y la suerte juegan un rol importante en el destino de los seres que lo habitan. La suerte en el caso de Morella tiene nombre y apellido: Lydia Butturini Panaro. La señora Panaro como solíamos llamarla —el vocablo señora tenía signo de distinción, no así el de maestro, más aplicado a los hombres— no solo fue el artífice de su técnica vocal, sino también la amiga, tutora y modeladora de su carrera y personalidad artística. En Morella encontró la Panaro terreno fértil para que en él germinara la semilla de una gran artista.

Nació en la que en una época fue la nostálgica y apacible colonial parroquia de la Candelaria, pero muy bien podrá haber nacido en cualquier apartado rincón de los abigarrados y frondosos bosques de Viena, un poco más allá en las afueras de la ciudad, en las sinuosas colinas de Nusdorf; que en su suave descenso van a reposar en las riberas del Danubio. Allá en ese mítico rincón de la geografía austríaca, hábitat de poetas, pintores y músicos del romanticismo alemán, podría haber nacido Morella. Tuvo la suerte de vivir en Viena, frecuentar esos lugares y al igual que Beethoven, Schubert y Brahms, respirar los aires de la campiña, y contemplar la metamorfosis del paisaje mutante al influjo de las estaciones. Hizo suya la lengua alemana, lo que le permitió comprender el temperamento y la idiosincrasia del pueblo austríaco. Aprendió el arte de la interpretación  de la canción alemana con la aristocracia, elegancia y gracia de la escuela vienesa. Schubert, Schumann, Wolf, Mahler, Strauss y tantos otros maestros del lied alemán, la cautivaron en el período que cursó estudios en la Academia de Viena, y en la misma cátedra de donde había egresado la mítica Christa Ludwig.

Siempre me he preguntado el porqué Morella regresó al país en el momento que su carrera comenzaba a dar sus primeros frutos internacionales. Quizá un oculto deseo de comunicación más estrecho para con los suyos, o al igual que el Generalísimo Francisco de Miranda, un apego telúrico a su país. Son interrogantes que aún no he podido responderme.

Regresa al país definitivamente, se propone y lleva a cabo una tarea que va a llenar de satisfacción a los amantes de música culta. El bagaje de su cultura europea y sus vivencias las desborda generosamente en innumerables conciertos, poniendo de manifiesto su afán de comunicadora del arte universal. El regreso de Morella será un reencuentro con sus raíces populares, subyacentes en su sensibilidad artística que le permitirá en poco tiempo incorporarse al medio y de lo popular y folclórico, legándonos en magníficas grabaciones, lo mejor de nuestra música autóctona. Si tuviera que tomar un ejemplo del arte interpretativo de Morella en la música popular, lo haría con la pieza la “Catuarera”, grabada con el acompañamiento del Quinteto Contrapunto donde la artista, en un alarde de pintoresquismo vocal, nos describe musicalmente el ingenuo erotismo y carácter bucólico de la pieza.

Praga, Viena y Budapest, conforman un triángulo de cultura en el que la nostalgia clásica y romántica envuelven como un torbellino incesante a la persona que se aproxime a uno de sus ángulos. Es un impacto tremendo resistirlo, sobrevivirlo. Asimilarlo no es tarea fácil, más aún para una persona proveniente de un continente como el nuestro. Morella resistió el impacto, asimiló todo ese torrente de cultura ancestral y nos demostró con su don interpretativo que el arte no tiene fronteras.


*Texto tomado del programa de Morella Siempre Morella, en el Aula Magna de la UCV, el 30 de julio de 2005, organizado por la Fundación Morella Muñoz.


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