Morella Muñoz | Autor desconocido

Por HÉCTOR BUJANDA

La voz de Morella Muñoz aparece, por primera vez, durante una tarde de mi infancia. Iba caminando con un par de vecinos por la avenida El Parque, en Las Acacias, hacia una quincalla donde solíamos comprar barajitas. Andábamos como ciegos, abstraídos del mundo que nos rodeaba, cuando escuché aquel timbre nítido, como un metal templado, salí disparado por el ventanal de uno de esos edificios bajos, decididamente italiano, que son el sello de fábrica de la urbanización. Era una voz enorme, solitaria, que se quedó flotando entre el ramaje de los árboles.

Poco después, en casa de unos amigos de mi padre, volví a escuchar esa voz, como si fuese una especie de epifanía. Aún recuerdo la portada del disco con fondo negro, que hacía resaltar en primer plano un vitral de colores, vitral que desde entonces confundo con el de Fernand Léger, el de la Biblioteca Central de la UCV. Era el primer disco del Quinteto Contrapunto, editado en 1962, justo cuando se integró Morella Muñoz a la agrupación, luego de haber regresado de una fructífera formación como cantante lírica en la Academia Santa Cecilia de Roma y en la Academia Superior de Música y Arte de Viena.

Así nace mi recuerdo de la voz de Morella, timbre único entre las cantantes venezolanas. No era una voz que se escuchara con frecuencia en la radio, no recuerdo haberla visto en televisión. Morella era, como dice Cabrujas en su inolvidable ensayo sobre La ciudad escondida (1988), la constatación de que todo lo importante en Caracas sucedía dentro de las casas. Morella es, para mí, la confirmación de un placer que partía del deseo de relacionarse con la tradición en otros términos, más acordes con una capital que —Cabrujas dixit— nació con vocación de ser “la maqueta de una ciudad universal”.

Morella pertenece a una generación de grandes talentos que le dieron una vuelta de tuerca a la Caracas dividida de entonces entre quienes miraban muy adentro o, por el contrario, los que optaban por mirar permanentemente hacia afuera. Con un sello personalísimo, Morella pertenece a ese grupo de venezolanos que lograron hacerse un lugar en el gran mapa del mundo. Pienso en Alfonso Carrasquel, en César Girón, en Carlos Raúl Villanueva, en Susana Duijm. En pocos años (1958-1961), Morella recibió tantos elogios y premios (como el prestigioso Premio Primavera de Praga), bajo la tutela del maestro Giorgio Favaretto, que El Nacional terminó titulando una nota sobre el suceso de su canto: “Morella Muñoz sorprende a Italia con su voz y su técnica”.

Trigueña tirando a negra, sin apellido paterno, formada en las primeras escuelas públicas, merecedora de becas por su talento, escuchada y cobijada por los mejores maestros de música del país (Vicente Emilio Sojo, Antonio Estévez, Juan Bautista Plaza); Morella nace en la humilde parroquia de San José el año en que se inicia el siglo XX venezolano, como diría Mariano Picón Salas (1935), y sabrá colmar con su imponente presencia de diva del canto los tantos escenarios que se le abrieron, modestos o encumbrados por igual (desde el Palazzo Forte de Verona hasta la más precaria tarima en la populosa urbanización del 23 de Enero).

Musa de maestros como Antonio Estévez y Aldemaro Romero, que compusieron canciones pensando especialmente en la potencia de su voz; amiga personal de Bola de Nieve, debilidad del maestro Vicente Emilio Sojo, apadrinada en todo momento por Inocente Palacios. Se codeó con los mejores músicos del país: Freddy Reyna, Alirio Díaz, Guiomar Narváez, entre otros. Reencarnación caraqueña de Ella Fitzgerald, sabía interpretar a la perfección a los alemanes clásicos: Schumann, Schubert, Brahms y Wolf. Supo crear un sólido puente entre música lírica y música popular venezolana, que hasta ese momento no tenía precedentes.

Morella le dio voz de mezzosoprano a Doña Bárbara, en la adaptación operística que hicieron Isaac Chocrón y el propio Cabrujas, con música de su querida y admirada Carolyn Lloyd, en 1966. Voz inmensa, mestiza, que puso en jaque el sentido del límite entre lo propio y lo ajeno. Doñabarbaresca por ambición estética, como ninguna de nuestras cantantes.

Tres discos suyos siguen siendo auténticas joyas: Seis canciones (Antonio Estévez,1958), Alirio y Morella (Canciones, tonadas y aguinaldos venezolanos, 1966) y Canciones infantiles venezolanas (grabado en Londres, con arreglos de Philip Pickett, 1972). Como en la buena literatura de ciencia ficción, esos discos se anticipan a las grandes mixturas que se harían durante las décadas siguientes. Cuando escucho la dulzura, profundidad y sentimiento en un canto de pilón, en un canto de ordeño, en un polo, en un aguinaldo, en una canción de cuna, interpretadas por la finísima mezzosoprano, que podía descuartizar su alma para transmitir la intensidad de una canción, entiendo que sigo parado en aquella tarde de la infancia, en Las Acacias, cuando me topé con el rapto modernísimo de una voz que anhelaba el vuelo y la permanencia.


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