Morella Muñoz | Archivo

Por JUAN CARLOS LIENDO

A falta de un vestíbulo claramente delimitado al que solo se accede las noches de gala, el Teresa Carreño es un edificio de espacios abiertos iluminados por ese sol caraqueño que no es caliente ni frío y que, supongo, es la causa del cuento de la eterna primavera; están ahí, como cualquier edificio al que no se le ponen frenos desde los últimos años del siglo XX, cuando nació para ser, entre muchas cosas, el parque temático de unos muchachos educados para creer en otras jerarquías y patear la plaza Morelos con apuro, por el bocado de las prisas para no llegar tarde.

Un día, regresando a la oficina con media hamburguesa en una bolsa de papel blanco, la vi caminar por el amplio pasillo en mi dirección. Robusta, morena, con el cabello de algún color cobrizo y unos inexplicables lentes que llevaban visera, se movía por el piso de mármol gris como si estuviera entrando al escenario de La Scala. Sonreía, sí; pero al hacerlo mostraba una cosa secreta que la hacía parte de la realeza. Su falda marrón chocolate de buen tweed, la blusa color mostaza de perfecta seda y los zapatos de tacón bajo habrían podido arrojar equivocaciones a un curioso y desprevenido mirón al que su mezquindad no le permitiera captar el gesto altivo y la mirada indefinida de las divas. Había que ser muy torpe para no saber quién era, aunque no lo supieras.

Vino hacia mí,  me saludó con un beso en la mejilla y me preguntó:

—¿Tú vas al matrimonio de la hija de Concha?

Era la única pregunta que no esperaba. Morella Muñoz no bajaba de sus alturas para increpar a un muchachito de veinte y pocos años por su vida social, distante a kilómetros de la suya.

—Creo que sí, tengo la invitación en el escritorio.

Iba a decir ¿por qué? Cuando sonrió grande y me dijo,  guiñándome un ojo:

—Va a tocar Billo´s —me apretó el brazo, sonrió y siguió su camino, como si nada.

Tardé unos buenos minutos en recibir el mensaje.

Un par de semanas atrás, Isaac me había sobornado con una cena en Le Coq D´Or para convencerme de acompañarlo a una fiesta en la Quinta Mar, cuyos anfitriones eran unos judíos, empresarios de seguros, a quien él aun no tenía en el bote de los patrocinadores de la Compañía Nacional de Teatro. Yo no quería ir, pero a Chocrón era imposible decirle que no. Fui con él, por suerte: la fiesta estaba amenizada por Las Chicas del Can, aquel famosísimo conjunto ochentero de merengue dominicano integrado en su totalidad por mujeres muy jóvenes y guapas, que todos morían por ver de cerca.

En una esquina de la pista de baile, aburridísima, estaba Morella Muñoz. Vestía un kaftan verde esmeralda y conversaba sin despegar los ojos de la pista en la que se tongoneaban, a todo vapor, una centena de personas. Isaac estaba extasiado viendo a las “chicas” porque las encontraba profundamente teatrales; —Son las rockettes del Caribe— me decía a carcajadas, cuando Morella lo abordó con el cariño cómplice de quienes se saben dueños de la misma vida.

Bailaron un merengue que terminó depositando a Isaac en los brazos del presidente de la compañía de seguros —en un gesto que no tuvo nada de metafórico— y a Morella en los míos, desocupados en actitud de edecán del rey. Entonces, me tocó bailarla.

Yo sabía que cantaba como una diosa. A mis 16 años había ido a un concierto suyo en el Aula Magna de la ULA para protagonizar sus iras: se me ocurrió la nefasta idea de encender un cigarrillo a pocos metros del escenario. Morella me clavó los ojos y me pidió abandonar la sala. No bastaba con apagar el cigarrillo. Ella me arrojó a los infiernos del escarnio público y yo solo tuve fuerzas para atormentarme toda la vida (¿cómo pude cometer el disparate de fumar en el Aula Magna?).

Sabía también, porque lo contaba un querido amigo cantante cuya formación había ocurrido en Alemania, que los alemanes consideraban a Morella Muñoz un prodigio planetario en lo que se refiere a entenderse con sus Lieder (esos grandiosos poemas líricos exclusivos de los países germánicos), y que algún crítico alemán había dicho que “Morella Muñoz le cerró la boca a los alemanes que creen cantar Lieder”. Yo eso lo sabía. Para mí era una Callas. Lo que yo no sabía era lo mucho que bailaba;  y lo bien, ¡Jesús de las mil pistas! ¡Qué prodigio!

Morella se dejaba llevar marcando el ritmo y nada más. Ante Las Chicas del Can, Billo’s o cualquiera de los guaracheros de entonces, era una caraqueña de la Parroquia San José, con guaracha en las venas, que yo tuve el extraordinario privilegio de vivir en un pacto de partenaires que se selló en el matrimonio de la hija de Concha —al que fui, por supuesto— y en los saraos de la otra Venezuela.

Una guaracha y una voz que me mandó un mensaje. Finalizando mis estudios de dirección teatral en la Universidad de Santo Tomas (Houston, TX) llegó a mis manos, de un modo que no puedo recordar, un casette que contenía sus canciones infantiles. Lo escuché mil veces y, puesto a presentar una propuesta para un espectáculo teatral que cerrara mi carrera, decidí escribir una pieza descontextualizando aquellas canciones de mi infancia. Obtuve la mayor calificación y el departamento quiso montarlo.

Entonces hicimos audiciones en búsqueda de una soprano latina que recreara aquel hermoso repertorio. Ninguna logró obtener el papel y yo desistí del montaje.

Lo hice porque en mi corazón expatriado habitaba el imperio de los cantos infantiles de Morella y yo no quería una soprano que cantara bonito las canciones de mi vida. Yo se las quería escuchar a Morella, una vez y otra y,  en el intermezzo, echarme un pie con ella y el profesor Rui Rua.


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