Carlos Egaña | Satochi Tsuchiyama

Por NELSON RIVERA

—La pandemia, la debacle económica, la invasión de Rusia a Ucrania, además de otras noticias de repercusión negativa, han oscurecido la perspectiva planetaria. ¿Se ha sentido afectado, amenazado de algún modo?

—Absolutamente sí. Sobre todo porque estos contextos, así como muchos otros similares, concluyen en movimientos migratorios masivos. En diásporas, como la que formo parte. Lamentablemente, varias personas prefieren verse en la pantalla de sus celulares que ver hacia afuera de sus ventanas. La xenofobia no juega carritos, déjame decirte. Muy poco después de mudarme a los Estados Unidos, nos escupieron a mí y a otros latinoamericanos el mismo get out of my country que se escuchó antes del tiroteo en Olathe, Kansas, en 2017. ¡Y esto fue en Nueva York, no en una ciudad particularmente conservadora!

Con esta anécdota a la mano, me desviaré de la pregunta. Quisiera compartir un pensamiento: creo que en cierta medida, casi todos los ciudadanos del mundo somos pseudo-ciudadanos de los Estados Unidos. Década tras década, desde cualquier rincón del globo, hemos consumido su música, sus películas, sus videojuegos, sus marcas. Los valores que se implican en la cultura pop norteamericana los compartimos los venezolanos, los libaneses, los surcoreanos, los suecos, los marroquíes y así sucesivamente —solo que también cargamos con una serie extra de valores, los que responden a nuestras raíces. Y vale, no seamos ingenuos, que esos mercados nacidos y concentrados en los Estados Unidos tengan tanta presencia en nuestros países no es casual. Se nos ha persuadido que la forma más natural de comportarnos es a la americana —en algunos casos, impuesto: sea derrocando gobiernos, sea robando porciones de territorio. Me destruye profundamente, pues, que ciertos sectores aquí nos vean como si fuéramos alienígenas. Que nos traten, irónicamente, como conquistadores, cuando venimos a rogar a sus pies.

—Una ola de rabia se está expresando en el espacio público, de muchas maneras. Violencias, reacciones políticas, envilecimiento de los discursos. ¿Constituye un peligro la política dictada por el afán de castigo o ella pueda ser una fuerza de cambio no destructivo?

—¿Qué es, precisamente, la política dictada por el afán de castigo? Si buscamos que previos gobernantes, empresarios, altos jerarcas de cualquier orden social paguen por crímenes que verdaderamente cometieron, creo que estamos en buen camino. Varias veces pareciera que es la movida necesaria, hay sistemas que se justifican asquerosamente en el control: pensemos en los adecos y los comunistas ante Pérez Jiménez. Puede que el perdón sea más conveniente que la violencia para resolver ciertos conflictos, pero no por ello significa que sea lo más justo: lo que se dice de la Sudáfrica de los años finales del Apartheid, por ejemplo. Vale la pena preguntarse, no obstante, si en este caso las acciones más bombásticas del Congreso Nacional Africano no fueron necesarias para la conclusión que tanto se cita.

—Importantes autores que demuestran con estadísticas que las cosas en el mundo están hoy mejor que hace unas décadas. Al mismo tiempo, estamos en presencia de un extendido malestar. ¿Podría comentar estos dos hechos? ¿Contradictorios?

—Eso de que las cosas en el mundo están hoy mejor que hace unas décadas no me queda muy claro. La Escuela de Administración Sloan del MIT publicó recientemente en Instagram que solo el 50% de las personas nacidas después de 1980 han logrado vivir con un estándar de vida mayor al de sus padres. El calentamiento global, como bien sabemos, no deja de avanzar. Y en el  caso de Venezuela, nuestro país: ni hablar. Bien Steven Pinker y sus seguidores insisten con datos que el desarrollo económico es mayor que nunca, que la bonanza material es mayor que nunca. Pero ese desarrollo, esa bonanza, ¿se dan uniformemente en el globo? Es más, ¿nos hacen más felices?

Fíjate, este escritor que era pana de Pío Baroja, Azorín, Unamuno, Ortega y Gasset: Ramiro de Maeztu. Uno de sus escritos más importantes, traducido al inglés como Authority, Liberty and Function, comienza con él disputando que el medioevo fue la sombra, las edades oscuras que supuestamente sabemos. Nos cuenta que la gente entonces veía a los ángeles en el aire: tal vez la mayoría —me enfoco, digamos, en Europa: aunque sospecho que esto se podría aplicar a bastantes naciones originarias de nuestro continente— no tenía mucho o mayor ventaja, pero su devoción les aseguraba la razón de su simpleza, la calma dentro de lo cognoscible. Muy curiosamente, enfatiza que la cacería de brujas y la Santa Inquisición fueron cosa de la Modernidad —que tal vez comenzaron antes, siglo XII, pero que se volvieron mainstream cuando la razón se volvió nuestra medida principal: si no piensas como nosotros, de acuerdo con esta lógica, representas un error, por ahí va la cosa. No concuerdo con la fijación espiritual del personaje: soy, como se decía Sartre, radicalmente ateo. Pero quién sabe, quizás aquello de ignorance is bliss sea más cierto hoy que nunca: sobre todo cuando los comentarios más escandalosos y las noticias más trágicas parecieran ser lo que consigue más engagement en redes sociales.

—Se dice: hemos ingresado en un mundo en transición (revolución digital; cultura de las reivindicaciones; cambio climático). ¿Percibe el cambio? ¿Logra verlo o palparlo en el ámbito de su actividad?

—Pues sí lo percibo, sí lo palpo. Dentro de las humanidades, al menos en el noreste de los Estados Unidos, el interés por conocimientos de comunidades marginadas por cuestiones de clase, raza o género —o de formas en que se han marginado— es mayor que nunca. Me parece que es una consecuencia inevitable del auge del Internet: ahora que podemos conocer y compartir tan fácilmente expresiones culturales oscurecidas por el mainstream institucional y pop, cuestionar las narrativas oficiales de nuestras culturas resulta varias veces necesario.

Creo que disputar los cánones es importante. Pero creo que también lo es conocerlo a fondo, saber precisamente qué se puede rescatar y qué no. Tenemos que mirar con una lupa las entrañas de lo que queremos cambiar para que lo siguiente sea progreso, no meramente diferencia.

Si nos vamos a la poesía, particularmente, noto que el yo político, fragmentado, sin estructura pero repleto de ritmo, que busca la teoría dentro de las experiencias, está cultivándose con fuerza en Nueva York. En alguien como Claudia Rankine, profesora de NYU, podemos conseguir un buen punto de partida. En alguien como Theresa Hak Kyung Cha, una precursora fundamental.

—El reclamo de que debemos conocer nuestro pasado para caminar hacia el futuro es cada vez más persistente. ¿Es posible encontrar en la historia, pistas o respuestas para un futuro que, en muchos aspectos, es inédito?

—Sí pero no. Como bien lo sentenció Kirby Ferguson, el cineasta canadiense: Everything is a remix, todo es un remix. Nuestros cuerpos son la mezcla de los componentes genéticos de nuestros padres; las canciones que nos ponen a perrear en Nuestra América nacieron de hermosas orgías entre el dancehall jamaiquino, la poesía castellana, la sabrosura arahuaca —formas fundamentales de expresarnos en el Sur que por su parte, también son remolinos de diferencias.

No podemos predecir el futuro. Pero los mañanas no son aleatorios. Jamás deberíamos dejar de estudiar la historia: pero deberíamos tener en mente que bastantes veces la propaganda la toma como disfraz.  Las narrativas de los libros escolares, las iglesias, las alocuciones presidenciales suelen seguir una perspectiva —suelen servir un poder. Hurgar en los eventos del pasado sinceramente es desconfiar con pasión. Si queremos conseguir en nuestros ayeres pistas sobre el futuro, toca primero cuestionar el hoy. Toca hacerlo, particularmente, desde la pluralidad que nos humaniza: la que se celebra, la que se marginaliza.

—¿Se plantea preguntas sobre el futuro o sobre su futuro? ¿Por ejemplo?

—Mi trastorno bipolar no me deja quieto: por más que muchos momentos hoy en mi vida me convenzan que las cosas están fluyendo, que la ambición no termina de encauzarse, el miedo de que mi sensibilidad me domine tras un tropezón persiste. He sobrevivido ya varios acercamientos a la muerte, sea por mi propia voluntad o ni tanto; no quisiera para nada repetirlos, pero ninguno fue premeditado. Mi religión es la de los fármacos: estos últimos años, después de que mis dudas fueran destrucción, han sido súper gratificantes. Espero que los obstáculos de mi futuro no dependan de mí, tal como las regulaciones gubernamentales del extranjero que me tocaron ahora. También espero que mis panas, mis amores, mi familia me pongan el ojo suficiente para volverme piedra cuando los abismos me cantan. Están en eso, no lo dudo.

Sí te digo que pensar en el futuro —que existe siquiera, quiero decir— me mueve bastante. La Caracas que me crió, que todavía me da alas y nombre, se burlaba del después. Tantas personas la abandonaron que la fugacidad se robó sus plegarias. Supongo que soy una de esas personas ahora.

Si la fantasía que cuela a Caracas en mi inglés se esfuma de mis sílabas, que me cuelguen en cualquier parque. Los futuros solo sirven para compartirlos.

—Vivimos un tiempo de exhibiciones y exhibicionistas. Todo sirve para mostrarse. ¿Le inquieta esta proliferación narcisista? ¿Constituye un peligro para el orden democrático?

—Fíjate, Nelson admirado: creo, tal vez erróneamente, que cuando recordamos el mito de Narciso, normalmente recordamos la versión más simplista. La versión más equivocada, pienso. Cuando Narciso observa su reflejo, recordemos, no se enamora de sí mismo: mira a alguien distinto, se queda pegado con un rostro que no reconoce. Nuestro pana se lanza al charco seducido por lo desconocido, no por lo que sabe que posee. ¿Pasa lo mismo cuando montamos en Instagram un selfie —nosotros, después de escoger entre risas nerviosas nuestros close friends— en medio de la rumba donde nos sentimos horrorosos?

A lo que voy: los miembros de mi generación —o mis generaciones: no termino de entender si soy millenial o centennial— claro que se exhiben constantemente, pero no porque se crean lo más o porque sus registros los asombren. El mal llamado narcisismo no tiene cabida aquí: publicamos nuestros rostros una y otra y otra y otra y otra y otra y otra vez porque los sentimos de plástico derretido, necesitamos validación, algún emoji que dé fe de que existimos. El conflicto de quienes rondan mi edad no se trata de sentirse súper famosos, sino vacíos, inútiles, cualquierones.

Si nos ponemos a ver, dicho esto, las redes sociales como peligros ante la democracia, debemos pensar más en quienes las administran y menos en sus usuarios. En una dictadura tradicional, quienes hacen cola por bienes básicos, quienes se ven forzados en ciertos casos a delatar a sus vecinos sobre cosas sospechosas, no lo hacen por vocación sino por supervivencia. Muchas veces los médicos no pueden intentar todos los métodos posibles para salvar una vida por falta de herramientas —o caricaturescamente, porque sale más plata de los bolsillos de moribundos que llegaron después. ¿Quiénes son los culpables —cuando los algoritmos están configurados para que consigas con facilidad argumentos que confirman tus prejuicios en Twitter, cuando las reglas de qué se puede decir y qué no las deciden un grupo de socios, cuando las plataformas más importantes copian o imitan otras que prometen nuevas maneras de comunicarnos—, los señores o los siervos?

—Hábleme de lo que le gustaría aprender. De lo que todavía no sabe. De sus aspiraciones espirituales o de conocimiento. 

—Quisiera mejorar mi francés, conocer la teoría musical más a fondo, lograr escribir un buen texto de ciencia ficción. Pero sobre todo, quisiera aprender a ser inmortal y después morir.

—Si le digo la palabra Maestro, ¿en quién piensa? ¿Hay un Maestro al que quisiera expresar su reconocimiento? ¿Por qué?

—Inmediatamente pienso en Pedro Luis Vargas. Él fue mi profesor preferido, mi tutor de tesis, mi mentor en el arte de enseñar en un salón de clases, mi crítico más agudo, mi padre, mi tío, mi amigo. Quienes interactuamos con él en la Universidad Católica Andrés Bello o en la Universidad Simón Bolívar conocemos muy bien el valor de su tránsito en este mundo. Lamentablemente, un ataque cardiovascular dio fin a su vida mucho más pronto de lo que todos esperábamos. Es deber de sus alumnos y colegas hacer que su sarcasmo y su sabiduría respiren en nuestras páginas.

Mi novela, Reggaetón, va dedicada a su memoria. No pudo ser de otra manera.


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