Por HUMBERTO VALDIVIESO

Un imaginario colectivo tiene una idea de que los artistas son personajes extraños, mal vivientes. Los artistas son seres humanos como cualquiera, con sus defectos y virtudes. Unos muy ricos –he conocido hasta nobles que viven en castillos góticos. Y otros de manera muy modesta. Hay en todos una dignidad implícita. La mayoría son muy cultos –sobre todo en temas de arte. Lo que sí es indudable es su sensibilidad. Hablo de los verdaderos creadores. Nunca de los farsantes. Que también los hay. Es innegable que exhalan personalidades subyugantes. Relato, a continuación, la historia de alguien especial, en sus formas y manera de ser.

Muchas veces escribir puede ser como lanzar una botella con una nota al océano. Nunca se sabe a quién le llegará. Nos pasó con Miguel Sanoja (Caracas, 1948-2003). A Miguel lo conocimos en la Galería Félix –que era de su esposa Lis. Fuimos a ver una exposición suya y en una oficina –detrás de un enorme periódico– estaba un señor observándonos. Era Sanoja. No intercambiamos palabra alguna. Posteriormente, le escribí una nota crítica sobre la muestra. Y a los pocos días nos invitó a su casa. Extrañada por la invitación le comenté cómo me invitaba a su casa sin conocerme. Me dijo: Te equivocas. Te conozco muy bien a través de tus ensayos críticos. Te sigo semanalmente. A partir de ahí se desarrolló una sólida amistad. El mensaje dentro de la botella vacía había llegado a buen destino.

El mundo de Sanoja era cautivante. Adictivo diríamos. Egresado summa cum laude del Instituto Pedagógico de Caracas –por cierto nunca mencionó ese detalle, pues era hermético y discreto en ese tipo de cosas. Aparentaba ser una persona misteriosa y callada. Traspasar esa barrera inicial solo era posible si él lo permitía. Su casa era un lugar donde reinaba la estética. Su esposa era la contrabalanza. Una alemana, conversadora y extrovertida. Rodeados de alfombras persas, tallas coloniales, objetos religiosos, una extraordinaria talla africana, una colección de cruces de todas las épocas, mapas antiguos, pocas obras de arte –nada pretencioso, pero de muy buen gusto. Había algo irresistible para esta cronista: una colección de relojes de mesa y cronómetros antiguos, colocadas en hermosas cajas de madera. Una música clásica de fondo. Y algo que llamaba mucho la atención. No había una sola obra suya. Solo al final de su vida –y a petición de Lis– accedió a colocar una pieza de su autoría, en la terraza. En ese ámbito llegaban los pocos amigos: las poetas Ida Gramcko y Elizabeth Schön, la artistas Elsa Gramcko y Luisa Richter, la soprano Morella Muñoz, la fotógrafo Thea Segall o los críticos Axel Stein y Juan Carlos Palenzuela. Es obvio que las charlas versaban sobre arte, literatura o música. Nada más encantador.

Siendo su mujer galerista, Sanoja era lo menos comercial con su obra. Casi todas sus piezas son ediciones únicas, a la cera pérdida. Nunca obtuvo ningún premio. Un poco difícil pues nunca envió una pieza a un concurso. No le interesaban. Una vez escribí sobre la frivolidad de los premios. Y cómo la gente luchaba por obtenerlos. Se identificó con la nota. Estaba muy al tanto de todas las noticias. Y charlábamos muchas horas y no volvíamos a hacerlo hasta unos seis meses más tarde. Sin embargo, éramos amigos.

La obra de Sanoja es el reflejo de su personalidad. Se labró su carrera, a pulso, viniendo de un origen muy humilde, con trabajo y tesón. Le encantaban los libros –sobre todo de historia, arte, religiones, mitología y civilizaciones antiguas–, amaba los viajes. Sentía un gran apego por sus clases sobre arte en el Pedagógico. Y tenía una extraña fascinación por los gatos. Su trabajo tiene absoluta coherencia. Hay algo en sus obras que emana algo secreto o arcano. Eran figuras andróginas –pero a uno se le antojan femeninas–, en las que hay una persistencia por lo antropomórfico. En sus piezas siempre hubo una lucha por el equilibrio, bien sea un trapecio o un aro. Y un elemento fijo, las vendas. Estas podían estar en suaves y vaporosos ropajes, en caídas que revelaban su gusto por las telas. O también, como momificadas. Y estos “seres”, resignadamente, aceptaban su destino. Uno de los detalles más significativos se refiere a la calidad de sus pátinas –las cuales manejaba a su antojo. Y el maravilloso acabado de sus texturas. Recuerdo el cuidado de la edición de sus catálogos. Forrados en fina tela cruda, con fotos magníficas de Thea Segall.

Al final de su vida hizo una reflexión sobre su obra. Quería un resumen. Una síntesis mayor. Como que presumía su prematura muerte. Y se va aún más hacia lo primigenio. Cuando ya la materia no tenía secretos para él coloca sus piezas sobre rocas. En estado de meditación y aislamiento colectivo. Unas criaturas tribales y gregarias –y aunque parezca una contradicción– “vociferan” su desamparo. Bien sea desnudos o con ropajes, hablan de la pavorosa soledad del hombre urbano.

Sanoja muere repentinamente, en el 2003. Nos dejó sin aliento. Lis se fue a Alemania, con los “seres” de Miguel. Venía de Alemania del Este. No quería revivir lo que ya había pasado en la Alemania comunista. Cerró la galería. Remató sus cosas. Se llevó lo que pudo. Y nos quedamos solos, con tantas conversaciones pendientes. Quizás, una tertulia sobre una película de Antonioni. Sobre el último viaje. La exposición que alguno de los dos vio, en la semana, sin testigos molestos. No veremos más los relojes. No solo son las despedidas o las conversaciones perdidas, sino el luto porque ya no hay esas exposiciones, no llegan los libros, no hay viajes que contar, se fueron los amigos, solo quedan los recuerdos.

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Imágenes

(1) Grupo escultórico, serie “tribal”, El Pueblo; 1995/97; bronce; altura máxima: 22 cm; piezas únicas; colección privada; fotografía: Thea Segall

(2) Columpio; sin fecha; bronce; medidas: 46 x 21 x 13 cm; pieza única; colección privada

(3) Los vigilantes I; sin fecha; bronce; medidas: 177 x 40 x 70 cm, pieza única; colección privada; fotografía: Thea Segall

(4) Imagen de Miguel Sanoja


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