Por ARGENIS MARTÍNEZ

Si bien cargó el periodismo siempre al hombro, no fue sino a partir del 3 de agosto de 1943, al salir a la calle El Nacional, cuando en verdad lo asume como el oficio definitivo de su vida. Hasta ese momento, la pasión periodística lo ocupaba como una ansiedad que con frecuencia venía asociada a la política, o a la literatura, y en muchos casos al humorismo. Pero como disciplina cotidiana, angustiante y a la vez satisfactoria a diario, no le había sido posible por mucho tiempo, con el agravante de que fundar y trabajar en un medio de prensa escrito era, a menudo, una de esas experiencias cuyo fracaso estaba programado en el corto o mediano plazo, en especial si el órgano que se fundaba era crítico ante la labor del gobierno o de alguno de sus ministros del Interior, o del propio presidente de la República, por muy amigo que fuere.

En el caso particular de El Nacional, no hay duda de que Miguel Otero Silva contaba con buenos y viejos amigos que integraban los círculos del poder de entonces. Pero no por ello el periódico que se estrenaba en el escenario de la opinión pública dejaba de exhibir una clara línea crítica frente al gobierno, estableciendo con ello, desde un primer momento, lo que sería desde ese día en adelante el comportamiento esencial del diario: su independencia ante el poder constituido, fuera éste alcanzado por los votos o por la fuerza de las armas.

Lo determinante de esta posición editorial que adopta El Nacional se corresponde con el momento histórico que se vivía en el mundo, amenazado por la destrucción provocada por la guerra y el avance de la ideología del fascismo. De igual manera, en Venezuela estaba naciendo otro país, que pugnaba por despejar las telarañas institucionales del gomecismo y, a la vez, modernizar a la máxima velocidad posible un país que seguía “agrarizado” en sus actuaciones como Estado.

La necesidad de que los periódicos se abrieran noticiosamente a los venezolanos, que convirtieran los asuntos públicos en noticias de interés general y no en simples informaciones que a nadie interesaran, que los deportes y la política se disputaran la atención  de la gente, y que la cultura dejara de ser un torneo floral y se convirtiera en campo de crítica y polémica, fue lo que previó fundamentalmente Otero Silva y lo que convirtió a El Nacional en un éxito desde el primer día que salió a la calle.

Claro está que fundar un periódico no era una empresa fácil para nadie en el año 1943, ni en ese momento ni mucho después, como lo demuestra el cementerio  de diarios que han quedado en el camino a lo largo del siglo pasado. “A mi padre, Henrique Otero Vizcarrondo, le parecía una gran injusticia que a pesar del gran tiraje que tenía El Morrocoy Azul, casi todas las ganancias se gastaban en el pago de la imprenta. Y se fue a Estados Unidos a comprar unas máquinas. Eran los tiempos de la guerra. Varios diarios pro fascistas habían quebrado y estaban liquidando sus maquinarias. Me telegrafió preguntándome si me atrevía a fundar un diario. Y ante mi respuesta afirmativa compró las primeras máquinas. (…) Se puede decir exactamente, que mi padre, Antonio Arráiz y yo fuimos los tres fundadores” (entrevista con Evaristo Marín. El Nacional, 3 de agosto de 1975).

Pero “las duras circunstancias que rodearon la fundación de El Nacional, como bien lo dice MOS, no auguraban una prosperidad inmediata:

Nos metimos de rondón, en un oscuro barranco de dos pisos que había sido casa de vecindad o algo más turbio. Aquel remedo de rotativa daba lástima, aquellos linotipos oxidados eran artefactos de desecho. El mundo vivía la etapa más furibunda de la guerra mundial. Los submarinos alemanes torpedeaban los barcos que transportaban los barcos que transportaban la tinta y el papel. Crear un periódico bajo aquellas condiciones y con tan rudimentarios elementos parecía una insensatez. Toda la gente circunspecta del país nos auguraba un presto y estruendoso fracaso”. (…) La cuadra donde nació El Nacional, cien metros ruidosos entre las esquinas de Pedrera a Marcos Parra, era una calle angosta y de colmado tránsito. En su macadam desembocaban los automóviles que provenían del túnel del Calvario, rodaban carretas y carretillas afanosas, desfilaban resignadas recuas de burros. Desde nuestros balcones se vislumbraban tres botiquines, una farmacia y un policía de punto. A un costado de nuestra sede funcionaba  una casa de citas cuya regente, la señora Ignacia, ardiente aficionada a la fiesta de los toros, regalaba botellas de ron a nuestros reporteros… (Escritos periodísticos, selección de Jesús Sanoja Hernández).     

En el primer número de El Nacional, escribió un artículo titulado “El ocaso de un farsante”. ‘Megliovivere un giornod’leonequecentoanni de pecora” sobre el dictador italiano Benito Mussolini, a quien se le atribuye la frase. De ésta decía que era “sin duda alguna uno de los farsantes más grandiosos que ha producido el género humano. Histrión admirable, actor de gestos solemnes y palabra sonora, ¡qué gran luminaria perdió el teatro italiano el día en que el joven Benito Mussolini, hijo de un herrero socialista, le dio por la política y ahogó el genio dramático que vivía en su pecho!”.

Y sobre el fascismo denunciaba que era “una gran farsa en su pensamiento teórico, y una gran farsa en sus escenarios y ceremonias políticas. La teoría fascista pretende autodefinirse  como ‘Revolución’ y como ‘doctrina anticapitalista’, cuando no es otra cosa que medida de emergencia para aplastar la revolución, y la expresión política de un capitalismo monopolista, centralizado e insaciable. Y esa medida teórica se presentaba ante Italia, en su aspecto decorativo, sobre un fondo de camisas negras y uniformes vistosos… Hubo quien creyera que Mussolini había salvado a Italia y encontrado la expresión política del espíritu italiano. Fueron los espectadores que estaban empeñados en congraciarse con los empresarios del espectáculo. Porque aquello nada tenía que hacer con Italia, ni con el alma italiana, ni con la esencia del pueblo italiano”.

Como puede inferirse de las palabras de este primer artículo, la orientación democrática y renovadora del periódico quedaba perfectamente definida. Como ya lo dijimos, MOS convocó el nacimiento de un periódico con la necesidad de presentar y asumir la razón real de las cosas que estaban sucediendo aquí y en el resto del mundo, porque no ubicar nuestra propia vida en el escenario mundial, que era lo propio porque ya la economía venezolana se transnacionalizaba en su relación con el petróleo y las grandes compañías manejaban el negocio a escala planetaria, era perder el tiempo y ya, desde Gómez lo habíamos perdido suficientemente.

Pero la condición para que esto se cumpliera era que el peso de la verdad de lo que se fuera a decir recayera, en primer lugar, sobre los periodistas, como una responsabilidad cotidiana que no podía ser evadida. Esto nunca fue ni será una tarea fácil. “Un periódico no se construye con dinero, ni con rotativas, ni con relaciones comerciales que garanticen la afluencia de avisos, ni con protección gubernamental. Un periódico se construye con hombres. Todas las ventajas y privilegios quedan reducidos a ceniza si no está presente un puñado de periodistas con capacidad profesional, calidad humana y amor a su oficio, que sepan interpretar los sentimientos populares, que se lancen con audacia a la búsqueda de la noticia… que peleen con bravura por hacer de su periódico el mejor informado y el de miras más altas”. Esto lo dijo MOS en la introducción de un hermoso recuerdo escrito en honor de José Moradell, el legendario jefe de redacción de El Nacional, catalán de pura cepa, un 3 de agosto de 1980.

Y en verdad, sólo la solidez ética y el espíritu de equilibrio pueden alejar claramente el oficio (o la faena) de informar más allá de los intereses particulares, tanto de los gobiernos como de los gremios o los empresarios. Acaso fue un espíritu de reto y aventura (testimonios sobran de su comportamiento personal al combatir el gomecismo) lo que guió posteriormente el desafío de informar en una Venezuela que intentaba crecer en su horizonte democrático. Lo necesario y lo pertinente era abrir un espacio muevo a la información, entendida como una necesidad social en tanto dejara atrás la exageración de los pareceres políticos y reubicara al país dentro de una perspectiva que permitiera imaginar otras realidades.

De allí que las noticias, como bien supo avizorarlo, se volvieran necesidades políticas y compromisos de vida. Cuando estas cosas ocurren (o concurren) en tiempos de desafío histórico, hacer periodismo conlleva audacia y valentía, apoyado en nuestra propia conciencia ética y profesional. Pero también, como lo entendió, había que aprender a decir las cosas de otra manera porque, en el horizonte de los acontecimientos, nadan otros lectores, exigentes y reacios a ser conducidos por una sola senda. Ser consciente de ese equilibrio, de esa objetividad de enfoque, colocó a El Nacional  desde su nacimiento en una gran encrucijada.

Miguel Otero Silva sabía que cualquier periódico era lo suficientemente frágil respecto a lo que tenía ante sí: la maquinaria poderosa del poder. De forma que había que ser altivos, desafiantes o moderados, según la oscuridad de las libertades, para fortalecerse tanto en su propia estima  como en la de los lectores, pero sin dejar de decir nunca la verdad necesaria y evidente, a cualquier costo. Esto significaba (y significa en la actualidad) una batalla permanente por responder a quienes entienden a El Nacional como una referencia genuina, insobornable y honesta.

Esta visión no nació ahora, ni puede referirse a un tiempo histórico en especial: el legado de Miguel Otero Silva está vigente. Está claro que existió un periodista que supo ser un creador de realidades, un hombre que se detuvo frente a ellas para alimentar sus ficciones y, a la vez, para darles forma concreta en un medio periodístico diferente a los demás. Esto último permitió que se pronunciaran verdades y certezas a pesar de las estaciones de la dictadura o de las transiciones de la democracia. Puede decirse en este momento que Miguel Otero Silva vivió como periodista un desafío, y que su propuesta de acercarse  siempre a la verdad sin ambigüedades sigue teniendo esa razón de principio: hay que incorporar la realidad a la noticia, sin sojuzgarla al poder.

Atrevimiento hubo en ello porque asumió este oficio como un deber indeclinable, porque unía en sus adentros la necesidad de la palabra presente, incesante y rotunda, que podía estar en la novela que imaginaba y cargaba consigo sin decirlo, o también (como lo supimos) levantarse y revelarse, luminoso y lacerante, una mañana en la batalla diaria de los periódicos. Sin el periodismo, Miguel Otero Silva no hubiera podido iniciar la búsqueda de ese país posible que tanto quería. Tampoco imaginarlo e interrogarlo en sus novelas.

Hubo de compartir los quehaceres. De hecho, tenía ese país soñado muy adentro y le dedicó tiempos alternos. Se necesitaba un diario, un pensamiento, una línea de actuación que sirviera de vida. No existían ejemplos a la mano y era obligatorio tener el coraje del innovador. También se necesitaba el mismo coraje para novelar la historia reciente de la cual era protagonista. A la hora de la ficción se distanció de cualquier rencor o parcialidad mezquina apelando a la técnica del periodismo de investigación: se fue a los sitios, recobró frases y palabras, anudó en una trama la memoria desvanecida de los actores colectivos. Como el periodista genuino que era, se atenía a los hechos para luego reinventarlos sin quitarles su impresionante verdad. Por ello hay una concordancia histórica en sus personajes: pasado el tiempo, son tan ciertos en el momento en que nacieron como en el que vivimos ahora.

El Nacional no podía ser un periódico más: nacía obligado por unas circunstancias históricas que se reflejaban en la conciencia política y social de su fundador. El compromiso, además, señalaba la renovación en la forma de informar, y esa innovación era rebeldía, rechazo y fuerza de actuación para un nuevo lector que no se complacía en los voceros del poder existentes. Sin sentir la pasión profunda del periodista que se asoma intrépido a los nuevos tiempos, no era posible crear una alternativa periodística real y moderna, ejercida con genio e ingenio de oficio. Tampoco podía faenarse la ilusión de un diario moderno sin apartarla de la soledad del proyecto individual o hacerla trascender más allá de la tribuna particular. Había que atreverse a la fatiga de la controversia y ser, a la vez, escenario de ella.

Por iniciativa de Miguel Otero Silva, El Nacional fundó la tolerancia de ideas en sus páginas, lo que significaba convocar pensamientos irreductibles que, en otros tiempos, se hubieran ubicado en un diario determinado según su inclinación política o religiosa. Esta posibilidad de asentarse en un mismo terreno abría nuevos espacios para compartir pensamientos y polémicas en un diario singular. Nadie estaba habituado a ello… pero funcionó.

Para una sociedad que se estaba buscando a sí misma, el intercambio de ideas era fundamental. Y así fue.

No pudo escoger un momento mejor: agosto de 1943, tiempo de esperanzas en ruinas y de guerras infernales. Pero avizoró que los tiempos que llegaban exigían otros mensajes para los lectores, ágiles y genuinos, liberados del fatalismo político opositor y del rastacuerismo de los escribanos oficiales. La gente quería no sólo agilidad a la hora de enterarse, sino también una autenticidad que naciera de la objetividad, MOS supo dar ese paso.

En un artículo aparecido el 29 de septiembre de 1976 y titulado “La dirección de El Nacional no es un lecho de rosas”, afirmaba que este diario era desde su constitución misma

…una empresa periodística muy sui generis, tan sui generis que un buen número de personas, de dentro y de afuera de nuestro país, se resisten suspicazmente a aceptar como reales sus principios y sus estructuras. Los periódicos diarios del mundo entero caben, por lo general, dentro de una de las tres siguientes categorías: a) los diarios políticos, nacidos para expresar las opiniones de un partido o de una personalidad con ambiciones de poder; b) los diarios establecidos como industrias empresariales, que son los más sólidos en los países del mundo occidental, y en los cuales sus accionistas designan una dirección y una administración acordes con sus intereses particulares; y c) los diarios pertenecientes a una misma familia, que son los más corrientes en América Latina, y cuya línea política y periodística es fijada y mantenida por el jefe de dicha familia.

   Sostengo paladinamente que El Nacional de Caracas no debe ser incluido en ninguno de esos tres géneros. Ni siquiera en el tercero, no obstante que todas sus acciones son propiedad de una familia que en su seno no reconoce jefe y que, por añadidura, ha estado siempre caracterizada por sus opiniones políticas diversas.

   En lugar de adoptar uno de los tres modelos típicos de diarios que he mencionado, El Nacional ha estampado en sus estatutos las reglas peculiares que rigen su acción y su existencia, reglas que le otorgan al director la facultad legítima e inalienable de determinar la orientación política e informativa de la publicación…

   La estrategia elemental de los agentes de la presión, que ha sido empleada testarudamente durante treinta y tres años, puede ser reseñada a grandes rasgos de la siguiente manera: los agentes de presión del gobierno de turno hacen cargo de oposición sistemática al director de El Nacional con el objeto de amedentrarlo y lograr de él un mayor volumen de información favorable a la actuación del equipo gubernamental. Los agentes de presión de los partidos de oposición hacen cargos al director de El Nacional de parcializado en pro del gobierno, de lisonjero, ante los mandatarios, con el objeto de lograr de él un mayor volumen de información hostil al régimen que impugnan. Los agentes de presión de la derecha económica hacen cargos (…) de inclinaciones comunizantes, y de repente amenazan con un boicot publicitario, con el objeto de acobardarlo y lograr de él un mayor volumen de información (…) contraria a los países y partidos regidos por la doctrina marxista (…) Los agentes de presión de la extrema izquierda hacen cargos (…) de testaferro imperialista o de instrumento reaccionario, con el objeto de apocarlo y lograr de él un mayor volumen de información útil a la ideología izquierdista.

Para finalizar habla del temperamento que debe tener un director de periódico y recuerda una frase atribuida a Victor Hugo: “Es más fácil ser débil que ser justo”. “El director de El Nacional adquiere el compromiso de ser justo y, para cumplirlo, renuncia a las facilidades de ser débil”.

Primer aniversario

El jueves 3 de agosto de 1944, cuando El Nacional arribó a su primer año, el poeta Antonio Arráiz, su director, escribió sobre las circunstancias internacionales y nacionales con las que coincidieron los inicios del periódico: la guerra mundial y sus devastadoras consecuencias y la situación en Venezuela, que veía plena de esperanzas. “Está planteada en la actualidad —dijo— una de las situaciones más definitivas que registra la historia nacional con precedentes sólo equiparables a los años genésicos en los que se lucha por la independencia o la de los años terribles en que se lucha por el triunfo social de las aspiraciones populares encarnadas esos días en los ideales románticos del liberalismo: y los resultados de esta época como en aquella dos ocasiones están indicados para influir durante mucho tiempo en el futuro de la nación, en el futuro de los venezolanos”. Durante ese año el periódico no había traicionado la orientación de objetividad e independencia a la hora de reseñar los acontecimientos: “Se ha esforzado por reflejar en sus columnas, con ese espíritu de objetiva independencia que es la característica del periodismo moderno, una y otra situaciones”.

Luís Barrios Cruz, en esa misma edición aniversario, hacía un “análisis global” de la actuación de la prensa en el transcurso de esos 365 días y reconocía que había experimentado un “adecentamiento”, una eficacia comunicativa, unos anhelos de superación en lo cual, sin reservas, El Nacional había sido un excelente portaestandarte.

El día siguiente, 4 de agosto de 1944, se reseñaba el brindis que tuvo lugar con ocasión de la fecha aniversario, al cual asistieron políticos, artistas y personalidades de la sociedad caraqueña, quienes fueron recibidos por su director Antonio Arráiz y el jefe de redacción, Miguel Otero Silva. Entre las personalidades estaban el ministro de Hacienda, Rodolfo Rojas, el gobernador del Distrito Federal, Diego Nucete Sardi, Jóvito Villalba, Andrés Eloy Blanco, el encargado de Negocios de Suecia, el cónsul de Noruega, el embajador de México, el agregado Cultural de la Embajada Norteamericana, el poeta Fernando Paz Castillo, Pascual Venegas Filardo, monseñor Pellin, Juan de Guruceaga. Todo esto nos da hoy una idea no sólo de la referencia que tuvo el diario en los diversos sectores de la sociedad, sino de la amplitud de la acogida que tuvo entre los venezolanos.

De un golpe a otro

Si bien El Nacional como periódico va a imponer un estilo nuevo y moderno de informar desde 1943, con una concepción distinta a los diarios venezolanos que circulaban en ese momento, también va a proponer una forma diferente de hacer periodismo de opinión abriendo sus espacios a articulistas nacionales e internacionales de todas las tendencias democráticas existentes. A la vez, siembra en sus páginas una suerte de editorial condensado y lleno de humor: la mancheta, cuyo gran artífice inigualable fue, desde su fundación, Miguel Otero Silva.

Pero este novedoso diario no va a esquivar sus grandes responsabilidades políticas frente al país. Al contrario, sus fundadores sabían que tenían ante sí una nación hundida en grandes dificultades, no sólo las económicas y políticas, sino las inmensas exigencias sociales que eran quizás las que más impulsaban la crisis institucional. Por encima de las pretensiones populares, e incluso en nombre de ellas, las clases medias se sentían en la obligación de exponer colectivamente sus aspiraciones de poder. Se trataba de un sector recién ilustrado en la modernidad y, como tal, inquieto ante la velocidad de los cambios que debían inevitablemente producirse. De allí que surgiese una política de alianzas, por una parte, del Partido Comunista con el gobierno de Medina. Y, por otra, de la dirigencia de Acción Democrática con los jóvenes oficiales de las Fuerzas Armadas, la mayoría de éstos últimos, civiles y militares, provenientes de la pequeña burguesía interiorana.

Lo relevante es que en esta época tan difícil y ajetreada, MOS desempeña su papel de periodista de El Nacional, El Morrocoy Azul y Aquí está…!,  sin dejar de participar en la política diaria. Por ejemplo, cuando la Gobernación del Distrito Federal dictó un decreto mediante el cual se disolvía el Congreso de Trabajadores, y luego vino otro, emanado del Ministerio del Trabajo, disolviendo un centenar de organizaciones comunistas, salta de inmediato una polémica entre Rómulo Betancourt y Miguel Otero.

Resulta importante reseñarla porque, de alguna manera, va a ser la confirmación pública de dos caminos contrapuestos hasta el final de sus días. MOS le reprocha a Betancourt que AD se hubiese trazado el objetivo de crear una Central de Trabajadores paralela, como ya lo habían hecho con la FEV: “Los hechos me han convencido de que, por lo menos un sector influyente de Acción Democrática se ha trazado ese plan divisionista (…) Y yo me pregunto, y le pregunto a los hombres honrados, capaces e interesados en el logro de una vida mejor para el pueblo venezolano, ¿a dónde nos lleva la división del movimiento juvenil, del movimiento obrero? ¿Quiénes se benefician con esta dispersión de las fuerzas democráticas del país?” (Miguel Otero Silva, “Ante la disolución de los sindicatos”, El Nacional, 26 de marzo de 1944. En Manuel Caballero, Diez grandes polémicas en la historia de Venezuela).

Más adelante, MOS recuerda que durante el gobierno de Medina había existido libertad de pensamiento y libertad de prensa, y que en cuanto a la política internacional en el marco de la Guerras Mundiales, había propiciado la ruptura “con los bandidos del Eje” y no se debía olvidar “que el presidente ha prometido el voto directo”.

Ya para octubre de 1944 la crisis política se ha profundizado tanto que el 6 de ese mismo mes aparece un documento en respaldo a la gestión del presidente Medina suscrito por un grupo de escritores y artistas entre quienes se encontraba MOS:

Sr. presidente: en el convencimiento de que nos encontramos en un instante de excepcional gravedad histórica para Venezuela, en el cual se hallan en juego factores decisivos que determinarán posiblemente el proceso evolutivo de nuestras instituciones democráticas durante muchos años, los suscritos, escritores, y artistas venezolanos, conscientes de la honda responsabilidad que nos incumbe, hemos creído un deber ciudadano el de enviarle a usted la presente comunicación, con el objeto de, por una parte, testimoniarle el sentimiento de aprobación con que hemos venido siguiendo la línea política de su gobierno.

La carta culmina con la consigna: “Con el presidente Medina contra la reacción” (Héctor Campins, El presidente Medina, de la represión a la libertad).

El 19 de octubre de 1944, en el marco de la campaña electoral, tiene lugar un mitin en el Nuevo Circo para sellar la alianza del partido oficial —el PDV— y el Partido Comunista, U.P.V. Entre los oradores de ese día figuraba Miguel Otero Silva. Ese mismo mes se enfrenta con el candidato de Acción Democrática, el novelista Rómulo Gallegos, en sendos artículos de prensa.

Pronto, un sector de oficiales de bajo rango, entre quienes se encontraba Marcos Pérez Jiménez, contando con la anuencia de un grupo de civiles liderados por Rómulo Betancourt, acuerdan dar un golpe de Estado contra el gobierno de Medina y lo deponen. Inmediatamente se conformó una Junta de Gobierno integrada por el propio Betancourt, quien la presidía, Raúl Leoni, Gonzalo Barrios y Luis Beltrán Prieto Figueroa, junto a los militares Carlos Delgado Chalbaud y Mario Vargas.

Como bien señala Jesús Sanoja Hernández en un sustancioso recuento de aquellos años, “la defensa que hizo Otero Silva de los avances democráticos durante el régimen de Medina no significó que ello se convirtiera en ataques al proceso civil-militar de 1945-1948”. Pero nunca se recuperó del dolor de aquellos momentos, en especial, porque estaba completamente seguro de que aquella alianza cívico-militar iba a terminar en un espantoso retroceso militarista.

Otra muy diferente —recuerda Sanoja— fue “su posición frente al régimen surgido con el golpe del 24 de noviembre de 1948, que puede definirse en tres momentos: petición de libertad para los presos políticos y para el ejercicio del periodismo (1949), resistencia a las medidas tomadas por la Junta Militar contra el periódico (1950) y acceso plural, con inclusión de columnistas desafectos al régimen y hasta en el destierro (1950-58), así como de valores internacionales como Neruda, Guillén, Alberti, Bergamín, Arciniegas” (Vida y obra, estudio introductorio a Casas Muertas, Biblioteca Miguel Otero Silva, Libros de El Nacional).

Sin embargo, paulatinamente se fue alejando de la militancia partidista, y en 1946 se separa del Partido Comunista de Venezuela, manteniendo siempre una línea independiente y revolucionaria. Tal como la había previsto, el golpe militar que depone a Rómulo Gallegos se ensaña contra las garantías democráticas y la libertad de expresión. Según relata Oscar Guaramato, “es obligado a marginarse de la acción política. Sería blanco de detenciones y persecuciones… y en tres oportunidades El Nacional es clausurado”. Tras un incesante acoso policial viaja al exterior. Pero cuando cayó Pérez Jiménez, “él estaba preso en la Seguridad Nacional, de donde fue liberado por el pueblo”.

Es mucho lo que se ha escrito sobre el protagonismo jugado por El Nacional en la lucha contra la dictadura de Pérez Jiménez, y es justo que se les reconozca también a sus reporteros y fotógrafos, empleados y obreros la valentía con que supieron enfrentar la censura y la represión. No otra cosa distinta puede decirse de sus directivos, quienes fueron a dar con sus huesos a la cárcel, entre ellos su fundador Henrique Otero Vizcarrondo y Alejandro Otero Silva, entre tantos otros, así como a quienes durante esos duros años les correspondió ejercer la dirección del diario de Puerto Escondido.

Con la llegada de la democracia en 1958 y la convocatoria a elecciones para elegir tanto al presidente de la República como a los nuevos parlamentarios, el partido Unión Republicana Democrática, URD, le ofrece a Miguel Otero Silva la candidatura a senador por el estado Aragua, y es electo con amplio respaldo. Era evidente que su experiencia y su vocación política iban a resultar inestimables durante este período que nacía como una gran propuesta unitaria de todos los sectores democráticos y que luego, por desgracia, se habría de ir desplomando hasta convertirse en un tramo violento y divisionista, de grandes heridas en la vida de los venezolanos. En el Congreso pondría su empeño en lograr, como “hombre-Congreso”, un entendimiento entre las entonces irreconciliables posiciones del gobierno de Betancourt y de la izquierda en armas: magnífico esfuerzo  que culminaría frustrado por los sucesos de El Encanto y la prisión de los parlamentarios de izquierda. “Más tarde —acota Jesús Sanoja Hernández— a poco de iniciarse el gobierno de Leoni, quien era primo suyo, pronunció un discurso en el Consejo Municipal de Caracas, con motivo del Día de la Juventud, en el que reiteró esta obsesiva pasión rectificadora. En vano”.

Siempre le obsesionó la idea de permitir un acercamiento entre esas dos Venezuela que, en ese momento, estaban cerradas a la palabra y al entendimiento. Por ello fue víctima de los ataques arteros de unos y otros, desde la derecha recalcitrante hasta la ultra izquierda. Incluso, desde Cuba, un sector de la revista Casa de las Américas lanzó una campaña contra Pablo Neruda y contra él por no respaldar la línea de lucha armada que se intentaba imponer en el continente. Del otro lado, los sectores más conservadores iniciaron un boicot publicitario contra El Nacional porque este diario se negaba a convertirse en un vocero anticubano. Pero eso hubiera sido romper con la línea editorial que señalaba (y señala hoy) la prioridad de mantener siempre la objetividad y la imparcialidad para poder ofrecer diversas perspectivas al lector, quien debe sacar sus propias conclusiones.

Finalmente, Miguel Otero Silva debió dejar la dirección del periódico, y un grupo de redactores fue cesanteado: “En nombre de la propiedad privada ¡me sacan de mi propiedad privada!”, exclamó MOS con lógica aplastante. Desde luego que fue un triunfo pírrico porque El Nacional se asentó con mayor fuerza entre sus lectores, quienes entendieron la solidez y el coraje de un periódico que estaba más allá de los intereses de los gobiernos.

No obstante, aquellas tempestades trajeron, a su arrollar, también buenos momentos. Una serie de directores hicieron presencia en El Nacional siguiendo la tradición de Antonio Arráiz, de Reyes Baena y de Rivas Mijares en el pasado. Destaquemos, entre tantas y muchas figuras que merecen ser nombradas, tres fundamentales: Arturo Uslar Pietri, José Ramón Medina y Ramón J. Velásquez. Cualquiera de ellos resultaría inestimable en su momento para dirigir algún prestigioso medio de prensa de América Latina. En el caso del expresidente de la República Ramón J. Velásquez, hubo de ejercer el cargo en dos oportunidades, dejando huella y escuela, visión presta e inmediata del presente y respaldo del pasado histórico.

Todos fueron sus grandes amigos, y su admiración y respeto por ellos devenía en grado sumo del concepto que siempre tuvo de la amistad. “Entrañable fue su relación con Neruda, a quien acogió en el diario en la etapa persecutoria de González Videla, y habitual huésped suyo en su casa de Caracas o en “el castillo  de Arezzo” que compartía con Abel Vallmitjana. Igual la mantuvo con Rafael Alberti, sobre todo en el destierro italiano, y a quien, como a Asturias, sirvió de anfitrión en sus visitas a Venezuela. A Carpentier lo quiso como a pocos, e igualmente a Nicolás, que era como mentaba a Guillén. Amigos posteriores fueron García Márquez, Carlos Fuentes y Juan Rulfo y, desde mucho antes, Juan Marinello y Juan Bosch”. Así se refiere con extrema fidelidad a los hechos Jesús Sanoja Hernández, y en este caso sólo aclararíamos el detalle de que las comillas del castillo de Arezzo se corresponde con que era una “villa italiana”, distinta a cualquier castillo o cosa parecida.

Era, desde luego, una casa de campo en las afueras de Arezzo, con una veintena de habitaciones, una piccolacasa para el contadino y su familia, un olivar y un huerto que proveía aceite y vegetales frescos a la cocina. Hizo de los alrededores de Arezzo el lugar habitual de su inmensa curiosidad por la pintura, y adoptó a Piero della Francesca como su pintor favorito: desde la Madonna del parto, pintada en una pequeña capilla del camino, al impresionante fresco de la resurrección de Jesús, a la vista en el pueblo de San Sepolcro (que luego incluyó como portada de Lapiedra que era Cristo, en su edición de lujo publicada por El Nacional).

En cuanto a que el fantasma de Ludovico se paseaba por los pasillos de la Villa de Arezzo era, a no dudarlo, una broma de MOS para con sus invitados, ya que él mismo y Abel Vallmitjana arrastraban cadenas en la noche para crear un escenario terrorífico. Lo demás es parte de la frondosa y sabrosa imaginación de García Márquez, quien convirtió a Ludovico en un personaje famoso. Estos gestos de humor para con los amigos estuvieron a punto de causarle un grave problema con Pablo Neruda, cuando éste recibió el Premio Nobel de Literatura. Miguel Otero no concibió otra cosa que enviarle telegramas y mensajes postales anunciándole que, en el momento de la magna ceremonia, un enemigo fanático entraría con unas tijeras enormes a cortarle la parte posterior del frac. Neruda, atemorizado, alertó a la policía y se descubrió que toda la trama estaba en manos de uno de sus invitados personales.

Sería injusto no recordar que entre sus mejores amigos en Venezuela estuvieron Gustavo Machado y Salvador de la Plaza, por quienes sintió una admiración que no tenía límites. Igualmente, y como lo señala Sanoja Hernández, “hacia sus compañeros de generación y algunos otros que se fueron añadiendo: Isaac Pardo, Francisco Vera Izquierdo, Jóvito Villalba, Carlos Eduardo Frías, Inocente Palacios, Carlos Irazábal, Alejandro García Maldonado, Elías Toro, Isidro Valles y Kotepa Delgado”.


*Miguel Otero Silva. Argenis Martínez. Biblioteca Biográfica Venezolana, Número 36. Banco del Caribe y C.A. Editora El Nacional. Caracas, 2006.


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