Miguel Arroyo / Alexis Pérez-Luna©

Por DIEGO ARROYO GIL 

                  A Lourdes Blanco

El maestro que inició la formación de Miguel Arroyo fue Antonio Edmundo Monsanto, director de la Escuela de Artes Plásticas y Artes Aplicadas de Caracas (…). Monsanto es uno de los hombres más importantes de la cultura del siglo XX venezolano, no tanto por su propia obra –que aunque existe es escasa, pues renunció a la pintura alrededor de 1920– como por la extraordinaria influencia que ejerció sobre sus alumnos, entre ellos muchos de nuestros grandes artistas: Alejandro Otero, Mercedes Pardo, Soto, Cruz-Diez, Mateo Manaure, Pascual Navarro, Ángel Hurtado y otros.

La educación recibida por Arroyo en la Escuela de Artes Plásticas fue tal, que allí escuchó por primera vez la voz de esa otra vocación solicitante, paralela a la de pintor, que formaría parte de su vida. Al completar sus estudios con el Curso de Formación de Profesores de Educación Artística, Miguel se convirtió en uno de los primeros epígonos de Monsanto, quizás en el mejor heredero de sus dones pedagógicos. No por nada el único título que con el tiempo aceptaría sería el de profesor. Todos quienes conocieron a Arroyo como docente aseguran que irradiaba una nobleza auténtica y transformadora. En su presencia, el arte dejaba de ser un aditamento cultural y recobraba su imperio como sensación y misterio del mundo.

En 1950, Arroyo se une al grupo Los Disidentes, liderados desde París por Alejandro Otero. Ya en 1948, en una conferencia ofrecida en Caracas, Arroyo había dicho que los pintores realistas eran en verdad los abstraccionistas, los que, siguiendo a Aristóteles, reconocían que el objeto del arte no era “el de representar la apariencia exterior de las cosas, sino la esencia misma de ellas”. Explicó: “Fueron estos [Los Disidentes] quienes con su lucha lograron hacer ver que había otras posibilidades de expresión que las ya conocidas y aceptadas. Si a veces fueron, o fuimos, intransigentes en la defensa del arte abstracto, no era con intención de perennizarlo sino porque sentíamos –creo que en eso no nos equivocamos– que el abstraccionismo representaba la fuerza creadora más vital de ese momento”.

En 1953, Arroyo es nombrado profesor del curso de cerámica y de esmalte sobre metal de la Escuela de Artes Plásticas, la Escuela que lo había formado (…). Volvió Arroyo a su entrañable institución para convertirse en oficiante de los misterios de la arcilla (…). Estamos evocando años de amistad y esperanza, esa amistad y esa esperanza silenciosas pero muy fuertes que mantuvieron vivo al país en medio de la dictadura de Pérez Jiménez. Aunque no se viese así, en el empeño puesto por nuestro artista y profesor en cultivar y fortalecer el arte por medio de la creación y la transmisión había una resistencia. Una resistencia que, inadvertida como política aunque lo era, se corporizó en la obra de la que se considera la primera generación de ceramistas modernos venezolanos: Cristina Merchán, Tecla Tofano, Reina Herrera, Clara Posani, Ángela Suárez, Amparo Bemporad y Carlos Guinand, entre otros.

En septiembre del 56, Arroyo presenta un proyecto de murales para una sala de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Central que se aprueba y se lleva a cabo, y, en junio del 57, es designado profesor jefe de la Cátedra de Expresión Plástica de esa Facultad. Allí, la época halló en Arroyo a un traductor sin par capaz de descifrar sus claves, a un investigador que podía ponerla en perspectiva. Y lo hizo, no solo en el aula a finales de la década de los cincuenta, sino también, más tarde, en su trabajo Carlos Raúl Villanueva y la síntesis de las artes, de 1987, donde asombra, al igual que en todos sus escritos, su habilidad para exponer las cosas con tanta sencillez: “El interés de Villanueva en esa alianza entre las diferentes artes –escribe–, se vio estimulado y favorecido por el surgimiento, en Venezuela, del primer grupo de pintores y escultores abstractos que tuvo el país. Este grupo acogió sus ideas con enorme entusiasmo, no sólo por la importancia y magnitud de la empresa, sino también porque era un medio de demostrar, con hechos, que el arte abstracto combatido en esos momentos en Venezuela, como producto de seres deshumanizados y desprovistos de sensibilidad social, podía llegar a las multitudes y enriquecer los edificios públicos de la ciudad”.

En 1959, Arroyo fue designado director del Museo de Bellas Artes. Comenzaba así la que sería su relación más estrecha con institución cultural alguna, donde construyó la plataforma de la museología y la museografía en Venezuela. (…) ¿En qué consistió el proyecto de Arroyo? Avanzaré que la museología en Venezuela se inauguró con su llegada al MBA y que eso fue posible gracias a que esa institución fue el escenario donde el museólogo y museógrafo que era Miguel encontró su realización. “Entré al MBA en una época sumamente bella –decía–.  No me refiero sólo a la actividad plástica sino a todo lo que se vivía en ese momento en Venezuela. Había una enorme fe en las posibilidades del país y en lo que la acción personal podía hacer en beneficio del mismo. En el caso concreto del MBA, contábamos con un equipo de trabajo muy reducido pero lleno de una gran mística, y recuerdo muy especialmente la relación que se dio entre la institución y los creadores. Los artistas se hicieron participantes del proceso de conducción del museo”.

Escribe Lourdes Blanco: “Con el ingreso de Arroyo a la Dirección del Museo de Bellas Artes (…) se inauguraba un método y una profesión. Una época que inventó que el domingo era para inauguraciones en la Plaza Morelos; que en las salas de un museo de arte podían convivir tanto los petroglifos de Guri como el diseño gráfico e industrial, la obra de los grandes ceramistas contemporáneos como la fotografía. Un período en que se podía ver a los maestros de la pintura de todos los tiempos en exposiciones de altísimo calibre profesional; una dinámica que permitió incorporar a Caracas al circuito de las exposiciones itinerantes fomentadas por el Consejo Internacional del Museo de Arte Moderno de Nueva York y por el British Council de Inglaterra. (…) Durante la gestión de Arroyo, el Museo se organiza en departamentos y curadurías y se crea el Servicio de Registro. A las colecciones ya existentes, se suman las de Dibujo y Estampa; la de Escultura y la de Fotografía. También se crean los Departamentos de Diseño Gráfico y de Educación. El sistema de curadurías, que poco tiempo después del retiro de Arroyo fue eliminado, es uno de los mejores modos de organización al que se puede recurrir en un museo, pues se pone en manos de un experto todo lo que garantiza la conservación, estudio, manejo, cuido, divulgación, crecimiento y saneamiento de una Colección”.

Quienes, a mediados de la década de los años setenta, llegaron a decir que el MBA no había cumplido como debía con la promoción del arte venezolano durante la dirección de Arroyo (1959-1976), olvidaban o querían olvidar que las mejores exposiciones de nuestro patrimonio jamás vistas en el país fueron organizadas en los sesenta. Pintura venezolana, 1661-1961, por ejemplo, marcó época. Fue quizá la valoración más densa que se había hecho hasta entonces, y una de las más densas que se haya hecho hasta ahora, de la tradición pictórica nacional. Junto con Venezuela, 1498-1810, que hizo lo propio con la producción artística –en este caso no solo de pintura– llevada a cabo en el país durante la Colonia, es un hito de la museografía nacional. Y no solo porque desde el punto de vista técnico cada una de ellas haya sido una muestra de cómo se debe montar una exposición, sino también porque fueron lo que se espera que sean, si no todas las exposiciones de un museo, al menos todas las exposiciones de esa envergadura que decida presentar un museo.

Leamos un fragmento de la carta de renuncia de Arroyo: “Por la presente cumplo con manifestarle mi determinación de retirarme del cargo de Director del Museo de Bellas Artes a partir del 31 de diciembre del presente año. Las razones que me han llevado a tomar tal determinación son estrictamente profesionales y están todas relacionadas con mis responsabilidades ante la comunidad, ante el Estado y ante mí mismo. Durante los últimos años el Museo ha venido siendo objeto de la mayor desatención por parte de quienes estaban, y están, en la obligación de sustentarlo. La mayoría de los sucesivos cuerpos directivos del Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes –excepción hecha del que presidió Simón Alberto Consalvi– ha preferido crear nuevos organismos [la Galería de Arte Nacional] e inventar nuevos programas, a mejorar y sostener y estimular adecuadamente a las Instituciones que heredaron del Ministerio de Educación”.

En un último intento por tratar resguardar la integridad patrimonial del MBA –que le va a ser arrebatada, en parte, por la Galería de Arte Nacional–, Arroyo protagoniza una dura polémica con Miguel Otero Silva, quien es de la opinión de que la nueva institución, la GAN, debe funcionar de manera autónoma y no como un departamento del Museo de Bellas Artes. Otero Silva, Alejandro Otero y Manuel Espinoza fueron los autores del proyecto oficial presentado ante las autoridades del Estado que derivó en la reubicación del MBA. (…) Termina así uno de los períodos de mayor riqueza de la cultura de nuestro país, de Latinoamérica por extensión: los casi 17 años en que Miguel Arroyo fue director del Museo de Bellas Artes de Caracas. Una época de oro.

Arroyo no se victimizó por lo ocurrido en el MBA. Por supuesto, hizo su ajuste de cuentas con la situación y con quienes la protagonizaron, pero una vez que pasó la tempestad supo acoplarse a la realidad que se le presentaba y seguir en lo suyo sin envilecerse. Tal vez por eso pudo volver a la docencia y ser con sus alumnos y en el aula el mismo de siempre. Da clases en la Universidad Simón Bolívar (1976-1981) y en la UCV (1978-1985). En 1992, le otorgan el Premio Nacional de Artes Plásticas. “No puedo ocultar que me produce satisfacción recibir este premio –declara–, pero me inquieta sentir que tal vez se le ha quitado la oportunidad de recibirlo a un artista. El problema es que no existen premios para la gente que ha trabajado por las artes plásticas y no en las artes plásticas”. En 1993, publica la novela El reino de Buría, y, entre otros textos, escribe La pintura y sus elementos de expresión, una obra de un valor inconmensurable cuya edición está aún pendiente.

En 1995, Clementina Vaamonde, presidenta de la Fundación Galería de Arte Nacional, le solicita a Arroyo que asuma la curaduría de una exposición dedicada al arte prehispánico de Venezuela. Miguel acepta y pone en práctica un exhaustivo programa de evaluación, valoración y registro de piezas que elabora a medida que recorre el país junto con Lourdes Blanco, su esposa, quien trabaja con él en la creación del inventario. (…) A través de esta investigación, Miguel y Lourdes hacen ver que el arte prehispánico venezolano poseía una dignidad que hasta entonces no se había percibido a plenitud. Gentes del momento la recuerdan como una epifanía. Estremecía encontrarse de frente con la presencia ancestral de la tierra, con la primera huella de nuestra cultura”. (…) En ese sentido, Arroyo seguía siendo un formador del alma venezolana.

Miguel Arroyo falleció el 3 de noviembre de 2004. Dejó tres hijos, una legión de amigos y de admiradores, y un legado inmenso de humanidad y ciudadanía.


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