Celeste Olalquiaga | Autorretrato

Por ALEJANDRO VARDERI

El arte urbano como expresión abierta de disidencia por parte de la mayoría silenciosa tiene una larga y vigorosa tradición en Latinoamérica, donde las pintas callejeras se suman a la degradación constante de una arquitectura, muchas veces olvidada o abandonada a su suerte dada la falta de mantenimiento de las estructuras; otro de los incontables males que azotan al continente.

La progresiva agresividad con que los espacios de poder atenazan, constriñen y subyugan, amparándose en una legitimidad moldeada a sus conveniencias y por consiguiente espuria, y la enorme impunidad con la cual quienes detentan dicho poder actúan por encima de las instituciones diseñadas justamente para contener tales excesos, se ha cebado en dicha mayoría que, sometida a sus designios, encuentra en el trazado rápido, o rayado, una manera de subvertir el sistema y vocear un malestar cada vez más intenso, y en consenso con las necesidades de las nuevas generaciones.

Las masivas manifestaciones globales, lideradas por jóvenes en su mayoría nacidos con el siglo, constituyen una eficaz forma de rebelar para revelar la situación de abuso, coerción y falta de futuro con la cual se enfrentan. Si bien la independencia individual, producto de la virtualidad donde circulan gracias a las nuevas tecnologías, dificulta la cohesión del mensaje y su proyección sobre las decisiones de un Estado represor, buscando acallar con la fuerza el clamor popular que estalla sobre las calles tras haber sido armado desde el ciberespacio.

La pérdida del respeto a las instituciones, al no haber sabido representar los intereses del colectivo, ha motorizado las protestas, que desde 2019 tienen como denominador común el colapso del crecimiento económico con graves consecuencias para el desarrollo de los países, especialmente en las regiones más desasistidas. Ello ha minado la confianza en la idea de progreso, poniendo a la mayoría en situación de precariedad extrema, en tanto que el uno por ciento restante ha terminado detentando aproximadamente la mitad de la riqueza mundial.

Esta abrumadora discordancia en la era de las conexiones ilimitadas e instantáneas ha unido a la mayoría silenciosa, llevándola a manifestarse masivamente contra las intolerancias resultantes de tal disparidad. La represión estatal ha sido feroz en las dictaduras, aunque muchos países democráticos han tratado también de silenciarlas presionados por los sectores influyentes; especialmente el del capital trasnacional, cuyo ascendente en los asuntos de Estado es de muy largo alcance en Latinoamérica.

En Chile, “la memoria de la dictadura militar, aún presente en el inconsciente colectivo del país, emergió con una fuerza feroz, denunciando la bien conocida relación entre Piñera y Pinochet: Pinochet o Pinocho (el mentiroso), Piñera o la piraña (el voraz), Piñocho”, atestigua la misma Celeste Olalquiaga en uno de sus ensayos, solidarizándose con los insurgentes mediante su participación activa en las protestas y su documentación fotográfica del arte de calle. Un arte donde el grafiti político tiene un papel clave, pues documenta de primera mano las acciones del público con una espontaneidad y claridad indeleblemente impresas en quienes lo ven, a veces muy a pesar suyo, mientras caminan o circulan sobre ruedas. Ello territorializa además el lenguaje de la disidencia que, parafraseando a Néstor García Clancini, afirma la presencia de sus hacedores en la topografía de la ciudad; una estrategia que también nivela visualmente las diferencias sociales y económicas existentes entre los distintos barrios y urbanizaciones.

La diversidad de técnicas y estilos contenidos en los mensajes refleja el “potente trabajo visual” que Olalquiaga y Angela Cura recogen en su libro Miauguerrilla (Santiago, 2020), cuyo tema son los gatos, gatas y gates “de la resistencia” inscritos en las paredes de la capital chilena. Aquí son todo tipo de felinos quienes, en pie de guerra, transmiten las consignas de los participantes en las multitudinarias marchas contra el gobierno y en pro de la justicia social brotando a lo largo y ancho del país. Estas astutas criaturas aúnan así su sagacidad natural a la del seguro trazo de los artistas, cual reminiscencia de la llamada vandalización de los espacios públicos, llevada a cabo por grafiteros en ciudades como Nueva York y Londres durante los años setenta y ochenta del pasado siglo; y donde el foco de la crítica apuntó igualmente a la violencia policial, la corrupción política y la desigualdad.

“Siempre gata nunca paca”, “rasguña a tu opresor”, “Nunca cegarán nuestro tercer ojo”, “Piñera anda a terapia”, son algunos de los lemas que acompañan grafitis y rayados, verbalizando la censura a la brutalidad de los policías (pacos) en las manifestaciones, que tuvieron un saldo de más de 12.000 heridos, casi 500 de ellos con lesiones oculares; así como a las nefastas políticas gubernamentales dables de favorecer a las clases altas en detrimento del pueblo.

La manipulación de los signos y significantes del lenguaje gráfico y escrito, que sus representantes efectuaron mediante las pintas, cumple una doble función al condensar los dos niveles de la percepción: el enunciativo —apropiación del sistema topográfico urbano por el artista, tal cual el hablante se apodera del lenguaje— y el de realización espacial del lugar —concientización del entorno donde el observador se ubica, como consecuencia de la interposición imprevista del mensaje en su espacio visual—. Un mensaje, que al venir refrendado por una criatura tan icónica y milenaria, adquiere la penetración de lo familiar y a la vez misterioso, tejiendo una red gatuna, cual ejército liberador de las frustraciones del observador que quedan depositadas en el rayado. Pero esta operación pierde impulso cuando se realiza individualmente y de manera dispersa; de ahí que al trasvasarla a Miauguerrilla adquiera todo su sentido y más, pues una lectura continua de las obras logra agrupar mejor la protesta felina “saltando desde los rincones, asomándose por los bordes de las veredas y junto a los grafiti del Mapocho y el Canal de San Carlos”, tal como asientan las autoras.

Al darles a los artistas presencia en un libro, el cariz individualista de las manifestaciones, contenido en grafitis y rayados que responden a una manera muy personal de experimentarlas, se unifica en un mismo espacio y gana efectividad. Ello aborda la disyuntiva existente en las formas contemporáneas de movilización, entre conservar la propia independencia y abocarse a la organización y coordinación de un movimiento colectivo, necesario para tener un impacto real en la resbalosa arena política. Porque, de lo contrario, los logros obtenidos con la lucha de calle se dispersan, y acaban esfumándose con la rapidez con que el poder blanquea los muros y borra el mensaje. Al Miauguerrilla documentar este fenómeno garantiza su preservación e infunde nueva energía al estallido social, contribuyendo a mantenerlo vivo en la memoria del país insurrecto.

Un país, que exige cambios radicales dentro de las estructuras políticas, sociales y económicas existentes, pues favorecen a los grupos que detentan el poder, perpetuando además comportamientos racistas y clasistas contra los cuales los milenaristas tienen tolerancia cero. Ello, pese a no haber encontrado todavía el camino más idóneo para combatirlos, más allá de una rebeldía generacional alusiva a los movimientos contraculturales de los años sesenta, en un espíritu de camaradería igualitaria que hace difícil predecir aún si se mantendrá en el tiempo superadas las coyunturas del momento.

En tal sentido, Miauguerrilla ayuda, con su exposición frente a frente de lo irrepresentable, a combatir la política de evasión de responsabilidades, reflejo de la del olvido, fomentada desde las instituciones mismas, y patentizada en la complicidad gubernamental con los culpables de la violencia contra la gente, cuando Chile vive, teóricamente, dentro de una democracia. Esto mueve a reflexionar acerca del estado de desprotección y crisis, existente en otras naciones latinoamericanas como Cuba, Nicaragua y Venezuela, donde la bota del gran dictador parece haber entrado para quedarse. Una bota que planea aquí sobre grafitis y rayados, pisando para pulverizar lo subversivo de los mensajes, puestos a criticar la estrategia presidencial de usar indiscriminadamente la fuerza, a fin de seguir aplicando sus políticas de dominación a los menos favorecidos y a los sobrevivientes del trauma nacional causado por el pinochetismo.

Una táctica, buscando restaurar un orden que no es sino el statu quo, como objetivo último de Sebastián Piñera cuando ordenó la intervención de los militares para contener a los manifestantes. En este sentido, lo efectivo de los grafitis y rayados gatunos para denunciar con ironía y gusto al opresor, es probablemente lo más sugerente del libro; y al igual que la esperanza de cambio del chileno, se registra en Miauguerrilla la voluntad de los más jóvenes para cambiar radicalmente las directrices de un orden obsoleto con el cual lógicamente no se identifican.

Celebremos entonces su aparición, en esta coyuntura global donde las intransigencias y desmanes de quienes controlan, manejan e imponen exigen respuestas urgentes y contundentes para evitar que más democracias caigan en el abismo sin fondo de las autocracias.


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