Morella Muñoz | Colección José Agustín Catalá, Biblioteca Nacional

Por JOSÉ IGNACIO CABRUJAS

Con Morella, llegué a amar el canto, mucho más allá de sus superficiales proezas. Junto a la experiencia de oírla y presenciarla, verdadero privilegio de mi vida, escuchaba discos, portentos vocales como Christa Ludwig o modas efímeras al estilo de Marilyn Horne.

Pero Morella no solamente estaba allí en la Sala de conciertos de la Universidad Central, que es donde amo recordarla enseñándonos canciones de Johannes Brahms, antes de mostrarse a sí misma, sino que era imposible reducirla a un engreído análisis respiratorio o hacerla entrar, por simples razones de grandeza, en ese ingenuo vocabulario que caracteriza a muchos espontáneos, contemplativos del buen cantar. A Morella, gracias al Cielo, nadie le detectó morzaturas sublimes, ni conductas de epiglotis, ni pasajes definidos, ni puntas de Si bemol. Ella misma derramaba fiero insecticida sobre los tediosos comentaristas de la vocalidad, intrusos de un alarde humano plagado de dilettanti, capaces de sustituir una auténtica crítica.

Jamás, en larga compañía y buena razón de vida, la escuche hablar, como no fuese con absoluto desprecio, el mismo que podría haber tenido Picasso ante la cola plástica, de legatos, sfumaturas, portamentos, filatos y quincallas que intentan explicar lo viviente o, en todo caso, lo que no demanda ningún otro razonamiento más allá del disfrute y del susto ante la demasía.

Mucho, sí, la oí hablar de Schubert y de Brahms, sus mejores pasiones. Mucho bello aprendí de ella a la hora de sentir la música, y así la Tercera Sinfonía de Schubert, obra donde jamás cantó nadie, pero que es patrimonio de todos, será hasta el fin de mi vida, interprétela quien la interprete, el rostro y los ojos cerrados de Morella, sirviéndome de elaboradísima guía vienesa, instalada en un sofá incómodo, escuchándola, pero más que todo, adivinándola en perfecto silencio, como si todo aquello fuese tiempo humano en lugar de elaboradas notas.

Ahora escribo este amor por mi luminosa contemporánea más de una vez desdoblada en maestra, e instalo en otras cercanías, la Cuarta Sinfonía de Brahms, según versión de Celibidache. Forman ellas sinfonía melancólica y Morella, parte de lo que me sucede, don de la vida, suerte de haberme hecho persona, error o intento, pero en todo caso, manera de gente, junto a esa naturaleza fantasiosa que la caracteriza y de la que me proclamo devoto admirador.

Otra cosa sería mentir o renunciar a mi memoria. Vivir es presenciar y quien ahora se atreve, entre otras militancias, mucho menos significativas, declara haber presenciado a Morella. Ya es bastante suma, por no hablar de suerte.

Cantar ha sido y tendrá que seguir siendo para esta mujer grande el empeño secreto que ahora escucho en su honor. Brahms está hecho de intentos y cercanías. Nada en él es definitivo, pero al mismo tiempo todo sucede, todo consta. Es lo que un día definió Morella, recordando a Antonio Estévez como la “estatura moral” para atreverse a interpretar a Brahms. Hasta ese momento, yo suponía al canto como un reto de facultades y dominios técnicos. Desde entonces, creí entender nada menos que una razón de ética, admirablemente ligada a la posibilidad vocal. En efecto, Brahms es un límite.

Cantar es la más directa relación de un ser humano con el sentimiento de la música, de allí que sería insano establecer la menor diferencia entre la Morella Muñoz del Quinteto Contrapunto y este festín de Brahms en homenaje a sí mismo.

Gracia desconcertante, le he visto durante todos estos años que ahora enredo y deseo apretar servir a la belleza, al sonido, a la creación misma, disfrazada de austríaca o de lavandera cumanesa, al fin y al cabo, instancias de un mismo rango humano. Más que una mezzosoprano, mucho más que una mezzosoprano, Dios nos guarde de semejante definición, el rango vocal de Morella no puede medirse en términos de extensión instrumental o de simple pentagrama, sino en grados de humanidad, en uso de arte, en el reto de una voz que logró nada menos que parecerse a ella misma, y asumirse a partir de una acera de barrio bajo mediciones de temperatura, latitudes, paralelos y sistemas sociales. ¿Sería otra cosa cantar, que no hablar de lo que nos sucede? ¿Voz y biografía no pertenecen a la misma persona?

Así pues, he aprendido a reconocer en Morella una opinión convertida en sonido. La he visto ingresar a su espacio, apoyar su mano izquierda en un piano, y asentir, de acuerdo con el código casi ancestral de los acompañantes. Lo que allí se ha iniciado fue siempre homenaje, siempre Brahms, siempre Schubert, siempre la voz rota de Antonio Estévez. Una mujer decidida a convencernos, no de ella, sino de su amor por la implacable belleza. Todo gran intérprete termina por convertirse en resonancia. Todo gran canto arrastra una experiencia. El mediocre carece de memoria y apenas suena.

Pedro León Zapata, nuestro común amigo, ha decidido por natural derecho de persona y junto a otros artistas solidarios del entusiasmo establecer que estas Navidades, olvidando escandinavos, escarchas mestizas y patéticos Santa Claus, se conviertan en un homenaje de la ciudad de Caracas, recientemente bombardeada, a nuestra amada Morella, mediante quienes aquí vivimos tenemos una singular oportunidad de explicarnos. Cierta dolencia transitoria así lo demanda, pero, felizmente, no desempeña sino el papel de una excusa. Mucho más es lo que Morella Muñoz nos ha dado. La alegría de sabernos acompañados por su arte, o lo que es igual, una extraordinaria razón de sentirnos contemporáneos, buena gente de lo bello.

Es esta, mi última columna del año y la sensibilidad de Zapata me hace enredarla a una alegría.

Querida Morella, en nombre de Diego y de Isabel, que Brahms continúe en nuestras vidas.


*Publicado originalmente en el Diario de Caracas el 20 de diciembre de 1992.


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