OCTAVIO PAZ (1914-1998), RTVE.ES

Por DAVID NORIA

En octubre de 1536 Carlos V tomaba la ciudad de Aix-en-Provence. A diferencia de los marselleses, los habitantes de Aix se apresuraron a nombrarlo rey de Arles y conde de Provenza. Carlos V era entonces el césar del Sacro Imperio Romano Germánico, que iba desde la Nueva España en las Indias hasta Alemania, Italia, España naturalmente y, como hemos visto, esta Provenza del Mediodía francés. La historia es conocida. Francisco I reconquistó Aix, llamándola ciudad de traidores.

Si traigo a cuento esta anécdota es para que no nos sorprendamos de que en esta ciudad se albergue el festival que estamos celebrando: de cierta manera nos encontramos en “dominio hispánico”, como dirían Valery Larbaud o nuestro amigo Diego Valverde. Por lo demás, la proveniencia de los escritores aquí reunidos (España, Venezuela, Perú, Bolivia, Cuba, Colombia y México) nos recuerda el tiempo en que la hispanidad, entonces a la cabeza de Occidente, era un ensamble unificado de territorios, mucho antes del origen de las naciones tales como las conocemos desde el siglo XIX. Incluso hoy —y acaso más que nunca— la hispanidad es un dominio plural pero entrelazado, a los dos lados del Atlántico. Si la hispanidad fuera un cuerpo, diríamos que tiene un pie en Europa y el torso en América.

Pero ahora, en vez de balbucir algunos lugares comunes sobre el peso de la lengua española en el mundo o sobre la importancia de su literatura —cosas harto conocidas de todos—, quisiera señalar brevemente un cierto número de características de esta civilización que, como decía Carlos Fuentes, habla, sueña, calla, come y hace el amor en español.

En primer lugar, se trata de pueblos que no han renunciado todavía su historia. Por su propia composición muy variada y rica en experiencia humana, los países hispánicos privilegian el estudio, el conocimiento, la crítica y la recuperación de la historia, con miras a tener no solamente una idea propia del porvenir, sino también un presente digno de una aventura humana a gran escala. Mientras la modernidad distribuye, vende e impone la amnesia y la resignación generalizadas; la banalidad de conceptos tales como el éxito y la eficacia, es decir, el aplanamiento de la vida en nombre de la novedad, el confort y la ganancia egoísta, nuestros países desafían esta visión, esta carrera desenfrenada a ningún lugar, y responden de una manera mucho más sabia: no se debe hacer tabula rasa del pasado; no se deben despreciar las realidades que, en primera instancia, podrían parecernos extrañas, extranjeras, atrasadas. Nosotros sabemos muy bien que las ideas pasan, que los imperios acaban, que las costumbres cambian. Y esta época, a veces tan altiva como para considerarse el culmen de la civilización, la justicia y la sabiduría, no será la excepción. La cultura hispánica ha aprendido —no sin dolor— a conciliar más que a separar; a escuchar, más que a dictar; a comprender, más que a juzgar. De paso quisiera hacerles notar un signo de salud de los hispánicos: todavía somos capaces de admirar otras culturas. No estamos carcomidos por el rencor ni por la envidia. Cuando regresamos de un viaje preferimos hacer el elogio de los otros pueblos, en vez de burlarnos de ellos. Otro signo de salud: no nos avergüenza decir “no sé”. Lo que nos parece vergonzoso es no interesarnos. Hay países que han desdibujado los contenidos literarios, artísticos e históricos de los programas de estudio, en lugar de incentivar una sed de conocimiento más allá del ombligo de una supuesta superioridad; en lugar, en fin, de favorecer una verdadera apertura de espíritu que supere las buenas intenciones de la ideología de masas, desgraciadamente difundida por las universidades.

En el mundo hispánico estamos en una posición privilegiada de la historia que nos previene contra la vanidad de toda ambición de dominación, sea material o espiritual. Cuidado con aquellos que, en nombre de lo hispano quieren revivir antiguas quimeras, atizando temores y cerrando ventanas al llamado de una rebelión para tomar de nuevo un delirante “poder global”. En nuestra propia historia conocemos bastante bien el fracaso que espera a toda empresa de esta índole. Pueblos que han sufrido de sus errores y de los errores de los demás terminan, si no son necios, por el desengaño y el escepticismo, cualidades que no anulan un hondo y sereno optimismo del que también somos herederos. Por otro lado, la mezcla profunda de la que han salido nuestras naciones nos previene contra la tentación de una hegemonía de unos contra otros. Mucho nos ha costado aprender a respetar la alteridad como para que círculos enrarecidos, todavía con aires de sacristía, perpetúen prejuicios seculares.

Por lo que toca a la cultura, a pesar del yugo de los medios masivos, continuamos desarrollando nuestras tradiciones literarias, poéticas, artísticas y de reflexión, frecuentemente de manera artesanal, casi en silencio, pero con una vivacidad inaudita en otros confines. No debe olvidarse que en nuestros países existen todavía tradiciones populares, que difícilmente se encuentran en otros ámbitos lingüísticos y culturales. Es precisamente esta vivacidad artística la que ha ganado la simpatía de mucha gente en el mundo para la causa de la hispanidad noble, desinteresada. Simpatía: vemos claramente hasta qué punto la lengua española y sus manifestaciones atraen las buenas voluntades de la juventud internacional. Es la lengua del futuro, pero un futuro que soñamos más humano, menos arrogante; también menos llano y desabrido.

Para terminar, quisiera recordar otra anécdota, ésta última mucho más reciente. En 1988 la Feria del Libro de Aix-en-Provence estuvo dedicada a Octavio Paz. Desde este mismo lugar, en el que ahora pronuncio estas palabras, Paz subrayaba la complejidad de la aventura humana llevada a cabo por la hispanidad: de esta complejidad nace la necesidad del diálogo. He aquí lo que puede ofrecer la hispanidad: contra las simplificaciones y los monólogos, las visiones maniqueas, nosotros hemos aprendido a considerar las diferentes caras de la realidad —incluso las invisibles, incluso las ocultas—, tanto como a escuchar a los otros, incluidos los muertos —como quería Quevedo— y a los que aún no nacen. No encontrarán entre nosotros ningún sentimiento de suficiencia ni superioridad, sino un espíritu dispuesto al entendimiento, a la pasión por lo que es bello y bueno, y a esta condición necesaria para sobrepasar las mezquindades y pequeñeces: la compasión.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!