Mérida
Estado Merida / José Rodríguez / Colección Archivo El Nacional

Por ANTONIO GARCÍA PONCE

Quien no conozca Mérida, sobre todo si es extranjero, se sorprenderá al notar que varias normas de lo que es merideño no cuadra con lo que es venezolano, y probablemente no tendrán vida normal y prolongada, como la tienen su vasta y bien preparada intelectualidad, su universidad. Estamos en los años 70 y 80 del siglo XX. Veamos:

El aeropuerto: un aeropuerto tiene siempre una imagen convencional. El de Mérida, no. Está ubicado casi en el centro de la ciudad, como si el de Caracas lo estuviera entre las esquinas de Conde y Carmelitas. Su estructura desorienta porque su techo es de tejas, sus cielorrasos están provistos de vigas de madera lustrosa, tiene paredes encaladas, jardines con calas, cayenas y rosas; y bancos entre arbustos y grama que invitan a sentarse para admirar el paisaje. Sus locales y taquillas para comprar algo o adquirir el boarding pass no tienen divisiones rígidas y por ahí circulan pasajeros y simples vecinos para conversar, encontrarse con caras amigas o disfrutar de la tranquilidad de la tarde. Pareciera todo un centro comercial en pequeño. Solo el estruendo de las turbinas de los DC-9 y Boing 727 rompen el silencio de las pistas que parecieran un campo de fútbol.

La nieve: el viajero que llega a Mérida puede disfrutar de la nieve y los vientos helados si sube al pico Espejo de la Sierra Nevada por medio del Teleférico que parte de la ciudad. Sus panegiristas dicen que es único en el mundo por su longitud (12,5 km.) y por remontarse a la mayor altura (4.765 m. sobre el nivel del mar). Quien llega hasta la última estación y baja de la cabina puede caminar, correr, esquiar, comprar souvenirs. El cielo que se ve es de una negrura impresionante, da vértigo, al haber pasado por abismos, lagunas congeladas, glaciales y, a lo lejos, otear picos altísimos con sus crestas blanquísimas.

Tres viejos memorables: difícil encontrar en un estado dos ancianos que de manera autodidacta han merecido el reconocimiento nacional. Uno es Juan Félix Sánchez, nacido en el 1900, agricultor, arquitecto, juez, político y narrador venezolano. Construyó la capilla del Tisure, cerca de San Rafael de Mucuchíes, admirada en el primer museo de Caracas. El otro es Luís Zambrano Molina, nacido en 1901. Con su propio saber, aprovechando caídas de agua y confeccionando sus propios instrumentos y turbinas suministró luz eléctrica a varias poblaciones merideñas antes de que la tuvieran ciudades capitales como San Cristóbal y Maracaibo. Y el tercero es Cristóbal Sánchez, cuya vida sirvió para que el uruguayo Germán Weitestein escribiera el libro La vida es una historia.

Las Muditas: vecinas de La Mucuy Baja, sufren una enfermedad congénita que las ha hecho sordomudas. Toda su familia trabaja con madera y con cerámica. María Edicta trabaja haciendo cuadros de cerámica y con madera. Elda Lacruz es tallista y sus hijos, María Antonia y Eladio Lacruz, también. Elodia Lacruz es ceramista, igual que Enrique y Gerardo.

Marc de Civrieux: llega al país, tiene 20 años de edad y en 1939 ingresó en la Universidad Central de Venezuela a estudiar Geología. En 1945 se graduó de ingeniero Magna cum laude y entró a trabajar en la Creole Petroleum Corporation. En 1950 viaja a las fuentes del Orinoco. Arriba al campamento de la sabana de La Esmeralda, con la Expedición Franco-Venezolana a las Fuentes del Orinoco. Aquí, Civrieux revela el rico universo de los Yekuana o Maquiritares. Después de muchos viajes, es docente de la Universidad de Oriente en Ciudad Bolívar y en 1967 pasa al Instituto Oceanográfico en Cumaná. Al jubilarse en 1985, se casa con Gisela Barrios, quien mantiene su gran biblioteca de más de 10.00 volúmenes en La Mucuy. A su muerte, el 17 de abril de 2003, dejó varios manuscritos inéditos y la editorial Monte Ávila publica varias de sus obras, entre las cuales destaca El hombre silvestre ante la naturaleza.

El oso frontino: antes de entrar a la ciudad, viniendo por tierra desde Tabay, se toma una carretera angosta de doble vía que nos lleva a Valle Grande y de allí subiendo más hasta el páramo de La Culata. En sus alrededores es posible toparse con un raro plantígrado, el oso frontino, aunque al parecer su población ha venido disminuyendo. Se calcula en alrededor de 1.500 ejemplares los sobrevivientes, en lugares de bosques verdes, nublados y páramos.

El calentao: es una bebida conocida en Mérida desde tiempos inmemoriales como vigorizante en las faenas del campo bajo frío. Se prepara mezclando un litro de aguardiente y seis cucharadas de miel con infinidad e hierbas, tales como salvia, menta, poleo del páramo, chuchuguasa, díctamo real, viravira, quina, bejuco, palo de arco, nuez moscada, manzanilla, hinojo, guayabita, canela, pimienta negra, anís, clavos de olor. Se guarda bien tapado en un envase de vidrio por dos semanas para que se macere convenientemente.


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