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Óscar Rodríguez Ortiz (Serie Des-Coloridos, 2018) / Vasco Szinetar ©

Por MIGUEL GOMES

Siempre pensé que las iniciales del nombre Óscar Rodríguez Ortiz, por un azar calculado, vaticinaban lo que su tesonera labor iba a representar para los círculos letrados venezolanos. Su paulatino aislamiento y relativo silencio tras el asalto de que fueron víctimas las instituciones del país durante la “revolución cultural” –o lo que haya sido–, nos dejaron –eso sí es totalmente seguro– mucho más pobres. La época de oro de la Biblioteca Ayacucho y otros proyectos editoriales de las postrimerías del siglo XX no puede disociarse de la sensibilidad artística o la inteligencia de Rodríguez Ortiz. Uso la disyuntiva porque en su persona era difícil deslindar lo que pertenecía a los dominios de la intuición y del albedrío: no se trataba para él de reinos en disputa. Eso hubiese estado lejos de su bonhomía, su discreción, su mesura.

Con el deseo de que no quede bárbaramente sepultada en nuestra tendencia al olvido, sopesar la herencia de este autor resulta urgente. Llevo casi tres décadas citándolo en mis trabajos críticos y destacando todo lo que le debemos. No puedo menos que reiterar ciertas ideas, pero intentaré esbozar algunas adicionales.

En las tramas recientes de nuestro campo literario, lo considero una figura similar a la que en la era modernista encarnó Pedro Emilio Coll. Me refiero al plano de lo estético, puesto que discrepan en el proceder político: Rodríguez Ortiz jamás cedió a la tentación de ser cómplice de los totalitarismos. Visto en sus mejores momentos, Coll coincide con nuestro contemporáneo en haber desplegado simultáneamente sus facetas de intelectual y de artista. Ambos se consagraron a empresas de fundación y entrega entusiasta a sus prójimos, no solo porque adelantaran gestiones de divulgación cultural mientras se desempeñaban como críticos: uno y otro hicieron mucho por la consolidación del ensayo como tipo literario estable, ámbito reconocido de expresión en la sociedad literaria venezolana. Como prosistas, los une la sutileza. Si Coll se forjó una actitud que sirvió de modelo, un método de pensar y escribir que comunicaba de manera transparente –por primera vez– el ensayismo venezolano con una génesis cosmopolita montaigniana, a Rodríguez Ortiz corresponde el trazado de una historia nacional del género incitante y abierta, capaz de engendrar nuevas exploraciones. En una de nuestras conversaciones de los años noventa, me habló en privado de su fascinación por el mapamundi de Juan de la Cosa: para mí es inevitable vincular ese recuerdo personal a lo que Rodríguez Ortiz significa para el estudio del ensayo venezolano, un cartógrafo pionero, cuyos vislumbres iniciales de la totalidad nos han permitido a los más jóvenes recorrer un territorio que desde entonces sabemos verídico y habitable. Antes de él, las presuntas historias o los inventarios de lo erráticamente designado “ensayo” eran depósitos anárquicos de textos –tratados, manuales, informes, epístolas doctrinales, proclamas, reportajes, tesis o tesinas, artículos de investigación– que en común solo tenían la argumentación. Un disparate análogo sería el de confundir el chiste, el chisme, el cuento de hadas, la crónica periodística o la novela por el solo motivo de que en todas esas modalidades se narre. Rodríguez Ortiz nos hizo volver a reparar en lo que nuestros ensayistas conscientes de la tradición que arranca de Montaigne comparten: la certidumbre de lidiar con una escritura cuya especificidad radica en el compromiso con la no especificidad; una escritura mediada, asimismo, por un hablante exento de obligaciones gremiales o científicas.

Compilaciones tan lúcidas como Antología fundamental del ensayo venezolano (1983), Venezuela en seis ensayos (1985) y Ensayistas venezolanos del siglo XX (1989) no solo suponen una valiosa tarea crítico-documental, sino que constituyen, desde las periferias de lo literario, un esfuerzo por situar en las inquietudes lectoras la conducta ya plenamente ensayística de volúmenes como Tres ensayos sobre el ensayo venezolano (1989), Placebo (1990), Hacer tiempos (1995) o Los bordes de la continuidad (2006).

Especialmente las colecciones posteriores a Placebo se convierten en magníficos exponentes del que estimo rasgo primordial del Rodríguez Ortiz ensayista: la fidelidad a un estilo. Una voluntad expresiva donde las distonías –cruces frecuentes, humorísticos, de lo coloquial y de la cogitación grave, erudita– van de la mano con una subordinación de los conceptos al lenguaje connotativo. Con respecto a lo primero, los giros del habla cimientan una complicidad reacia al hieratismo letrado. Cuando el ensayista dialoga con su lector, fraternizan en sus dudas o adhesiones: “que si 1936, que si 1945, que si los años cincuenta con sus autopistas o rascacielos”; “un asunto que suele ser un avispero entre nosotros” –esas estratégicas inflexiones orales, que tomo de Los bordes de la continuidad tras un somero vistazo, rompen con la solemnidad de disquisiciones apolíneas; arraigan la escritura en un registro afectuoso que nos permite interactuar con un personaje palpable y humano–. Con respecto a lo segundo, el imperio de la connotación, en Placebo, sobre todo, se definió con vigor esta inclinación que venía manifestándose esporádicamente en su labor crítica. El efecto de su desarrollo insinúa lo culterano, lo barroco. Nada cuesta atisbar, no obstante, una profunda coherencia. Ello se observa, por ejemplo, en los neologismos o el empleo ideolectal de palabras preexistentes: en vez de “imaginación” o “imaginería” el adjetivo “imaginario” se sustantiva para definir el sistema de tropos y preferencias de un individuo o una época –tal sería el propósito común de la mayoría de las piezas de Placebo y, hasta cierto punto, con énfasis en lo nacional, de Hacer tiempos y Los bordes de la continuidad–; lo mismo es posible afirmar de vocablos como “misereado” o “figuración”, en los cuales el hablante se deleita. Las palabras-clave de Rodríguez Ortiz son importantísimos núcleos conceptuales, indicadores de una postura estética, no racional –delatan lo que lingüistas como Uriel Weinreich llaman “apego emotivo”–. Son nociones pero, en igual medida, imágenes.

Justamente porque con Placebo se hizo notorio que el costado creador de Rodríguez Ortiz empezaba a absorberlo, recordaré en lo que resta de esta semblanza, con el detalle debido, la única incursión que hizo pública en los dominios de la narrativa. Al menos la única de la que me he enterado. Las circunstancias editoriales, además, hacen que sea una vertiente marginada en su legado, por dos motivos: uno, el haber padecido hasta ahora de una deplorable distribución, mal general de la industria venezolana del libro; otro, que el autor, al estrenarse como novelista, no traicionase su modestia implacable, tan ajena a lo que el mercado les exige hoy en día a los cultivadores del género: el vedetismo, la sobreexposición “massmediática”, el liarse cotidianamente en la Red. Con el seudónimo de Maurice Lambert y en el sello Alfadil apareció en 1990 Horno Sapiens, obra que a mi ver enriqueció notablemente el repertorio de asuntos y técnicas de la prosa de ficción venezolana, pero en torno a la cual ha escaseado la crítica.

En sus páginas los dilemas que plantea para el escritor su experiencia como lector –podríamos hablar de intertextualidad– se suman a la práctica irónica de recursos formales característicos del post-Boom y el auge en el mundo hispánico de lo que circulaba con el marbete de “literatura erótica”. El estímulo ofrecido por el Vargas Llosa del Elogio de la madrastra (1988) debió de haber sido crucial para Rodríguez Ortiz, pues otras muestras narrativas semejantes, publicadas incluso en Venezuela, rezumaban sensacionalismo y torpeza elocutiva.

Horno Sapiens tiene la virtud de conciliar lo que algunos juzgan escabroso con una imagen libresca del mundo que impide atribuir el quehacer fabulador a la sed de escándalo. Ni provocación pura ni manierismo: las atmósferas lúdicas y misteriosas emancipan esta breve novela –acaso noveleta, si precisamos el género– tanto del experimentalismo como de la esclavitud a las normas de las grandes editoriales. Relato de formación –perversa, ambivalente– de un huérfano adoptado por sus parientes más cercanos e introducido por ellos en el universo de la sexualidad, pero también meditación sobre los lazos de la vivencia erótica y la verbal o artística, Horno Sapiens amalgama un discurso en primera persona y citas de autores múltiples, “aprovechamientos deliberados”, según explica la nota final, que acaban textualizando las aventuras incestuosas, voyerísticas, onanistas en las que directa o indirectamente se ve involucrado el protagonista, quien, de paso, se entrega a la lectura del Magallanes de Stefan Zweig y se adentra en las tormentas que hacían bambolear las naves del explorador en el fin del mundo. Destinos paralelos, el estrecho peligroso con que da el narrador es la experiencia corporal, en la que el placer surge a ras del temor. Algo afín puede aseverarse del modo en que texto propio y ajeno se juntan. El libro –erotismo del decir– se concentra en esas fusiones, fortalecidas por la índole sospechosa de Maurice Lambert, declarado “francés” y “nacido en la primera década del siglo” en la nota de contracubierta, sin que lo anterior disipe los ecos de nombres familiares. Están el de Maurice Blanchot, autor que hizo mella en los gustos de Rodríguez Ortiz; el de un personaje memorable de Balzac, Louis Lambert, que en vísperas de su boda casi se castra, preparando lo que luego sería una vida de pasión mística y deterioro mental; y, por supuesto, el añadido de que el traductor al español de Maurice Lambert haya sido “José María Valleverde”, nombre que remite al insoslayable José María Valverde. En síntesis, consustanciado con lo erótico, lo literario depara enfrentamientos dolorosos y rendiciones placenteras: una lucha con la alteridad que preludia su gozosa aceptación.

Aunque mucho se le parezca, ese fervor intertextual lejos está del pastiche típico de la literatura que en inglés se denomina postmodernist, donde no se verifica una búsqueda tan acentuada de dirección, de conocimiento. La quiebra “posmoderna” del sentido de la historia implica una concepción de la existencia como vida al garete, suspendida sobre el vacío o, como afirmó Octavio Paz, articulada “con el lenguaje de nadie”, pues “la pluralidad de estilos equivale a la ausencia de estilo” (Convergencias, Seix Barral, 1991, p. 149). En el pastiche elaborado por Rodríguez Ortiz hay varias propuestas descifrables que, sin embargo, no se formulan como dogma o prédica, sino que transitan por los oblicuos senderos de lo simbólico: el Eros y la creación verbal concurren; un texto es engendrado por muchos otros, es el fruto de uniones amorosas. En toda manifestación artística la cita, la paráfrasis o la traducción que rinden homenaje actúan como cópula, formas de reproducirse de especies ansiosas de perdurar en el tiempo. A esa fugaz eternidad aspira también Horno Sapiens. Y nuestra relectura puede, en cierta manera, otorgársela.

Echo una ojeada a los renglones precedentes y compruebo haber escrito que su noveleta fue “la única incursión que hizo pública” Rodríguez Ortiz en los dominios de la narrativa. El silencio a veces oculta tesoros: las letras venezolanas serían afortunadas si ese fuese el caso y diéramos con inéditos.


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