Eugenio Montejo | Vasco Szinetar

Por MARCELO PELLEGRINI 

I

Perteneciente a la generación de 1958, el poeta Eugenio Montejo (1938-2008) destacó, como dijo Francisco Rivera, por una poesía cuyo deseo es “cantarle a la tierra”, inscribiéndose, también, “en la tradición de la poesía cósmica de origen nietzscheano”. “Cósmica” es un vocablo certero para definir la teoría montejiana de la poesía: su reino es el de las correspondencias del mundo (los humanos, los animales, los árboles) con los astros, idea que cristaliza para él en la consideración de la naturaleza como fuente del poema, noción que entre nosotros está presente al menos desde José Martí. Para Montejo la naturaleza no es sólo lo bello o lo sublime, sino un orden, un sistema que el poeta tiene que “anotar”, aunque a veces no sepa cómo hacerlo. Así, por ejemplo, en “Los árboles”, cuando el hablante señala que “Es difícil llenar un breve libro / con pensamientos de árboles”, para luego, ya camino a casa, escuchar el canto de un tordo en cuya voz “hablaba un árbol” y concluir, sin tristeza ni desolación, sino con sabio reconocimiento, que no sabe cómo proceder: “no sé qué hacer con ese grito, / no sé cómo anotarlo” (121). La observación de Rivera se complementa con la de Guillermo Sucre, quien señaló que en Montejo hay una “nostalgia de lo cósmico e inmemorial” transida de una reflexión sobre “la desacralización del presente”.

Todo lo anterior se resume en el título del cuarto libro de poemas de Montejo: Terredad (1978). Este neologismo, hecho de una derivación nominal que indica cualidad o estado, es un verdadero concepto para el poeta; por sobre todo, es un descubrimiento lingüístico que sintetiza muy bien su poética cósmica. En el prólogo al primer volumen de la Obra completa, que reúne toda la producción poética de Montejo, salvo la heterónima, Antonio López Ortega y Miguel Gomes (editores de todo el proyecto junto a Graciela Yáñez Vicentini) ofrecen una reflexión muy pertinente al respecto: “Terredad nos habla (…) de la condición del ser terrestre, habitante de un planeta; nos habla de los elementos que nos contienen: aire, agua, luz, fuego; nos habla también del campo anímico: sentimientos, nostalgia, flaquezas”. Especialmente, se agrega, nos habla de “la condición de la existencia como una cornucopia en la que todo coincide” (18-19). El poema que le da título a ese libro lo señala con claridad: “Estar aquí en la tierra: no más lejos / que un árbol, no más inexplicables; / livianos en otoño, henchidos en verano, / con lo que somos o no somos (…)” (165). El verbo “habitar”, de esta manera, se vuelve en Montejo una acción mucho más compleja y sutil.

El libro permite realizar un recorrido total por esa forma de habitar el mundo que Eugenio Montejo diseñó en sus diez libros de poesía. ¿Cómo caracterizarla sin ser reduccionistas? Me aventuro a decir que la poesía de Montejo es una gran elegía; de hecho, el título de su primer libro, Élegos (1967), es el sustantivo griego del que deriva esa palabra. En Montejo, sin embargo, no estamos ante una simple lamentación de lo perdido, sino ante el pausado recuerdo de una antigua presencia (parientes, amigos, una casa, un mito) que se desvaneció. No hay queja aquí, sino reflexión profunda. La nostalgia en esta obra no abisma ni destruye: resignifica lo perdido por obra de la imaginación. A veces, lo perdido es la expresión de un deseo, como en el poema “Islandia”, del libro Algunas palabras (1976), en donde la nostalgia de ese lugar del mundo es constatación de algo que nunca sucederá en la realidad pero sí en el ámbito del espíritu: “Nunca iré a Islandia (…) Voy a plegar el mapa para acercarla. / Voy a cubrir sus fiordos con bosques de palmeras” (135).

Si bien es cierto que la distancia crítica con respecto al mundo moderno y su adoración irracional por el progreso siempre estuvo presente en esta obra, creo que es a partir de Adiós al siglo XX (1992) que su actitud al respecto es más intensa. El hablante se vuelve más ensimismado, como en el poema “Un astro”, donde la voz reconoce que la luz que ilumina lo real es el fuego que lo consume: “Eres tu vela, / eres tu propia vela; / aquí de cerca, un hombre, / a lo lejos un astro” (310). La intensidad de la desolación se hace más evidente a medida que avanzamos por sus tres últimos libros; hay una vuelta a la notación de la naturaleza, como en Partitura de la cigarra (1999), donde dice: “En vano intento que escritas en mis versos / las palabras no riñan unas con otras” (333); una exploración del erotismo en Papiros amorosos (2002), donde declara que “un solo amor puede salvarlo todo” (412); y una sobre el paso del tiempo, que vemos en los versos “Me envejeció la tierra gravitando / en torno al sol que es su pretexto y su paisaje” (428) de Fábula del escriba (2006). La terredad montejiana, sin abandonar las resonancias del universo en el poema, se vuelve, así, una meditación sobre el fin de la vida: “Ya en tus ojos de vidrio cae la sombra, / ya no nos queda barco ni horizonte, / sólo este viento, el mar y el desamparo” (479).

II

El segundo volumen de la Obra completa de Montejo reúne lo que los editores llaman “ensayo y géneros afines”. Además de los libros La ventana oblicua (1974) y El taller blanco (1983, con edición ampliada en 1996), nuestro poeta escribió numerosos ensayos (y sus “géneros afines”: fragmentos de carácter lírico/filosófico, prólogos, reseñas, discursos, presentaciones de libros) hasta ahora no recopilados en volumen. El resultado es sorprendente y aleccionador: las poco más de mil páginas del libro testimonian con rotundidad que la escritura en ese género no fue en absoluto una pasión momentánea para nuestro autor. El ensayismo de Montejo muestra de forma elocuente las marcas de una modernidad literaria que le permitió ejercer la crítica del mundo y la crítica de la vida, teniendo siempre como centro la preocupación por la poesía y su irradiación hacia y desde otras artes y disciplinas, como la pintura, la escultura, la arquitectura, la historia e, incluso, la psicología. Todo se relaciona en esta prosa; todos los ámbitos que toca se transfiguran en una entidad creada por un lenguaje que combina sabiamente lo sensorial y lo intelectual, logrando un equilibrio y armonía que no hay más remedio que llamar clásicos. Esa imantación relacionante podríamos describirla como una especie de sinestesia, si se me permite el libre uso de ese vocablo. Podríamos, incluso, afirmar que la prosa ensayística de Montejo opera bajo el principio de sinestesia. No me refiero a esa palabra en su acepción biológica o psicológica estricta, sino más bien pienso en su significado retórico: la unión de dos imágenes procedentes de diferentes dominios sensoriales. En Montejo, esa unión puede ser también la de artes o disciplinas distintas.

Un buen ejemplo de lo que digo lo hallamos en ese notable ensayo que es “Un recuerdo de Jean Cassou”, que cierra el libro La ventana oblicua. Montejo evoca al maestro francés en sus clases de la Sorbona, a las que asistió cuando vivía en París junto a otros anónimos jóvenes latinoamericanos que iban a escucharlo y se unían a sus estudiantes franceses. El poeta recuerda la claridad de las exposiciones de Cassou; al señalar que su hondo pensamiento tiende al aforismo, Montejo afirma algo que podría ser con toda propiedad una anotación de su heterónimo Blas Coll: “El aforismo es la forma más concreta del silencio”. Pero esa claridad va más allá y se transforma en luminosidad; eso le permite a Montejo pasar a la pintura de Velázquez para entender al maestro francés, quien tenía, por lo demás, profundas raíces hispánicas. A lo que agrega:

Ahora mi evocación puede gravitar hacia otra luz, la de Velázquez. Sí, Velázquez me ayuda a componer esa aproximación espiritual con la que Jean Cassou revive en su propia claridad lo que Gracián llamó “arte de ingenio” (188).

Adelantándose a la posible extrañeza del lector, quien quizás ve esa conexión como algo lejano, Montejo insiste con un “sí”, reafirmando que, en efecto, por vía del lado español de Cassou, evoca al autor de Las meninas para poder comprender mejor su luz verbal. Dos ámbitos distintos de la sensibilidad intelectual, unidos por la evocación en el tiempo, con la que precisamente termina ese ensayo al imaginar a los otros discípulos de esas jornadas que “ya dispersos por sus amadas geografías, deban a alguna de esas tardes, como yo, un poco de esa juventud que hace tan secreto el reposo de las piedras” (190).

Esas piedras seguirán presentes en la prosa de Montejo de diversas maneras. Así por ejemplo en “Las piedras de Lisboa” (de El taller blanco) en donde el reposo de esa materia mineral que decora con arabescos las calles y veredas de la ciudad le otorga a la urbe su eternidad entrañable, su juventud tan antigua; o en el ensayo “El taller blanco”, en donde la masa de los panes que reposan como peces en la noche esperando ser horneados le recuerdan al poeta la parábola cristiana de las piedras transformadas en pan. Y las sinestesias siguen extendiéndose en el espacio montejiano: el blanco de la harina que bañaba la panadería de su padre, donde el poeta aprendió secretamente su oficio, será para él un adelanto de la nieve que tanto ama. Él evocará esos momentos míticos años después, cuando se encuentre en París mirando nevar sobre la ciudad luz; precisamente porque ya había experimentado en su infancia un ámbito inundado de una materia del mismo sagrado color, dice al ver por primera vez la nieve que “no mostré el asombro del hombre de los trópicos”, porque “a esa vieja amiga ya la conocía” (314).

Además de ver reunidos los ensayos de Montejo (algo que ya es importante en sí mismo), este libro contiene varios tesoros para sus lectores, tanto los de hoy como los futuros. Es el caso de “Textos para una meditación sobre lo poético”, de 1966. Ahí, un joven Eugenio Montejo, en breves párrafos que recuerdan mucho a las “Recapitulaciones” que Octavio Paz escribía por esos mismos años (aparecidas luego en su libro Corriente alterna) reflexiona sobre la naturaleza del poema, en un ejercicio autoconsciente revelador de una temprana madurez artística. Fue el poeta mexicano, precisamente en su libro recién citado, quien dijo que “el poeta nombra a las palabras más que a los objetos que éstas designan”; en un eco que muestra correspondencias profundas, Montejo escribe en sus meditaciones que “la palabra árbol viste para nuestros sentidos la cosa árbol y, en algunos momentos, por imbricaciones del texto (…) dista tanto que ya no conserva sino una muy remota correspondencia con su significante”, para agregar que “el poema no cosecha los frutos del árbol, sino de la palabra árbol” (431). Coincidencias y resonancias que estaban en el espíritu de la época, reconfirmadas, por cierto, en las lecturas que Montejo hizo desde muy joven de la obra de Paz “con lápiz en mano”, como él mismo lo confiesa (829) y que adquirieron una dimensión todavía más grande décadas más tarde, cuando recibió el Premio Octavio Paz de poesía y ensayo. Pero al poeta mexicano se le une en ese fragmento otra figura emblemática, quizá más secreta pero no menos significativa; cuando nuestro autor dice que a veces la palabra llega a decir algo “a través de sus gravitaciones gráficas” de las que el poeta es su “celador” pienso en ese temprano maestro continental que fue Simón Rodríguez, a quien Montejo, en un ensayo de El taller blanco califica como “el tipógrafo de nuestra utopía” por haber creado un espacio poético basado en “las posibilidades sintácticas y gráfico-visuales” (266).

Muchas revelaciones trae el segundo volumen de la Obra completa de Eugenio Montejo; pasarán los años y la lectura reincidente de estos ensayos nos mostrará otras, o las mismas bajo una luz distinta. Qué significativo me parece que el último texto de este libro, de apenas poco más de dos páginas dadas a conocer póstumamente, haya sido dedicado a Homero. Montejo vuelve al origen mismo de la poesía occidental para señalarnos que ella es una actividad sagrada más allá de todos los dioses, en donde lo divino está presente en los ámbitos más recónditos gracias al bálsamo de su resonancia. Ese es el “horizonte más promisorio”, como lo llamó el mismo Montejo, que nos espera a cada vuelta de página.

Eugenio Montejo: Obra Completa. Volumen I (Poesía) y Volumen II (Ensayo y géneros afines). Edición de Antonio López Ortega, Miguel Gomes y Graciela Yáñez Vicentini. Valencia: Editorial Pre-Textos, 2021 / 2022.


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