Luis Pérez Oramas / Vasco Szinetar©

Por LUIS PÉREZ ORAMAS

En la primera entrega del Papel Literario dedicado a la Pobre Venezuela Pobre pude leer las respuestas que el Dr. Arnaldo José Gabaldón le ofreció al cuestionario incisivo de Nelson Rivera. Convidado a responder esas mismas preguntas, tuve entonces la impresión de que no había nada que añadir, salvo compartir el estremecimiento ante la terrorífica sospecha de que Venezuela haya sido reducida de nuevo a un caos originario —que nos hayamos arrastrado, a fuerza de tanto retórico fundamentalismo, hasta el humillante pantano que antecede a toda forma de país, al barro sucio del cual pueden, o no, nacer las naciones— y que, como sucedió tras la Independencia, debamos pagar —no nosotros, que estaremos ya fuera de este mundo, sino los que han venido luego— el precio centenario de una dolorosa reconstrucción, cuyo saldo menos trágico —porque nada se compara con la tragedia que sufren hoy las personas concretas— será perder un siglo entero sin otra razón que el mal encarnado, en acciones y omisiones, por quienes nos han gobernado durante estos últimos 20 años. Al menos, podemos decir, los 70 años de dolor y ausencia de un país para todos que siguieron a la Independencia tenían una razón —si simbólica, al menos resonante—: esa misma Independencia como una desnuda e incipiente posibilidad.

Pero hoy, ¿qué tenemos? ¿Puede alguien decir, sin pudor o sin vergüenza, sin violencia inusitada, que la “revolución” —ese cadáver putrefacto, ese esperpento— justifica este dolor?

Y sin embargo yo quiero creer que es posible decir algo, pronunciar una palabra —si no esperanzadora, al menos cargada de insipiencia— sobre el estado de nuestra pobreza. La única forma de optimismo que encuentro, como venezolano, en los tiempos presentes, procede de esta pregunta: ¿Y qué hay más allá de la pobreza? ¿Qué nos deja la pobreza?

Me gustaría comenzar recordando dos evidencias que a estas alturas todos deberíamos tener muy claras: a la desorientante, perniciosa, confusión colectiva y epocal que cometimos los venezolanos cuando identificamos riqueza con abundancia para construir el mito fantasmático de nuestra opulencia nacional —la ideología de la Venezuela, país rico— le proyectamos otra ecuación a dos términos, cada uno de ellos equivalente con aquellos, según la cual la abundancia habría sido una “donación natural” —algo así como la compensación que la naturaleza nos habría ofrecido a cambio o en recompensa inesperada por nuestra victimización histórica: la abundancia natural supliendo con creces potenciales a las miserias de la historia— para que construyeramos desde esa “donación” una “promesa”; y esa promesa fue nuestro intento de ser modernos: transfigurar la abundancia natural del país en las energías sociales de una nación moderna.

Todo eso está hoy perdido. La ideología nacional ha sido, además, desventrada ante nuestros ojos, como quien abre el pellejo de un pulpo en la mesa del pescadero. Y el país es ese animal exhausto. El dolor de esa herida no la siente el país —porque los países son abstracciones colectivas, cuando no extensiones insensatas— pero sí sus habitantes, cada uno en su vida y en su tragedia personal o familiar, con excepción de los criminales que se alimentan de su sangre, y que son muchos.

La segunda constatación es más breve, pero acaso más interesante, y ciertamente promisoria: nunca fue más verdad, nunca más claro, que el liderazgo del país es desigual; que los líderes de la Venezuela creativa, intelectual, científica, artística —los sociólogos, los biólogos, los poetas, los ingenieros, los novelistas, los filósofos, los bailarines, los físicos, los actores, los médicos, los músicos, los pintores, los cineastas, los economistas, los artesanos, los arquitectos, los cocineros, los cantantes, los enfermeros, los agricultores, los fotógrafos, los toreros, los antropólogos, los periodistas, los diseñadores venezolanos del vasto país abierto que es hoy Venezuela— son, en todo, inmensamente más competentes, más informados, más cultos, más inteligentes que sus líderes políticos, incluidos aquellos llamados de “oposición”.

Esta desproporción ofrece, para mí, el único resquicio de nación que puede salvarse de la pobreza, incluso si la pobreza muerde hoy como un calambre el estómago de muchos de esos venezolanos talentosos y competentes.  Nadie espera que la clase política gobernante se aparte: habrá que vencerla como se vence a la peste. Pero al menos del liderazgo político que le hace resistencia, en donde sin duda hay hombres y mujeres honestos, valientes y competentes, podría esperarse un examen de conciencia público, un acto de contricción colectivo, un gesto de reconocimiento: el país abierto —el país ya sin fronteras por la diáspora, el país de las venas vencidas por la pobreza— le ha quedado inconmensurablemente grande. Creo que nunca hubo, en nuestra historia, como hoy, tal desproporción entre el liderazgo político y la potencia intelectual, creativa, productiva de la nación. Y sólo tendrá futuro entre nosotros la política si se despoja de sus tiesas, ajadas y arrogantes vestimentas, de su insensatez bonapartista, para hacerse —precisamente— pobre y entregarse con modestia a seguir la dirección que le indique el país del talento.

Quiero pensar que es esto lo que está más allá de nuestra pobreza. Y allí la posibilidad incierta, hoy improbable, de que Venezuela sobreviva a su tragedia presente. Ya sé lo que dirán los optimistas de oficio, contra todas las lecciones de la historia: que los países nunca mueren, que los países son su gente, etcétera. A esos aguinaldos en mala hora les respondo: el país al que me refiero es uno en el cual el vocablo “nosotros”, tal como yo lo aprendí a pronunciar desde mi infancia, tal como me lo legaron mis padres y maestros, pueda seguir teniendo sentido. Y tal cosa es, hoy, por lo menos, improbable.

¿Qué hay entonces más allá de la pobreza?

Voy a responder como quien, al uso de un instrumento menor, canta en la noche de la desolación una melodía grandiosa y ajena: imaginemos que mi voz, si pudiera, entonara un himno a la alegría en la oscuridad de las trincheras o de las cárceles, en la pesadilla de la enfermedad, en el erial del abandono, en la polvareda de las ruinas, en la punzada de la separación.

No soy nadie para dar lecciones de moral, para encarnar o anunciar ninguna trascendencia, para cuestionar la diversidad: estoy harto, hasta la náusea, de los bien pensantes, de los moralistas, de los que siempre saben lo que nos falta, de los que sin cesar juzgan. No quiero haber nacido en otro país ni en otro mundo, tampoco en otro tiempo, por mucho que deteste lo peor del presente.

En un texto reciente —esa es la melodía ajena que mi voz entona— Giorgio Agamben, a quien leo insistentemente, ha vuelto sobre los pasos de sus dos maestros, Martin Heidegger y Walter Benjamin, para intentar pensar con ellos, mejor que ellos, o más allá de ellos, el asunto de la pobreza. El escrito lleva el bello título de “Lo inapropiable” porque deambula con cierta inoculta satisfacción por los meandros franciscanos de aquel motto radical: necessitas non habet legem, la necesidad no tiene ley, que tanto incendio ha encendido sobre el mundo.

Hay dos acepciones de la pobreza, una de ellas es un oxímoron —o un sofisma— positivo que ha alimentado incontables llamados a la virtud: ser pobre es no tener necesidad de lo no-necesario. ¿Qué es, entonces, tener necesidad de lo necesario como, según las encuestas escandalosas que nos lanzan la realidad al rostro hoy en Venezuela, el 95% de nuestra población? Agamben pasa muy por alto que su maestro Heidegger construía el sofisma de la pobreza como riqueza en unos años en los que reinaba, con su anuencia tácita, el mal (nazi) en Alemania, como hoy reina el mal (chavista) en Venezuela.

Para salvar a su maestro —empresa ardua en la que el filósofo italiano se empeña desde hace años— y para salvar, junto a teólogos y religiosos de toda calaña, el sofisma de la pobreza como riqueza, Agamben echa mano de su otra gran referencia, Walter Benjamin. Sólo porque Benjamin sufrió el dolor de los campos de reclusión, sólo por haber sido Benjamin un refugiado, su autoridad moral es inconmensurablemente mayor que la de Heidegger, autor del poema filosófico del nazismo.

De los textos tempranos de Benjamin extrae Agamben lo único que me ha interesado a mí de su divagación sobre la pobreza, una segunda acepción —enigmática— del asunto: “La pobreza —dice— es la relación con un inapropiable; ser pobre significa: mantenerse en relación con un bien inapropiable”. El filósofo divaga entonces, con sorprendente inspiración, por las figuras de donación originarias: el cuerpo, la lengua, el paisaje.

Sin duda cuando hemos tocado fondo alcanzamos lo inapropiable. ¿Y qué es lo inapropiable?

Todo aquello que queda más allá de la pobreza, todo aquello que sobrevive a la pobreza.

Yo pienso en Venezuela, en ese nombre donde quiero que quepa el plural al cual he decidido pertenecer: nosotros.

Si hay aún talento, si puede decirse —amores son actos— que hay un país aún desbordado en sus talentos es porque un día, por una razón extraña que nos sobrevive y que nos compete entender, esos talentos supieron encontrar el hospedaje de un lugar y de un tiempo llamado Venezuela. Y ese lugar y ese tiempo son inapropiables.

Creo que nos corresponde, humildemente, empezar —o continuar— a descifrar lo inapropiable venezolano, lo que nos sostiene a todos en la precariedad de nuestra pluralidad —son lenguajes, son edificios, son músicas, son sabores, son obras, son poemas, son huérfanos simbólicos—.

“Sólo nos mantiene el lugar”, ha escrito Edouard Glissant. Pero el lugar requiere que otro lo cante, que otro lo escriba, que otro lo edifique, que otro lo saboree, que otro lo cultive. Sólo así tendrá, más allá de la pobreza, aún cabida entre nosotros el nosotros. Nuevamente.


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