Por ANÍBAL ROMERO

2 El desafío al orden.

“Existe un problema del mal sólo para aquellos que esperan que el mundo sea bueno”.

Bernard Williams (1).

Destaqué en la primera sección de este ensayo la modernidad de Macbeth, señalando analogías entre el clima mental del drama de Shakespeare con otras obras literarias, bastante más cercanas a nuestro tiempo. Sostuve igualmente que no es lícito llevar las similitudes demasiado lejos, pues tal procedimiento resultaría en inaceptables distorsiones. Argumenté que, para citar un ejemplo, una novela como la de Louis Ferdinand Céline Viaje al fin de la noche, publicada por primera vez en 1932, revela esclarecedoras afinidades con ese “estado de arrojado” que se asoma con fuerza en Macbeth, estado que forma parte sustancial de la condición del ser humano en la modernidad. Dos aspectos de la novela de Céline se enlazan con Macbeth: de un lado, la descripción del personaje principal del libro como una especie de marioneta, cercado por un entorno caótico y absurdo, que le separa de lo real y lo mezcla con lo imaginario. Como lo escribe en términos que poseen penetrantes ecos shakesperianos: “La vida esconde todo a los hombres. En su propio ruido no oyen nada. Se la suda”. De otro lado la constatación, que también hallamos en Macbeth, de que la existencia, más que un viaje, es “una enfermedad”, regida por el temor a estar “casi vacío”, a “no tener, en una palabra, razón seria alguna para existir”, ya que a fin de cuentas “la vida es eso, un cabo de luz que acaba en la noche” (2)

La sorprendente modernidad de Macbeth cubre ámbitos que trascienden a Céline, a Camus, a Beckett y Sartre, pues Macbeth y Lady Macbeth se empeñan en una encarnizada batalla para profanar el entorno que les rodea en lo que éste pueda tener de sagrado, sentido como límite imperioso a la pasión destructiva que impele a los protagonistas shakespeareanos a actuar. A diferencia de comentaristas que se esfuerzan por convertir Macbeth en una especie de morality tale, es decir, en una metáfora moralizante o una parábola dirigida a suscitar enseñanzas éticas, que nos muestren, en final “feliz”, que existe, según un distinguido crítico, “un orden natural de las cosas que vincula al hombre al bien que está en él” (3); a diferencia de esta idea, repito, considero que en Macbeth se teje un mensaje distinto, de acuerdo con el cual, y para enfatizarlo con los conocidos versos de la escena 5 del acto V (ya referidos en la sección 1 de este texto), “La vida es un cuento/relatado por un idiota, llena de ruido y furia/que nada significa” (4).

Las lecturas que procuran enmarcar a Macbeth en el contexto de una cosmovisión cristiana del mundo, para decirlo de manera simplificada, estructurando el drama en función del tradicional esquema que empieza con el pecado y prosigue como arrepentimiento, perdón, penitencia y redención, dejan mucho que desear. Se trata de interpretaciones que responden, a mi modo de ver, a cánones exiguos, que disminuyen la entidad literaria y filosófica del drama. Tales lecturas, que podrían quizás aplicarse con mayor acierto a otros dramas de Shakespeare, en relación específica con Macbeth acaban desfigurando su verdadera grandeza como obra literaria, mermando la intensidad vital que comunica y minimizando sus ambigüedades.

Los personajes de Céline, Beckett, Camus y Sartre están alienados, “arrojados” en la vorágine de un entorno caótico y absurdo. En este plano las analogías con Macbeth son ostensibles; pero también hay diferencias que conceden a la obra de Shakespeare una cualidad trágica particular. En las novelas de los autores modernos mencionados para ilustrar mis argumentos, no hallamos la propensión transgresora, profanadora, que emana de las actitudes de Macbeth y Lady Macbeth en momentos clave del drama. El Meursault de Camus, el Roquentin de Sartre, el Bardamu de Céline, así como las figuras de Murphy, Molloy, Malone y Watt en las novelas de Beckett, navegan en el caos y en el fondo aceptan el caos, aunque en ocasiones ofrezcan reacciones que parecen indóciles, pero no pasan de ser gestos efímeros realizados en un marco de resignación ante un destino desenfrenado. La rebelión del Meursault de Camus, que es una especie de reticencia y sospecha ante el mundo, empalidece frente al desenfreno dibujado en Macbeth. Cosa semejante ocurre con el Roquentin de Sartre. Macbeth y Lady Macbeth transmiten una energía diferente, ligada como atentado y escarnio a lo sagrado, una fuerza que profana, que transgrede, que desafía los límites con el brutal vigor de sus almas desbocadas.

Lo constatamos de manera explícita en la escena 5 del acto I, cuando Lady Macbeth comienza a incitar a su esposo a llevar a cabo el asesinato del Rey Duncan. Difícilmente encontramos en la literatura frases como las siguientes, que encierran a la vez tanta decisión e insidia: “Tú quisieras ser grande/ no te falta ambición, aunque sí el odio/que debe acompañarla/ Quisieras obtener con la virtud/todo lo que deseas… no quieres jugar sucio/aunque sí triunfar con el engaño…/¡Espíritus venid! ¡Venid a mí/ puesto que presidís los pensamientos de una muerte! ¡Arrancadme mi sexo y llenadme del todo, de pies a cabeza/ con la más espantosa crueldad! ¡Que se adense mi sangre/ que se bloqueen todas las puertas al remordimiento!/ ¡Que no vengan a mí contritos sentimientos naturales/ a perturbar mi propósito cruel, o a poner tregua a su realización!/ ¡Venid hasta mis pechos de mujer/ y transformad mi leche en hiel. Espíritus de muerte que por doquiera estáis/esencias invisibles al acecho de que la Naturaleza se destruya!/ ¡Ven, noche espesa, ven/ y ponte el humo lóbrego de los infiernos/ para que mi ávido cuchillo no vea sus heridas/ ni por el manto de tinieblas pueda el cielo asomarse/ gritando ¡basta, basta!”. Y un panorama mental semejante lo presenta Macbeth en la escena 1 del acto IV, al anunciar su intención de arrasar con todo obstáculo que amenace su continuidad en el poder, adquirido a partir del asesinato de Duncan. En esta oportunidad se trata de aniquilar la descendencia de Macduff, y proclama esto: “Pasaré por el filo de mi espada/ a su esposa, sus hijos y a los desventurados/ de su linaje”, meta que Macbeth conduce a su eficaz culminación a través de una implacable sucesión de crímenes, que sólo cesan con su muerte. (5)

El hecho de que el drama concluya con la muerte de Macbeth en combate, que Lady Macbeth cometa suicidio, acosada por lo que usualmente es visto como un insoportable remordimiento, y que en apariencia se retome al final el curso normal de los eventos, de lo que G. Wilson Knight denomina “the even tenor of human nature”, es decir, el tono uniforme, regular, estable y supuestamente balanceado de la naturaleza humana (6); éstos y otros elementos del drama son los que en alguna medida acreditan las explicaciones convencionales de Macbeth. Tales explicaciones le perciben como una alegoría de la victoria del bien sobre el mal, y de la justicia sobre las interrupciones causadas por momentáneos desvaríos, originados a su vez en la pérdida de sentido acerca de los imperativos que dicta la moral. Lo que caracteriza principalmente tales explicaciones convencionales es la meta de extraer del drama lecciones éticas, ubicadas en el esquema de la moral tradicional de raigambre cristiana. Este objetivo se comprueba no sólo en los textos de críticos literarios que asumen dicha perspectiva, sino también en estudios psicoanalíticos posteriores a Freud, en los que se asevera que el ciclo de la narración en Macbeth representa “el triunfo de la moral, la justicia y el orden social”, llevando a la audiencia a una “catarsis” a la manera de algunas tragedias griegas, restaurándose así “el orden en el reino” (7). Tal tendencia interpretativa lleva a algunos comentaristas a sostener que, en Macbeth, el orden moral es presentado como una realidad “palpable y auto-subsistente”, añadiendo de paso que aquellos espectadores (o lectores) capaces de responder adecuadamente al arte de Shakespeare “deben, de un modo u otro, convertirse en mejores seres humanos” (8).

Caben varias observaciones: en primer término, el caos en Macbeth no simboliza de manera específica el mal, sino la condición humana en su estado de “arrojada”, de desvalimiento existencial que “nada significa”. En segundo lugar, es iluso pretender que un “tono regular y balanceado” de esa naturaleza humana, que la vigencia de un “even tenor of human nature”, puede extraerse como conclusión de lo que ocurre en Macbeth, un drama precisamente marcado por el caos de las experiencias y el alucinante devenir de las acciones. En tercer lugar, ambos elementos, el caos y el desafío a un orden, van juntos en la obra; ese orden es atisbado, advertido, entrevisto, pero no aceptado; quizás tenuemente escudriñado pero nunca claramente asumido por los personajes centrales, pues se trata de un orden precario, invadido por una estremecedora fragilidad. En relación con Macbeth y Lady Macbeth, el orden moral apenas funciona como débil contraste, como referencia-límite de una experiencia vital caótica. No creo que la función de ese orden en Macbeth sea la de servir como excusa para hilvanar una parábola moralizante, que nos posibilite hacernos mejores como seres humanos, cualquiera sea el sentido que demos a esas aspiraciones.

Para esclarecer lo ya dicho, a la pregunta: ¿existe en Macbeth un orden, unas normas reconocibles, un sentido de la justicia que subyace la pesadilla y actúa como muro de contención a la implacabilidad del engranaje trágico? A esta pregunta mi respuesta es: dicho orden existe pero visto desde el desafío, y representado como un elemento adicional del caos. Lo que constato en la obra es el extravío de los protagonistas, de dos seres humanos sobrecogidos por una tormenta despiadada, unos seres que manifiestan una poderosa propensión destructiva.

Las explicaciones convencionales sobre Macbeth tienden a interpretar el drama como otra historia de traición, ambición y codicia, y ciertamente esos ingredientes están allí, jugando un papel. No sostengo que tales interpretaciones sean del todo erróneas, sino que son insuficientes; permanecen en un nivel que obstaculiza adentrarse en las enigmáticas profundidades de la obra. La argumentación según la cual las acciones de Macbeth y Lady Macbeth se explican por el vacío de sus vidas, a raíz de su incapacidad para producir descendencia, circunstancia que a su vez les empuja a deslizarse por el desfiladero que al final acaba con ellos, tal argumentación, repito, deja una especie de reseco sabor en la boca y genera un indeleble desencuentro intelectual. Sabemos que los seres humanos somos capaces de crímenes atroces, que se ejecutan en ocasiones por motivos bastante más insignificantes, baladíes y fútiles que la ambición y la codicia. Pero en lo que tiene que ver con Macbeth las motivaciones de los asesinatos son parte de una trama más amplia y compleja, el mensaje fundamental se refiere a la existencia experimentada como un caos, y no a la ambición y la voluntad de poder.

Descifrar los misterios de Macbeth, o acercarse al menos a esa difícil meta, requiere un sentido de equilibrio. Importa en esa dirección comentar planteamientos formulados por destacados comentaristas de la obra, como el gran crítico literario católico Charles Moeller, y el ya mencionado estudioso británico de Shakespeare G. Wilson Knight. Moeller comienza por afirmar, siguiendo las huellas de una interpretación convencional, que “el crimen de Macbeth se explica por una pasión muy humana: la ambición”. Seguidamente formula una distinción entre lo que llama “pecados de flaqueza” y de “fría maldad”, o en otras palabras, pecados de pasión, y por otra parte el llamado por Moeller “pecado contra el espíritu”. Este último significa “ser capaz de ver el bien, de percibir la luz divina y (sin embargo) pecar contra ella fríamente, lúcidamente”. De manera paradójica, Moeller sostiene que Macbeth peca contra el espíritu “porque le domina la pasión de poder”, y una pasión, ya había dicho antes, contrasta con la fría decisión que se mueve detrás del pecado contra el espíritu. Moeller concluye calificando el presunto pecado de Macbeth —lo califico de “presunto” pues la noción de pecado es cristiana, y requiere colocarse junto a las de culpa, remordimiento, penitencia y redención— como expresión de un “mal absoluto”, “satánico”, del “mal en sí” (9). Al calificarlo de “satánico”, debo recalcarlo, el mal empieza a salir de la esfera de lo humano y a ser ubicado en una dimensión diferente, que no forma parte de la vida experimentada como un caos.

De su lado, Knight asume el mal en Macbeth como “titánico”, “absoluto”, de “belleza satánica”. De nuevo, esta postura le conduce a afirmar que ese mal “no nace del corazón del hombre”, sino que “viene de fuera”. El resultado, otra vez, luce paradójico: por una parte se niega a Lady Macbeth la capacidad de experimentar una lucha interna, se impugna que posea la imaginación necesaria para que en su alma se den choques existenciales; a la vez, por otra parte, Knight argumenta que ese mal absoluto es “ajeno al hombre” (10). Podría entonces concluirse que si ese mal “absoluto” es ajeno al ser humano y viene de fuera, los dilemas vitales no existen sino para seres situados fuera del rango de lo humano. Considero por el contrario que interpretar a los protagonistas de Macbeth como meros seres sin imaginación, que comprueban pasivamente un mal que sólo surge desde fuera de sí mismos, equivale a desechar matices, y alejarse irreparablemente de la visión de la existencia experimentada como un caos por seres que entienden, hasta cierto punto, su condición. Cabe por consiguiente recordar la observación de Bernard Williams, que encabeza a modo de epígrafe esta sección de mi ensayo: “Existe un problema del mal sólo para aquellos que esperan que el mundo sea bueno”. El mal en Macbeth es componente esencial del caos, y si bien es razonable admitir que existen gradaciones del mal, no debemos suponer que calificarle de “absoluto”, en determinados casos, lo expulsa hacia un territorio extraño y diferente al de lo humano, a pesar de todo lo repulsivos que puedan parecernos determinados actos.

¿Tienen Macbeth y Lady Macbeth un sentido de la diferencia entre el bien y el mal? A mi modo de ver sí lo tienen, pero en medio de una bruma existencial que les ofusca y otorga a sus actos una dimensión particular, la de la vida experimentada como un caos. El clima de confusión es creado por Shakespeare a través de un combate desigual entre la fuerza de las cosas y el delirio de los espíritus, en un contexto de perturbación generalizada. La propensión dirigida a profanar, es decir, a quebrantar los límites, es también un hecho humano; y si concebimos lo sagrado, como explica Roger Caillois, como una categoría de la sensibilidad, como un ámbito prohibido, el de un tabú que circunscribe y restringe (11), podemos en consecuencia descubrir en Macbeth una especie de insurgencia contra lo sagrado, también reconocible como humana.

¿Se arrepienten de sus acciones criminales los protagonistas de Macbeth? En algunos momentos de la obra, por ejemplo, en la escena 4 del acto III, y en la magnífica escena 1 del acto V, Macbeth y su esposa se asoman al abismo de una sombría autoconciencia. Macbeth confiesa: “He ido muy lejos en el camino de la sangre”; y de su lado, Lady Macbeth experimenta las convulsiones propias de una mente enajenada, que camina hacia el suicidio: “Aún queda olor a sangre… Lo que se hizo no puede deshacerse…” (12). Sin embargo, es necesario recordar que Macbeth no se detiene, que continúa su ruta hasta morir, decidido a no rendirse ante la pesadilla que le hostiga y asedia.

En cuanto a Lady Macbeth, se desplaza desde una encarnizada e inflexible postura de violencia asesina, a una pérdida completa de ubicación vital, sin que la transición entre una y otra etapa encuentre una cabal explicación en la compleja ruta del drama. El suicidio de Lady Macbeth parece, más que un doloroso final producido por el peso de la culpa, otra incógnita pendiente, otro acertijo paseando sobre un rompecabezas. No comparto por tanto la opinión de Charles Moeller, quien en sus comentarios sobre Macbeth atribuye un “cristianismo latente” a Shakespeare (12); más bien, como procuraré mostrar en la siguiente y última sección, la saga de Macbeth culmina en el nihilismo, en una nada en la que “no sabemos lo que nos aterra/y tan sólo flotamos, sobre un mar que es feroz y violento/de un lado a otro”. (13)


NOTAS

1 B. Williams, Shame and Necessity, Berkeley: University of California Press, 1994, p. 68

2 L. F. Céline, Viaje al fin de la noche, Madrid: Edhasa, 2011, pp. 244, 138, 237, 289

3 G. Wilson Knight, “Macbeth and the Metaphysic of Evil”, The Wheel of Fire. Interpretations of Shakespearian Tragedy, London & New York: Routledge, 1995, p. 154

4 W. Shakespeare, Macbeth, Madrid: Ediciones Cátedra, 1996, p. 315 (he hecho algunos cambios a esta traducción).

5 Ibid., pp. 95-99, 245

6 G. Wilson Knight, ob. cit., p. 150

7 Véase, N. L. Keini, “Macbth. The Danger of Passion, Power and Betrayal: A Psychoanalytic Perspective”, Humanities and Social Sciences, Vol. 8, # 6, 2020, pp. 191-199

8 Véase, H. V. Jaffa, “Macbeth and the Moral Universe”, Claremont Review of Books, Vol. VIII, # 1, Winter 2007-2008.

9 Charles Moeller, Sabiduría griega y paradoja cristiana, Madrid: Ediciones Encuentro, 1999, pp. 79-85

10 G. Wilson Knight, ob. cit., pp. 141, 147, 157. Véase también, Jan Kott, Shakespeare Our Contemporary, New York & London: W. W. Norton & Co., 1974, p. 93

11 R. Caillois, El hombre y lo sagrado, México: FCE, 1996, pp. 11-15

12 Shakespeare, ob. cit., pp. 211, 291, 293

13 Ibid., p. 247


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