Luis XI (1423-1483) | Autor: Jacob de Litemont

Por ALFREDO CORONIL HARTMANN

A manera de prólogo: arquetipo de un gran político

El estudio de la trayectoria de la especie humana, absolutamente insoslayable para cualquier hombre con curiosidad cognoscitiva, especialmente si aspira a hacer Historia, está de capa caída en esta época de superficialidad y pereza intelectual, que confunde el hecho de poder encontrar información específica sobre cualquier sujeto o hecho en las redes, con enorme rapidez, con una supuesta inutilidad de la Historia como materia de estudio. Por el contrario, el conocimiento de la Historia es el que permite relacionar y comprender hechos y circunstancia, y entenderlos de manera útil y dinámica, inclusive hace posible superar alguna insuficiencia formativa o simple desconocimiento específico de algún hecho o institución porque, gracias al conocimiento del entorno espacial y temporal, con una simple deducción inteligente llegará siempre a un resultado bastante aproximado a la realidad de la cual se trate y a la comprensión de por qué esos hechos se suscitan o suscitaron en una época y lugar determinado. Y en la acción directa ayuda a prever y enfrentar o evadir exitosamente los obstáculos.

La revolución tecnológica, utilísima en el manejo de información para enfrentar exitosamente un crucigrama o responder correctamente a una pregunta puntual, no suplirá nunca el indispensable análisis y la comprensión de la dinámica que de los hechos se deriva, de sus causas, consecuencias inmediatas y proyección futura. He allí el drama que explica en buena medida el desconcierto y la ineficacia de una dirigencia mundial de muy mediocre formación y superabundante información, información hasta el hartazgo, ahítos de datos y huecos de sustancia, sin los elementos necesarios para digerirla y ordenarla. Los videos especializados, hoy superabundantes, procuran suplir el vacío dándonos versiones resumidas y comentarios destinados a hacernos entender esa dinámica que no estamos equipados para deducir por nosotros mismos.

Apasionado por la Historia, con especial énfasis en la Edad Media, veo casi a diario al menos una hora de dichos programas, para mi sorpresa, en esos recorridos por la pantalla constato tendencias y aún manipulaciones interesantes de un público bastante desarmado dialécticamente. En ese ejercicio me ha resultado muy interesante observar la revalorización de algunos protagonistas o coyunturas, y el abandono, la disuetudo dirían los juristas, de otros. Así Luis XI (1423-1483), el personaje que hoy abordamos, vive una resurrección interesante. Tropecé con él en París, de la mano de Cuasimodo, el jorobado de Notre Dame, y del enorme poeta François Villon, a quien perdonó la vida, básicamente en los viejos pupitres del San François de Xavier, donde los padres jesuitas me lo presentaron con dos mapas que valían por una enciclopedia: el del Dominio Real al asumir como Rey, después del obligado paso por la Catedral de Reims, y al concluir su reinado. Desde entonces, hace ya 67 años, me he leído todo lo que ha caído en mis manos sobre Luis “el prudente”. No obstante esos hechos innegables, pocos personajes han sido más victimizados que él, su “pinta” y su estilo campechano y simple lo hicieron pasto de la caricatura, en un país tan gozoso de las apariencias deslumbrantes y las modas audaces, tanta sencillez parecía plebeya, casi un crimen, pero el tiempo le ha hecho justicia, ya no son solo tratadistas conspicuos quienes lo señalan como uno de los más grandes constructores de su patria, ahora se acepta que fue el primero de los estadistas modernos de Francia y un precursor de Machiavelo. Desde él, un hilo de coherencia y sentido del Estado se tiende hasta Francisco Iro. y Henrique IV, continúa con Luis XIII y Richelieu, y nos lleva hasta el amanecer, a aquel Rey Sol, que le dio su nombre a su siglo, al deslumbrante Luis XIV y a Versalles. Ese hilo, señores, fue un hilo de araña.

“L ‘Univeraelle Araignée”

“Quien tiene el triunfo, tiene el honor”

“En guerra y en litigio, nunca hay un centavo de beneficio”

“Cuando la soberbia cabalga al frente, la vergüenza y el daño lo siguen de cerca”

Luis XI

«L´universell araignée”, “The spider King” o “The universal spider”, “DieUniversa´lSpinne” o “La araña universal” fue el apelativo favorito de sus detractores —y víctimas— más allá de las fronteras que él, con tesón y talento, le dio a Francia. La intención quizá fue peyorativa, en aquella Europa del siglo XV, aun teñida de baladas medievales y sueños de caballería, pero no le resta nada al hombre, ni a la plasticidad de la imagen, que por el contrario es felicísima. Qué animalito incansable y voraz, y al mismo tiempo que alejado de la atracción de las candilejas, siempre en los rincones más oscuros, trabajando y devorando silenciosamente todo lo que le rodea. Así fue el personaje que hoy nos ocupa, capaz de construir uno de los Estados más coherentes del mundo, tan silenciosamente que a  493 años de distancia, un expresidente francés —descendiente bastardo de Luis XV—, Valéry Giscard d’Estaing, declaró estar  profundamente impresionado por la personalidad del discreto monarca, que le fue “revelada”  por una biografía de autor norteamericano —Paul Murray Kendall—. El exmandatario —cuya sólida cultura es tan ponderada— se ve que no pasó por las manos de los exigentes jesuitas que me enseñaron Historia de Francia en el San François de Xavier. Aún tengo en la memoria, y en mi biblioteca, el texto escolar con la doble imagen de la extensión del “Dominio Real” antes y después de Luis XI.

Feo, narizón, cambeto, contrahecho, ladino, zamarro, intrigante, desleal, vengativo, obsequioso e implacable. Simultáneamente: perseverante, tenaz, devoto creyente, valiente cuando era posible, servil si era indispensable, generoso a la hora de comprar una provincia o un aliado, avaro para todo lo demás, especialmente con la sangre de su pueblo y con él mismo. Guy Bretton, en sus Historias de amor de la Historia de Francia afirma: «… el único Rey de Francia sobre el que no tuvieron ninguna influencia las mujeres, tuvo sin embargo dos esposas y diez amantes». Enemigo de las guerras, mantenía el mayor Ejército de Europa solo para amedrentar a sus enemigos. “El Rey siempre está preparado”, decía con despecho su primo, Carlos El Temerario, aquel poderoso y legendario Gran Duque de Occidente, que soñaba con restablecer el imperio de Carlo Magno.

Luis no soñaba, hacía todo lo posible, es cierto, pero solo lo posible. Tenía gran apego a la vida, su médico recibía diez mil ducados mensuales por preservarla, si enfermaba se suspendían los pagos. Sabía lo que valía su palabra, por consiguiente, la daba sin mayor problema, rara vez la cumplía.

Así fue Luis de Valois, hijo de Carlos VII —el rey salvado por una virgen campesina hoy canonizada— descendiente de San Luis, y que subió al trono Capeto con el nombre de Luis XI. Ningún mueble lleva su nombre, su nombre podría llevarlo Francia. Sin embargo, a nadie se le ocurre ponerlo en una lista de grandes reyes, cómo podría competir este desgarbado, desaliñado y mal vestido personaje, con su magnífico descendiente Francisco I, o con el bizarro Enrique IV, ni muchísimo menos con los espléndidos tacones rojos y la soberbia peluca de Luis XIV, “El Rey Sol’: Luis XIV representando al sol, ilumina el mundo.

Decían los adulantes de la época de Luis XI que algún cronista lo calificó de “alma ruin, indigna de la realeza”: de haberlo sabido lo habría hecho ahorcar, pero solo por mantener la disciplina, porque no le afectaría tal afirmación. Él decía quien tiene el triunfo tiene el honor, por consiguiente, tuvo mucho más honor que el que habían acumulado los reyes de Francia que lo antecedieron. Desdeñó a Saint Denis como destino de sus restos y se hizo hacer un monumento, arrodillando, orando, vestido de cazador, con su perro predilecto a su lado, en la Basílica de Notre-Dame de Cléry, Cléry-Saint-André, cerca de Orléans.

Orgulloso, de un orgullo y una soberbia disimulados, sabía aparentar sumisión y humildad cuando era conveniente. Si el Rey de Inglaterra, Eduardo IV, le escribía auto titulándose “Rey de Francia”, le respondía firmando Príncipe Luis.

Puso fin a la Guerra de los 100 Años por el método menos caballeresco y gallardo posible, pero también el más eficaz: compró a los ingleses. Cincuenta mil escudos al Rey, diez y seis mil a los ministros y un verdadero mar de artículos de lujo, vajillas, sederas, etcétera fueron el precio de la paz. Los insulares lo llamaron tributo, él lo denominó subsidio, y mientras Inglaterra se consumía en luchas intestinas él hizo de Francia la primera potencia de Europa.

Sin embargo, su peor enemigo no fue el Rey de Inglaterra, ni el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, sino el Gran Duque de Occidente, Carlos, El Terrible o El Temerario. De raza capética, este primo, formalmente vasallo de Luis XI, no soportaba su subordinación, por “simbólica” que esta fuera al monarca.

XX

Para esa época los dominios del Duque de Borgoña eran mayores que los del Rey de Francia. Pero Carlos era el polo opuesto de Luis: espléndido, fastuoso, imbuido de tradiciones feudales, sin sentido de lo oportuno y realizable, quería crear una nueva Lotaringia, uniendo sus dominios flamencos a la Borgoña, a través de Lorena o Champaña. Durante los largos años que duró ese duelo entre el Duque y el Rey, muchas veces pareció que este último sería aniquilado, inclusive llegó, por un error de cálculo, a ser prisionero del Duque quien, para mayor humillación, lo obligó a acompañarlo a exterminar a sus fieles aliados de Lieja. Luis recobró su libertad a un precio exorbitante: ceder la Champaña a su infiel hermano Carlos de Francia. Nunca se la entregó.

Después de esa dura lección cambió de táctica: aparentaba ceder ante las interminables exigencias de El Temerario, mientras se dedicaba a suscitarle enemigos, a promover alzamientos en sus territorios, a impulsarlo a un permanente desgaste, haciéndole creer que era invencible.

Dio sus frutos. Carlos, después de varias derrotas a manos de los suizos —aliados y subvencionados por Luis— murió de una forma digna de su vida cruel y atropelladora. Fue encontrado desnudo, cribado a lanzazos, en un helado río lorenés (tuve la posibilidad de ver, en el castillo de Chantilly —en Suiza— los impresionantes despojos de su tienda de campaña, digna de un Rey oriental).

Mientras tanto, Luis recibía gozoso la noticia —y la herencia, porque Carlos no tenía hijos varones— en su castillo campestre de Plessis-les-Tours, cuyos amplios y bellos jardines adornaban con frecuencia los cuerpos rígidos de numerosos ahorcados. “Los ahorcados —en los Jardines del Rey Luis— son frutos de todas las estaciones”, murmuraban, respetuosos, sus vasallos.

Pero hemos de decir que castigaba a los poderosos, a los que representaban un peligro para los designios de la Corona. Grandes títulos cayeron bajo el hacha del verdugo: el Duque de Nemours, el Condestable de Saint-Pol y muchos otros. El Cardenal La Balue, sospechoso de traición, debió a su condición de Príncipe de la Iglesia, el salvar la vida: pero una caja de madera y acero, de ocho pies cúbicos, fue su único alojamiento por largos años.

Luis temeroso, con razón, de una nobleza voluble se rodeó de gentes de los gremios: Oliverio el gamo, Tristán la ermita, o Coictier, uno de los médicos mejor pagados de la historia. De ínfima condición y detestados por todos, ellos sabían que perdiendo al Rey perdían todo, por consiguiente, cuidándolo se cuidaban a sí mismos. El cancionero popular, frecuentemente sabio, lo resumía así:

Berry* está muerto

la Bretaña duerme,

la Borgoña esta castrada,

el Rey trabaja…

*(Carlos, el hermano del Rey, duque de Berry)

Pero la obra de Luis no se limitó a la adquisición por variados métodos, de extensos territorios para Francia. Desarrolló una eficaz política económica y administrativa: estableció el correo como servicio permanente, propugnó la unidad de los pesos y medidas, aconsejó la abolición de los peajes interiores, incrementó la industria y el comercio, y mantuvo, dentro de lo posible, la paz en su reino.

Vivió sin lujos, un gorrito desgastado adornado con medallas de plomo de la Virgen y un traje ajado constituían su atuendo habitual, amaba los animales, especialmente a sus perros y caballos, así como ejemplares exóticos que le llevaban desde distintos lugares del mundo y la charla con gente sencilla sin distingos de posición social. Sin embargo, sabía revestirse de la pompa necesaria, cuando esta era útil a sus propósitos, y la corona flordelisada, el armiño y el terciopelo azul lo recubrían cuando entró a presidir los Estados Generales, convocados por él, para anular la cesión de Normandía hecha “bajo coacción”.

En sus últimos años y obsedido por el temor de la muerte, trató de conjurarla por todos los medios imaginables, llegó a hacerse consagrar dos veces, haciendo llevar “la sagrada ampolla” desde la catedral de Reims —posiblemente el único Rey que lo ha hecho— para hacerse ungir una segunda vez y atemorizar así a la segadora implacable.

Tenía persistentes pesadillas en las que se le aparecían sus numerosas víctimas; se revistió de todas las galas reales, hasta trató de “sobornar” a un hombre insobornable, San Francisco de Paula, no obstante ser, él mismo, un creyente devoto y haber consagrado a Francia a la Virgen María y establecido el Ángelus (la redacción del Ángelus es atribuida por algunos al Papa Urbano II y por otros al Papa Juan XXII. La costumbre de recitarla tres veces al día se atribuye al rey francés Luis XI, quien, en 1472, así lo dispuso), por quien tenía veneración profunda, pero el santo hombre lo convenció de que debía prepararse a bien morir. San Francisco de Paula, le acompañó hasta su deceso y se quedó residiendo en su castillo de campaña de Plessis-les-Tours hasta su muerte.

Hasta que ¡por fin!, convencido de la inevitabilidad biológica, aún le puso plazo a su existencia: “Yo no me moriré sino el sábado —era lunes— porque Nuestra Señora, en quien yo he tenido tanta fe y devoción toda mi vida, me querrá conceder esa gracia”. Y murió el sábado, a las ocho de la noche, del día 30 de agosto de 1483. Se cuenta que tuvo una larga entrevista con su hijo y sucesor Carlos VIII, apenas un niño para esa fecha, a quien lo dio estos consejos: “Yo pensé mucho sobre el arte de reinar, antes de ser Rey. Yo estudié a los hombres, su carácter, sus pasiones. Por eso los atraje por el halago, los dominé por el terror, los sujeté por sus vicios. Para conocer sus secretos, he hecho pesados sacrificios: y he sido bien pagado. Yo he sido duro, implacable, cruel: pero espera para juzgarme. Yo tenía que eliminar una autoridad que se enfrentaba a la mía y amenazaba con aniquilarla. La Francia es un bello árbol que necesita, para extender sus raíces, mucho suelo, mucho aire y mucho sol, para extender sus ramas. A sus pies yo he limpiado el terreno, y fue a golpes de hacha, yo he hecho grande el espacio alrededor de sus ramas”.

La herencia capética nunca había recibido tan formidable incremento, él mismo decía: “Los sucesos —con la ayuda de Dios— siempre me han liberado de mis enemigos en el momento oportuno, han respondido a mis más vastas esperanzas. Todo languidece alrededor de mí o muere, y todo muere en mi provecho. Hay un Rey en el mundo —el mundo lo dice— y es el Rey de Francia. Me he atraído a los flamencos. Inglaterra y España han bajado las armas. La Hungría y la Bohemia ambicionan mi alianza. Los venecianos han pedido mi amistad. Milán está de corazón conmigo y los suizos son mis aliados. No existe más de Casa de Anjou, ni la Casa de Borgoña, yo he colocado sobre sus ruinas y para siempre las flores de lis de nuestra casa”.

Borgoña, Picardía, Maine, Anjou, Rosellón, el Franco Condado, Provenza, Artois. Revisando esta lista alucinante de provincias, sin las cuales no se puede concebir a su país, es inevitable sentir admiración profunda por este bellaco admirable, por este hombre que no tuvo de admirable sino su inteligencia y sus resultados, y sus resultados fueron: Francia.

Un comentario final que considero pertinente y que evidencia la visión moderna de este monarca absoluto del Siglo XV. Paradójica, para un Rey de derecho divino, más aun siendo francés, fue su valoración clara de la importancia de la “imagen” que, en su fuero interno le era indiferente, pero cuyo valor político comprendía muy bien. El menosprecio por su apariencia personal era genuino, no obstante, fue el primer rey cristiano de Europa que se hizo atribuir el tratamiento de “Majestad” hasta entonces reservado a los titulares del Sacro Imperio Romano Germánico y declaró oficialmente: “El Rey de Francia no reconoce superior sobre la tierra”.

También como lo decimos en líneas precedentes, cuando lo consideraba útil, se revestía de la pompa real y creó la Orden de San Michelle para estimular la nobleza. Y ejerció —imagino que con fastidio— su papel de Gran Maestre. No estableció una corte permanente, fue un Rey itinerante, durante todo su reinado recorrió el país de un extremo a otro, supervisando todo, aunque París mantenía su condición de capital, los embajadores y visitantes extranjeros y nacionales acudían a donde el Rey estuviese, cuando no estaba en camino permanecía preferentemente en Plessis les Tours, más residencia de campo que castillo y para nada palacio.

Siempre asoció gloria y resultados, mantuvo y mejoró sustancialmente la artillería creada por su padre Carlos VII, profesionalizó y dotó generosamente al Ejército y a la marina y los utilizaba como fuerza disuasiva, esquivaba, si era posible, los conflictos armados y lo expresó: “… en guerra y en litigio, nunca hay un centavo de beneficio…”. Su seguridad personal la confió a una guardia escocesa bien remunerada.

Si era necesario combatía, y lo hizo con arrojo. Conocía bien el valor político de la riqueza y Francia es un país rico, “el granero de Europa” la llamaban, por ello compraba todo lo que estaba en venta, aliados, provincias, adversarios, talentos, “recicló” y mantuvo a su lado, colmándolos de honores y bienes, a los más capaces colaboradores de Carlos “El Temerario”, entre ellos Philippe de Commynes, autor de Mémoires sur Louis XI, texto imprescindible sobre el hombre y el gobernante. También practicó la guerra económica, en tiempos de torneos y justas caballerescas. Habiendo tenido una relación difícil, que llegó a la violencia con su padre, “el muy victorioso Rey de Francia“, Carlos VII tenía como es natural muchos resquemores con sus ministros y operadores, al mismo tiempo sabía que daría muy mala impresión que prescindiera de ellos violentamente, así, a la muerte del Rey, con su astucia proverbial habló de conciliación y perdón, pero aclaró que los perdonaba a todos, menos a quince, solo que omitió mencionar sus nombres. Como resultado todo aquel que se sabía ofensor del Delfín —ahora Rey— puso pies en polvorosa y se autoexilió.

Si hiciéramos acto de fe en la grafología, su firma, en aquellas épocas de rubricas rebuscadas y barrocas, es impresionantemente moderna, por ello he conservado  —de mi otrora importante colección de manuscritos históricos originales— un autógrafo suyo, siendo aún Delfín de Francia, que contrastado con la letra del escriba, secretario o calígrafo del texto que la precede, es impactante, a la repujada caligrafía del funcionario la refrenda con un sencillo Louys suelto y moderno, diríamos del siglo XXI.


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