Por FRANCIA COROMOTO ANDRADE

La muerte como estética literaria ya va por las tres centurias, aproximadamente, desde que en los Siglos XVIII y XIX  poetas malditos como Novalis (1772- 1801)  y Baudelaire (1821-1867) hicieron de ella un tema fetiche, no solo por el misterio que envuelve a este concepto, sino por los hábitos de vida que adoptaron. Novalis, por ejemplo, hacía visitas nocturnas a la tumba de su amada y se inspiró en ese lugar para escribir los Himnos de la Noche, la obra que luego lo inmortalizó. Este poeta romántico decía que: “…Es en la muerte donde el amor es más dulce; para el hombre que ama, la muerte es una noche nupcial, un secreto de suaves misterios”.

Así, la muerte en el romanticismo, en realidad no se perfila como el fin de la vida, más bien se muestra irónicamente, como una forma de vida. Bowra señala que: “El romántico ama el amor por el amor mismo, y éste le precipita a la muerte y se la hace desear, descubriendo en ella un principio de vida, y la posibilidad de convertir la muerte en vida: la muerte de amor es vida, y la vida sin amor, es muerte” (1972).

El tema de la muerte, entonces, unido al amor, constituyó la esencia de las obras románticas. La  trascendencia en el tiempo, así como el sentimiento y  el deseo tuvieron una valoración suprema, pero lo glorioso, en esta corriente, es el diálogo pasional que se establece entre la obra y el lector, y la angustia de seguir leyendo.

Pero los símbolos alusivos al misterio, la muerte y la oscuridad, no solo fueron  recreados por el romanticismo, también los encontramos reproducidos  en otras corrientes literarias y formatos artísticos. Productos culturales como la música, el cine y la  publicidad, igualmente, han apelado al sello fúnebre  como estética.

Desde el  Castillo de Otranto (Horace Walpole, 1764), considerada la primera novela gótica, y pasando por   Pedro Páramo (Juan Rulfo, 1955), encontramos  a la muerte como protagonista, escondida entre la niebla y la noche,  murmullos, tormentas, ruidos inexplicables. Imágenes que han tenido en  el texto audiovisual su mejor plataforma: Drácula Nosferatu (cine mudo, 1922) La caída de la casa Usher (1928), entre otras obras literarias que fueron llevadas al cine en los primeros años del siglo XX, así como  producciones recientes: Dark (Netflix, 2019), inspirada  en obras de ciencia ficción y en la ciencia misma,  donde el tema mortuorio se mezcla con el viaje en el  tiempo y la eternidad. En este sentido, el enigma de la muerte ha sido editado desde diferentes ángulos y con distintos registros, apelando a los imaginarios de siempre, que van desde lo necrótico hasta lo meramente espiritual.

Con esta estética y en medio de dos guerras mundiales, aparece Luis Fernando Álvarez (1901-1952) en la escena literaria de Venezuela, uno de los escritores de mayor fuerza imaginativa y recreadora de la muerte. Es, por decirlo así, un poeta que se pasea por el infierno con diferentes vestidos: romántico, surrealista, gótico y de una extraordinaria firmeza escrituraria y  conocimiento sobre la transmigración del espíritu.

Álvarez, desde una mirada  vital,  es  heredero de la tradición romántica que aún permanecía en la Venezuela rural de Juan Vicente Gómez, sin embargo, como asiduo lector, y por la tendencia de la época, estuvo influenciado por el surrealismo, lo cual se evidencia en la estructura de sus versos, y principalmente por el manejo de las imágenes con las que recrea esa atmósfera fantasmagórica de referentes funerarios que caracteriza gran parte de su universo poético.

Un fragmento de «Al sur de los espacios» (Va y Ven,  1936) lo señala:

 

Tienes verde el rostro por la humedad de los astros

Tu mirada está en paz con la armonía del cosmos

Ya tu sed de horizontes se da cuenta

De que el mundo es solo un diminuto carrusel de navíos.

Veo —cómo sin contener la respiración—

Te zambulles en olas de tinieblas y reapareces del subocéano

Cargado de las cabelleras verdes de mujeres amantes

Que se fueron, dejándote sus pulidos esqueletos,

Como recuerdos de graves amores de trasmundo

 

En estos versos, así como en casi toda su obra,  se puede observar una hábil construcción de imágenes con el juego de los planos temporales y los espacios distópicos, de manera que  el lector de pronto puede sentirse protagonista del texto  o inmerso en un  caos mental. Esta disposición discursiva  despliega un hilo que  desliza el devenir psicológico entre  la conciencia y la inconciencia. Por otro lado,  el necrotismo se transforma: los cadáveres sienten y deambulan por diferentes mundos,  algunos subterráneos,  otros,   siderales.

Asimismo, en la poética de Álvarez lo físico se transporta hacia lugares impensados, los objetos pierden su tercera dimensión,   las figuras  disipan su naturaleza, los cuerpos pueden ser acuáticos, aéreos, intangibles, incandescentes, opacos o suspendidos en el caos y la nada. También encontramos espíritus deseantes de la vida humana, por eso  al acercarnos a los versos de este poeta nos sumergimos de pronto en ese submundo del desafío al tiempo y los espacios.

Una muestra de cómo se mueven los cuerpos y espectros  en los textos de Álvarez lo encontramos en estos fragmentos de «Tránsito en la muerte» (Va y Ven, 1936):

 

Oh, los muertos de rostros fatigados

Navegando de espaldas, entre inmóviles aguas

Con las manos exhaustas como durmiendo

Muertos, cuyas uñas moradas y barbas tristes

Crecen—oh, todavía— entre hormigas y tinieblas

Ellos van entre sombras y astronomías oscuras,

Con miradas gastadas y rostros verdes,

Sin números ni nombres: cohibidos y anónimos…

Algunos quieren regresar golpeando en las sombras

Las paredes de la noche arrastrando muebles

Y formando ruido con vajillas, imaginando hacer vida

humana.

A cierta hora en que crujen las maderas

Vienen hasta nosotros

En las velas que se apagan solas

En las puertas que se abren o cierran solas

En los cuadros que sin tocarse se desprenden

Y en el aullido nocturno de los perros.

 

Pero no todos los trabajos de Álvarez presentan la muerte de forma patética  o fantasmal, como en el fragmento anterior. Este autor también toca el tema espiritual y ello se puede observar en su célebre poema “Ceremonias a la muerte de la cigarra” (1936), donde la muerte deja de ser necrótica o  triste para convertirse  en una posibilidad de vida plena,  tal y como lo  señala en uno de sus versos: “(La cigarra) está cantando sola, ante la muerte” para ofrecer su música a los  espíritus “allá en sus afueras del mundo”.

En las líneas de este poema, la naturaleza es clave: el árbol, las hojas, la resina se funden con el canto eterno de la cigarra y actúan como un puente entre la vida y la muerte. Asimismo, la voz se coloca desde la mirada de una conciencia espiritual humana, engrandecida con la conciencia universal. Se describen así procesos de reexistencia, lo cual nos recuerda  que este  poeta  fue un estudioso de temas filosóficos y religiosos, y esto se constata  cuando de entrada advierte:

 

Antes de tú nacer ya eras bosque

Ya estabas en el pensamiento de las cortezas.

Ya tu oído aprendía en la vibración de las hojas

La música del viento…

Más adelante dice:

Ahora el silencio reside

En el mecanismo de tu garganta

Detrás de las paredes de la vida

Estás cantando sola ante la muerte

 

El discurso en este trabajo entonces  se resuelve en un universo semántico que remite a la vida, aun cuando menciona a la muerte. Los significados son ambivalentes, pero, en todo caso, la idea de la vida eterna siempre está presente,  y se describe  como una espiral de música que “navega y vuela”. “Ceremonias a la muerte de la cigarra”  es un verdadero canto a la inmortalidad, construido con el imaginario de la reencarnación.  Este es quizás el trabajo cumbre de toda su producción poética.

Luis Fernando Álvarez también fue ensayista y, al respecto, hay que recordar nuevamente que su vida estuvo marcada por los dos grandes conflictos bélicos del siglo XX, la Guerra Civil Española y, además, la dictadura de Juan Vicente Gómez.  En esta dirección encontramos textos como América ante la guerra, publicado  en 1939, un ensayo  donde plantea su rechazo a la II Guerra Mundial que ya se iniciaba y las implicaciones de esta para Latinoamérica. De igual manera no se aparta de su visión  mítica y religiosa cuando, al comienzo del texto,  dibuja  la imagen del arcángel Miguel al lado de bestias y dragones. Las primeras líneas dicen lo siguiente: “De nuevo insurge la bestia contra el ángel. ¿Podrá repetirse, vívida y trascendente, la escena de San Miguel y el Dragón?”. Sin duda, el sentimiento apocalíptico y  fatalista  nunca abandonó a este poeta.

Álvarez fue fundador del Grupo viernes (1936), un grupo literario identificado como: “La rosa de los vientos: todas las direcciones, todos los vuelos, todas las formas”. De allí surgió la revista del mismo nombre (1939),  vitrina de los grandes de la poesía venezolana de la primera mitad del Siglo XX: Vicente Gerbasi, José Antonio Ramos Sucre, Ángel  Miguel Queremel, entre otros.

Viernes fue más que un grupo literario, era una tertulia de amigos que se reunían en un pequeño bar de la esquina de La bolsa, frente al Capitolio, en el centro de la Caracas provincial. Allí se leía a los románticos, los clásicos y se discutía sobre las nuevas tendencias estéticas venidas de Europa. Podría decirse que Viernes significó  la vanguardia literaria en Venezuela, una “salida del atolladero”, como lo refiere el Liminar (1939), con el  que se inauguró el primer número de la revista. Un atolladero no solo literario sino político, tomando en cuenta que  el surgimiento de este grupo coincidió con el momento de transición  entre  la salida de la dictadura gomecista y la apertura a la democracia.

La obra poética de Álvarez la encontramos en los libros Va y Ven (1936), Portafolio del navío desmantelado (1937) Vísperas de la muerte (1937), Soledad contigo (1938) y Recital (1939).  Diplomático, empresario y  editor fueron, entre otras, las ocupaciones de este poeta viernista, quien supo descubrir en las profundidades del lenguaje una forma de recrear el misterio de la muerte, un tema  doloroso para algunos y escalofriante para otros.

Luis Fernando dejó este mundo para unirse al canto de la cigarra en octubre de  1952, en su natal Caracas. Escuchémoslo en “Ceremonias a la muerte de la cigarra”:

 

Antes de tú nacer ya eras bosque

Ya estabas en el pensamiento de las cortezas

Ya tu oído  aprendía en la vibración de las hojas

La  música del viento

Por las raíces de los árboles iban  las fuentes a nutrirse con tus cantos

Dos láminas de éter

Adelgazó la brisa para tus vuelos

A las cinco de la tarde, tu sirena

Anunciaba a las aves el paro de los rumbos,

Con ese tono grave del atardecer

Cuando veía los nidos abandonados a la noche.

Decías los oficios panteístas

Elevando tu ronca espiral de música

Hacia el trasmundo de su propia génesis

Pausa del silencio en el bosque

Oyéndote,

Temblaban las otras hojas presintiendo

Que acaso irían a ser como tú.

Y se preguntaba el árbol

Cómo pudo salir de su costado

Ese chorro de resina musical

Y se preguntaban las fuentes

Que tendrían que hacer para dar  vuelo a su canto

Y subirlo, así, a los árboles

Para mostrarlo al sol

Pudiste haber sido mástil

cuando estabas en el vientre del árbol

Algunos marineros escuchan tu canto inaudito

Residuo de bosque que navega y vuela

En la garganta de la madera de los barcos

Ahora el silencio reside

En el mecanismo de tu cuerda.

Detrás de las paredes de la vida

Estás cantando, sola, ante la muerte

Llevando la nostalgia de la tierra

Hasta esos espíritus que te escuchan

Allá en sus afueras del mundo

Debería enterrarte en el aire

En la hendidura de algún árbol…

O… en alguna rendija del cielo.


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