Luis Beltrán Prieto Figueroa prepara la masa pan de jamón familia Subero | Carlos Balda

Por EVARISTO MARÍN

A la par de insigne educador, controversial político, perspicaz abogado  y exquisito poeta, Luis Beltrán Prieto Figueroa también tuvo mucha predilección por el oficio de panadero. “Hacer pan fue muy ancestral en mi familia. Me adiestré mucho en eso, en mis tiempos de muchacho”, se expresaba, regocijado, en  los años de su vejez. Su madre, Fita Figueroa, fue una de las más notables y admiradas panaderas de La Asunción en el siglo XX. Todavía en la familia Prieto persiste esa tradición del pan de leche y del pan aliñado, la rosca cubierta, el pan de tunja, el saboyano, el coscorrón, etc.

De  la sabrosura única del auténtico pan margariteño es mucho lo que se dice y poco lo que se sabe. Es algo que desde muy antiguos tiempos está en el gusto gastronómico insular. El singular secreto que rodea su elaboración es también proverbial . Pregunte usted en La Asunción. Nadie le dará la receta para hacer ese famoso y gustoso pan. Confórmese con disfrutarlo en su paladar.

Más allá de su contundente condición de libre pensador, nada devoto de creencias religiosas, el propio maestro y político, exministro y expresidente del Congreso hizo muy suya la costumbre de amasar, como en sus jóvenes tiempos, el pan compartido en la Navidad con sus más allegados familiares y amigos. Esa actividad gastronómica del maestro Prieto fue siempre exquisitamente celebrada y recordada por el poeta Efraín Subero y su esposa Argelia de Subero. Ellos se deleitaban viéndolo amasar el tradicional pan de jamón, en su casa de San Antonio de Los Altos.

Es supremamente enaltecedora y admirable su filosofía sobre el pan. “Vengo de una madre que hacía pan. Ella  me enseño el sentido y el alcance de la esperanza a través de esa significativa labor de panadera. Mi madre panadera me enseñó a esperar. Supe de la semilla de la masa, de la levadura, de la cocción de un horno y aún después de listo el pan, también supe que sigue la esperanza del panadero. Supe que el verdadero pan, el pan para aquel que espera, tiene que ser del tamaño del hambre del hambriento. Hoy el pan escasea, falta en muchas casas de Venezuela. Y por eso hay desesperanza, y por eso algunos no pueden esperar y se desesperan.  Por eso, hay que forjar el aliento de la paz y de la esperanza. Yo invito por lo tanto a mantener en alto la esperanza, para que no se sienta ningún impulso de muerte que induzca a la guerra”. Se lo oí, entre los aplausos de una entusiasta multitud estudiantil, en su clase magistral de apertura de la cátedra Miguel Otero Silva, en la Universidad de Oriente, núcleo de Puerto La Cruz, en 1986.

En esa oportunidad proclamó que la lucha por la paz es lo único que puede salvar al mundo de una hecatombe. “De una guerra nuclear, nadie va a regresar”, vaticinó.

Prieto, el maestro, enfatizaba que hacer pan y educar fueron,  desde muy temprana edad, tareas con las cuales estuvo muy familiarizado. Cuando aún no había cursado bachillerato, ya alternaba su condición de alumno de primaria con la incipiente responsabilidad de maestro auxiliar, en los primeros grados de la  escuela federal Francisco Esteban Gómez, en La Asunción. Fue un maestro precoz. Ante la ausencia, inesperada, de algún maestro, el director de la escuela no titubeaba en decir, “busquen a Luis Beltrán”.

En 1914, cuando estalló en Europa la Primera Guerra Mundial, los alumnos de la escuela de La Asunción se dividieron en dos bandos: uno a favor de los franceses y otro con los alemanes. Las peleas eran constantes entre los dos grupos”. “Yo comandaba el grupo de los franceses”,  confesó cierta vez, ante Alfredo Peña, periodista de  El Nacional.

Prieto  se ufanaba de decir que aquellos, los de su infancia, fueron días  duros, pero muy felices. “Nos levantaban a las cinco de la mañana para regar las matas. Íbamos a la escuela, y luego yo debía atender a los animales domésticos: las gallinas y el burro”. La suya —como la de tantos muchachos margariteños— era una vida apacible, dulce y alegre. No le faltó nunca el coco, la guayaba y el mango. Supo lo sabroso que es el mamey maduro y gozó de algo que los actuales habitantes de la capital de Margarita sólo oyen en los recuerdos: los baños, a cualquier hora, en las frescas y limpias aguas del río de La Asunción.

Entre recuerdos de su infancia, Prieto solía referir los tiempos cuando hacía trampas para cazar conejos y armaba “lazos” para las palomas, en las huertas que le fueron tan familiares en La Asunción, en los comienzos del siglo XX. Nació el 14 de marzo de 1902. El margariteño de esa época se acostaba y se levantaba muy temprano. En la familia Prieto, todos estaban despiertos a las cinco de la mañana.

Era una vida dura, apacible y muy alegre, entre la algarabía mañanera de los pájaros y de las gallinas ponedoras, el olor de la guayaba y la fragancia —tan sabrosamente margariteña— del mamey.

“En mi casa de familia, madre y padre consagrados al servicio, aprendí que por encima del hombre está su bondad y que repartirla es una manera de aumentar la heredad espiritual, porque esa es la única herencia que no se disminuye cuando se comparte con los demás. Lo aprendí de los labios de mi madre, que amasaba el pan que era el pan para el hambre de los hijos y cuando lo comía, en mi boca quedaba el hambre inmensa de un pueblo que no tenía qué comer…”. Orador de culta y fácil improvisación, el maestro Prieto  dijo esto entre recuerdos de su infancia, en un discurso memorable, en La Asunción, el 13 de octubre de 1968, en la clausura de su campaña electoral en la cual participó como candidato presidencial.

Frondoso verdor y éxodo en la fertilidad poética

En su libro poético Mural de mi ciudad (1975), Prieto recrea su infancia y juventud, la apacible vida de La Asunción y sus personajes,  los duros tiempos del éxodo margariteño:

Basilia Figueroa/

y Antonia Basilia/

Galito, el servicial/

y Alejandro El Negro, enajenado/

no ponen pintoresco vocerío/

pero sus dichos y recuerdos se conservan/

para el cuento y la anécdota del día/

En La Asunción de frondosos patios y laboriosa cotidianidad, hasta la sombra de algún árbol desaparecido da lugar para la nostalgia:

La misma gente habita/

en el trecho que va/

de la salina al río/

pero falta la piedra señalera/

frente a la casa de Juana Micaela/

no existe el yaguarey ni está el mamey/

que daba sombra fresca/

encima de la acequia/

Hay viviendas nuevas entre/

Mamyoa y su gallera/

y la casa que fue de Inés Quijada/.

Su poesía evoca, con lírica expresión

“….. los fundos orilleros/

La Huertica, La Ceiba/

La Noria,  María España/

y hasta más allá: Román Medina/

o Loreto Torcat, en Camoruco/

lindando con el pie de Matasiete/

donde el río se recogía en una poza/

para el último baño de la tarde..”/

Este gran margariteño de todos los tiempos, también menciona en sus versos a

… la gente hacendosa y peregrina/

que se siembra en la tierra antes de muerta/

o se va trajinando los caminos/

en el patrio solar de Costa Firme/.

Suyos son los poblados junto al mar/

las siembras de la costa/

en la montaña, en la orilla del río/

Es la Margarita que —en el éxodo— siembra pueblos en toda la geografía de Venezuela. El mismo Prieto formó parte de esa legión, que buscó —primero en Paria, y luego en Caracas y los campos petroleros— la alternativa de dar cauce a las inquietudes que se apoderan de quien lanza los sueños a volar, en busca de otros horizontes.

Cuando un tío se lo lleva a los 16 años a trabajar en una finca de café y cacao en El Pilar, en Paria, Luis Beltrán Prieto montó su propio negocio, una venta de almidón y de aceite. Pero, evidentemente, no tenía otra vocación que no fuera la de la enseñanza, la de los libros, y esa experiencia cacaotera y cafetalera quedó atrás —en 1925— cuando navegando en una vieja balandra llegó a La  Guaira, desde Juangriego, con la firme intención de cursar estudios en el Liceo  Caracas. Era algo adulto cuando, finalmente,  pudo ingresar como alumno en la Universidad Central de Venezuela.

A los 33 años, estaba en pleno ejercicio de su profesión de abogado  y era profesor liceísta, al  momento de la muerte del tirano Juan Vicente Gómez, en 1935.

Luis Beltrán, ¿tú ministro? ¡Cómo será ese gobierno!

Político carismático, orador fustigante, de expresiones  casi siempre impregnadas de un humorismo sarcástico y anecdótico, la trayectoria de Luis Beltrán Prieto Figueroa como uno de los grandes líderes de Acción Democrática se quebró, abruptamente, en 1967. Separado de su militancia, tras desconocerse el triunfo de su candidatura presidencial en elecciones primarias, de la cruenta división que eso trajo consigo surgió el Movimiento Electoral del Pueblo, MEP, con la oreja como símbolo y con Prieto candidato, en 1968. “Tuve dos hermanos, fueron a la guerra y murieron”, proclamaría siempre sobre su enfrentamiento político y ruptura con Betancourt y Leoni.

Prieto siempre sostuvo que en las mesas electorales AD y URD le escamotearon al MEP 200.000 votos y cercenaron su victoria. Cierto o no, la crisis divisionista en AD favoreció a Rafael Caldera. El  líder de Copei fue proclamado presidente para el periodo 1969-1974, con apenas 30.000 votos de ventaja sobre Gonzalo Barrios,  candidato oficialista de AD.

A lo largo de sus 93 años y hasta su fallecimiento, en Caracas, Prieto siempre  predicó con el ejemplo de una  vida austera, sus luchas contra la corrupción y reclamó la urgencia de un Estado “capaz de entender que  la elevación del hombre y de su bienestar social, debe ser la primera preocupación y que el cambio social no se podrá detener”.

Prieto se metió de lleno en la política, a partir de 1935. Para entonces tenía 33 años. En Margarita, en los días que siguieron a la muerte de Gómez,  y eso lo dijo, muchas veces, “hicimos preso al presidente del Estado, general Rafael Falcón, y lo encerramos en el castillo de  Santa Rosa”. Lo que sucedería después es historia muy conocida. Prieto Figueroa forma parte del grupo fundador de AD. Antes, en 1939, fue electo concejal en el Distrito Federal, pero el presidente López Contreras maniobró, con todo su poder, y anuló los resultados.

De la lucha partidista en la calle, se pasa a la conspiración, y Prieto Figueroa se convierte, en 1945, en ministro de Educación y secretario de  la Junta Revolucionaria de gobierno presidida por Rómulo Betancourt.  Es muy verídica la anécdota —y el maestro Prieto, alguna que otra vez, la relataba con su gracia margariteña— al verlo con el ministro de Obras Públicas, Luis Lander —en una inspección en las obras del dique de La Asunción, Chinta Requena, chusca y antigua vecina de su familia—, reaccionó con sorpresa ante la investidura que había alcanzado El Orejón y, en plena calle, le preguntó al saludarlo: “Luis Beltrán, ¿tú eres ministro?  Y cuando Prieto le dijo que sí, contestó muy sarcástica, entre carcajadas: ¡Cómo será ese gobierno!”.


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