Joanna Bourke | The Guardian

Por NELSON RIVERA

Dos latigazos en la conciencia. Dos insalvables y amargos silencios. Dos aborrecibles del mundo en el que nos ha correspondido vivir, y que, en este instante, sentado frente a esta pantalla, no ahorraré al lector que se anime a leer este comentario, siguiendo la tonalidad frecuente que es característica en los libros de Joanna Bourke, la de no evadir, por cautela alguna, las realidades inherentes a ciertas conductas humanas.

Que no consuele a nadie el que el título del libro hable de “historia”, porque de lo que aquí se habla no ha dejado de ocurrir. Al contrario, empeora todos los días. Y es que las dos bofetadas a las que me referí en el párrafo anterior bien podrían servirnos para fijar, aunque sea de forma provisional, la resonancia del imponente expediente ordenado por Bourke: su significado y vigencia, el ánimo que él mismo nos impone. Ocurre que aquí y ahora, en el planeta entero, en este mundo de rodillas ante sus propias incertidumbres, dos fenómenos niegan la existencia de la idea de progreso: uno, cada día crece la brecha entre el número de personas que son sometidas a formas de violencia sexual mientras disminuyen las denuncias de las mismas. Dos, cada día se viola más. La data existente no deja lugar a dudas: año tras año crece el número de personas que violentan el cuerpo del otro, que imponen su oscura fuerza sobre la carnalidad de un semejante.

Algo de este libro deviene en aflicción: ya no se trata solo de la recurrente confirmación, una más de que la idea de progresivo bienestar de la humanidad se hace cada vez más difícil de sostener, sino todavía más penoso y limitado estrictamente al período estudiado por este libro constatar que, en ciertos aspectos de la tensión masculino-femenino, los evidentes cambios que se han producido desde hace 150 años son muchos, pero insuficientes. Que, tras siglo y medio, todavía se mantienen activos dispositivos del pensamiento que atenúan o minimizan o distorsionan o justifican  o normalizan la figura del violento sexual.

Los discursos del perpetrador

La historiadora ha escogido un enfoque, el de estudiar, no a las víctimas sino a los victimarios (la de un sujeto que ha escogido un llegar a ser, en este caso, alguien que violenta el cuerpo de otro, es decir, un violador). La decisión no solo representa una opción metodológica y científica, sino también política: se propone contestar a la pregunta de por qué hay personas que eligen humillar y torturar sexualmente a otras. Tras revisar centenares de narraciones, testimonios y actos de confesión, una conclusión se levanta terrible de esos discursos: nada hay en ellos que intente trascender. Todo se concentra en la trasgresión, en la fuerza aplicada que alcanza a quebrantar la voluntad de quien resiste.

Desde el capítulo mismo que le sirve para introducir su primera perspectiva del caso, la autora ubica al violento sexual en un contexto: es un sujeto histórico, alguien que ha elegido causar un dolor a un cuerpo, pero en esencia a la persona encarnada en ese cuerpo. Escribe Bourke: “La violación es una forma de representación social. Está extremadamente ritualizada. Varía entre los países; cambia con el paso del tiempo. No hay nada eterno ni aleatorio en ella. En realidad, a los actos de brutalidad no se les ha despojado completamente de significado, sino que este les ha sido otorgado generosamente. Los perpetradores de violencia sexual nunca tienen bastante con infligir sufrimiento solamente: aquellos que producen heridas se empeñan en que hasta las víctimas den un significado a su propia angustia”.

En la enorme revisión de documentos citada a todo lo largo del libro, muchos de los cuales son los relatos o los argumentos de los violadores, es perceptible una doble recurrencia: la utilización, en las más diversas variantes, de dos dicotomías: una, que condensa las figuras de masculino-como-figura-activa y femenino-como-figura-pasiva, lo que apunta a una ratificación del supuesto vínculo natural (como si ella fuese propia de la constitución humana) entre masculinidad y agresividad.

La compleja dialéctica entre estas dos figuraciones (la del macho naturalmente agresivo y la de la fémina naturalmente pasiva) ha sido el terreno maleable que ha permitido a jueces, legisladores, científicos, médicos, psiquiatras y a muchos otros, poner en debate qué es y cuándo ocurre una violación. Para hacer posible su amplísima revisión, la autora se declara impelida a volver a la más básica de las definiciones posibles de violación (compuesta por dos elementos: la identificación de un acto concreto como sexual; que no ha sido consensuado sino producto de la coacción) para así establecer un punto de referencia que es científico, pero también político, desde el cual leer y hacer la crítica de los discursos sobre el tema.

Y es que, más allá de los casos de mujeres violadoras, a las que se consagra un extenso capítulo, lo que resulta aplastante en esta lectura es la constatación de los múltiples vínculos, abiertos o soterrados, que se pretenden como profesionales o científicos o religiosos o dotados de alguna forma de autoridad, o que simplemente se fundamentan en la más crasa arbitrariedad, e incluso, en una perspectiva oprobiosa de lo femenino, que por más de siglo y medio, aquí y allá, desde las más diversas instituciones, académicas, legislativas o propias de los sistemas judiciales, ha producido sucesivas generaciones de interpretaciones, fórmulas y teorizaciones de vario fundamento, que, al intentar explicar, atenúan, minimizan o reducen la responsabilidad del perpetrador, desconociendo, en alguna medida, la existencia de una motivación primigenia, la de un sujeto que decide cometer una agresión que él mismo entiende como sexual.

Mujeres insensatas

En el afán de transformar la violación  en otra cosa, en un hecho de carácter distinto —finalmente es la narración la que otorga significado al acto—, un procedimiento se repite de forma incesante: el de convertir a la víctima en sospechosa de lo ocurrido, si como ella misma fuese, de alguna manera, cómplice de la violencia que se ejerció en su contra (“no hay ningún crimen que sea más difícil de demostrar que la violación y no hay ninguna parte agraviada de la que se desconfíe más que de la víctima de una violación”).

Bourke los llama mitos: la presunción por medio de la cual sería imposible violar a una mujer que se resista de verdad para lo cual se requeriría la participación de cuatro hombres fuertes, según los cálculos que han hecho médicos—; o el que dice que los hombres vivimos siempre bajo el riesgo de que se nos acuse de ser falsamente acusados de violación —por supuesto, en escenas de contacto sexual donde la conducta de la mujer es engañosa y titubeante, una especie de si-no; o el de las acusaciones de violación que no son tales, cuando mucho formas de sexo forzoso (ya que para poder categorizar la existencia de una violación tendrían que cumplirse algunos protocolos, diferenciados de acuerdo con unas y otras legislaciones); o el que explica la conducta del violador como el resultado de una especie de compulsión biológica, porque los hombres estaríamos impedidos de contenernos luego de haber alcanzado un determinado punto de excitación sexual (la autora cita esta frase ridícula aparecida en una revista de medicina y psicología: “Imposible envainar una espada en una funda que vibra”).

Esta proliferación de palabrerío, matices, precisiones, sometimientos de los hechos a ciertas lógicas no sólo ha alimentado un estatuto de impunidad para los violadores, sino concretas y deleznables situaciones de discriminación: por ejemplo, las penas dictadas a violadores de mujeres pobres o de mujeres negras, con frecuencia han sido mínimas si se las compara con las equivalentes dictadas a violadores de mujeres blancas.

Pero más extendido y, por tanto, expresión de un estado de la cultura, ha sido y es el inmenso expediente de casos en todas partes, que señala a la mujer como incitadora (juicios en los que el uso frecuente de minifalda por parte de una víctima ha sido utilizado para reducir la culpabilidad del violador); o que se propone colocar al violador en situación menos gravosa puesto que la víctima o no era virgen o era una persona muy experimentada en lo sexual (como si el parámetro para juzgar a un violador fuese la condición moral de la víctima); o que se propone erosionar la credibilidad de la denuncia en tanto que la violentada pertenece a la clase trabajadora (que es portadora de una “moral relajada”); o que la acusación es totalmente falsa, porque, “como se sabe”, las mujeres son proclives a la fantasía, a la histeria y a conductas falaces, que incitan a unos pobres hombres, a su vez, ellos víctimas de sus irreprimibles órganos sexuales masculinos.

En poblaciones encuestadas en años recientes, los estudios arrojan este tipo de justificaciones: si el hombre estaba bebido, la gravedad del hecho se reduce. Lo mismo si la violación tenía lugar en el seno de una pareja, o si ella había aceptado, previamente, que el hombre la besara y le acariciara los pechos. Bajo estas y otras condiciones, la tendencia al juicio moral desaparece entre los entrevistados, quienes se plantean la posibilidad del sexo forzado como algo que podía pasar, como un escenario entre otros.

Todavía más

¿Hacia dónde apuntan, qué se construye con todo este enorme edificio de falacias que se han galvanizado a lo largo de los siglos? Nada menos que esto: que cuando alguien, en particular una mujer, dice No, de forma implícita está diciendo Sí. Alrededor de esta tesis se han dispuesto los razonamientos más diversos, hasta unos realmente extremos: de que muchas mujeres, de forma inconsciente, desean ser violadas, y que una vez ocurrido el hecho denuncian al perpetrador de un supuesto crimen que habría sido precipitado por ellas. Sobre este No que en el fondo quiere decir Sí, en tribunales se ha humillado a mujeres violadas con el pretexto de haber dado muestras de goce durante los hechos, o la acusación más rapaz todavía (apoyada por médicos) de que el embarazo de la violada no hubiese sido posible si ella no hubiese disfrutado de los hechos, todo esto (y decenas de otras consideraciones) como piezas que han ido abonando a la construcción cultural de un estatuto, donde lo único que parece estar más o menos claro es la existencia de un violador cuando es una figura por completo desconocida.

Porque lo que las instituciones han tratado de evadir, de no reconocer, de obviar por sus dramáticas (y trágicas) implicaciones es que cada vez más el violador es alguien conocido, persona relacionada a la víctima a través de muchas maneras. En tres sobrecogedores capítulos —”El hogar”, “La cárcel” y “El ejército”— Bourke termina por romper el velo que nos separa de reconocer el escándalo que se oculta en las instituciones: el dominio de unas personas sobre otras, el ejercicio de un poder real (carnal) que ciertos sujetos llevan a cabo sobre personas bajo su mandato (como los hombres que violan a sus esposas bajo la acusación de que ellas no les satisfacen sexualmente), nos lleva al complejo debate de la identidad del violador: ¿es un psicópata, un enfermo que ha perdido la capacidad del autocontrol, por lo que el juicio moral es casi impertinente?¿O es un delincuente que violenta y arrebata para sí el cuerpo de otro, atrapado en un perverso ideal de la masculinidad?


*Los violadores. Historia del estupro, de 1860 a nuestros días. Joanna Bourke. Editorial Crítica. España, 2009.


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