VICTORIA DE STEFANO, POR VASCO SZINETAR

Por CHRISTIANE DIMITRIADES

A Victoria

                                                 La realidad, sí, la realidad:

                                                      un sello de clausura sobre todas las puertas del deseo.

                                                                                       Olga Orozco

Llueve. En los aguazales vegetan las palabras. Tendrá que quitarles el lodo, secarlas cuando amaine el mal tiempo. Las recogerá con pinzas y la paciencia de un filatelista porque a la postre su colección de voces y de actos será sellada: las marcas impresas en esa región difusa de la memoria que acuña al escribir, el sello que cubrirá para siempre su cuerpo al entrar en esa clausura del porvenir que son los ataúdes y, también, aquellos paréntesis de su existencia omitidos por el implacable sello que certificará su muerte.

Hay congoja en la espera. Ella sabe que es la dueña absoluta de su silencio y que solamente la caída la define y la une a los otros.

En ese consentimiento del tiempo que son los paréntesis espera y escribe, abandona el estrecho sendero de las venas sobre su piel e inicia el viaje a través de los ojos invisibles del sueño.

Por las mañanas, frente al escritorio deja ir, desanuda las imágenes de la noche, doma los lobos que todavía aúllan en su interior.

Pero su voz, desvalida, tiene la fragilidad de la brisa. Sus ojos miran con la misma sorpresa que un búho oteando su entorno.

Una gota sombría cae y empaña su pensamiento, y por su boca una borrachera de letras representa la confusión del mundo.

Se burla de los que creen rejuvenecer al repetir la sentencia de Rabelais: “… mejor es de risas que de llanto escribir…”, de la grandilocuencia de algunas palabras que aprenderá a desvestir, y de la rancia y pétrea realidad.

En los sonidos descubre texturas, claroscuros, sombras, cortes, hendiduras, cada uno con sus diferentes registros: agudos como la eufórica histeria, tristemente graves o bajos como un tímido susurro.

¿Y los signos de puntuación?, esas marcas que delimitan su aliento, esa suerte de ortopedia que pretende regular su voz para hacerla legible, pronunciable y, sin embargo, ella sabe que ningún signo logrará expresar su aflicción.

En su peregrinaje en búsqueda de sentido, solamente encuentra señales sobre el vacío que ocultan algún antiguo sonido, un grito tal vez, del cual habría surgido.

Convertida en letra, la palabra estampa en la página su inexorable sello sin fecha de caducidad, lo mismo que la mueca en una fotografía que ya no nos representa y de la que nos queremos desprender pero que sigue allí, impresa per saecula saeculorum.

En ese territorio blanco las palabras gimen entre las líneas, hacen piruetas, se ríen de su ineptitud cuando ella mueve desafinadamente los dedos sobre las teclas del ordenador.

Hay momentos de sequía en los que ni siquiera una lágrima irriga la página y el silencio comienza a deslizarse clandestinamente sobre la superficie.

Comprende que su deseo de escribir siempre ha surgido de los malentendidos.

De improviso recuerda algunas secuencias de El séptimo sello de Ingmar Bergman en las que Antonius Block, luego de haber participado en las Cruzadas, emprende el camino de regreso a su tierra natal. Afligido por las desgracias presenciadas, escéptico a causa del “silencio de dios” y, en un intento de prolongar su propia existencia, se dispone a jugar una partida de ajedrez desafiando a la muerte que lo reclama. Más adelante, el caballero Block entra a la iglesia y confiesa el singular reto llevado a cabo sobre los dieciséis cuadros del tablero en los que el movimiento de cada ficha determinaría su destino, pero ignora que su confidente es la misma muerte.

Ella se detiene, piensa si acaso la página, al prestar su oído, también cumpliría el oficio del presunto confesor, dispuesto a darle la absolución y a prolongarle la vida antes de sellar con tinta su última palabra.


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