Antonio García Ponce / Vasco Szinetar©

Por NELSON RIVERA

Aunque parece un libro dirigido exclusivamente a lectores especializados, Los pobres de Caracas, 1873-1907. Un estudio de la pobreza urbana desborda la promesa contenida en el título. Sin abandonar su condición primigenia de investigación en el campo de la Historia, es un texto de vocación antropológica, microeconómica, urbana y cultural, sellada por sus atributos narrativos. Hay que recordar que Antonio García Ponce es autor de una extensa obra como historiador —varios de sus libros son inexcusables para la revisión histórica de la izquierda venezolana del siglo XX—; biógrafo de Isaías Medina Angarita, Cipriano Castro y Victorino Márquez Bustillos; y, también, cuentista y novelista. En 1992, su novela La ilusión del miedo perenne recibió el Premio Planeta Miguel Otero Silva.

García Ponce, lo adelanta en la Introducción, no atiende al método diacrónico, común en tantos historiadores, ni tampoco al esquema marxista de leer la realidad a través del prisma de la lucha de clases (Roger Scruton advertía que el uso de la categoría ‘lucha de clases’ como instrumento para el análisis histórico tenía como finalidad destacar el antagonismo en el seno de las sociedades y ninguna utilidad para desentrañar los hechos). El autor escoge fundamentarse, de forma prioritaria, en la data de varios estudios estadísticos. Su punto de partida es el Primer Censo de la República, decretado por el presidente Antonio Guzmán Blanco, realizado los primeros días de noviembre de 1873. A ello se añade la consulta de otros informes demográficos, archivos en Venezuela y España, ordenanzas y leyes, memorias gubernamentales, almanaques, boletines históricos, tesis de posgrado y una amplia bibliografía (que va, desde las previsibles obras de referencia de las ciencias sociales, textos literarios, documentos oficiales, listas de fallecidos —que García Ponce llama necrodemografía, memorias de viajeros y recopilación de artículos, hasta, por ejemplo, una publicación de autor anónimo: Tributo a los pobres. Instituto Benéfico. Creado el 1 de junio de 1880). Con esta caja de herramientas en las manos, García Ponce se aproxima a la pobreza: “Indefinible a veces, multiforme, proteica, difusa en sus límites, cambiante y hasta llena de cierta dosis de subjetividad”.

Narratividad e historia

Una vez que ha explicado los parámetros de su método, el autor inicia su recorrido por las cinco categorías de pobres de Caracas, verificable en aquel período: Los que no tienen oficio (mendigos; vagos y petardistas; lázaros, locos, ciegos y huérfanos); Los que desempeñan oficios (alrededor de veinticinco oficios); Los tipos populares (pobres inclasificables y pintorescos personajes urbanos: El Agachado, que era talabartero; Santiago Pellizquito; Malabar, que vendía maní en las calles; Rayita, una anciana con bigotes, asidua de los templos; El Tigre de los Turrones, que vendía su mercancía sobre una mula; Ña Telésfora, famosa por la olleta y el mondongo que ofrecía en el mercado de San Jacinto; La Loca Arepita; El Tercer Profeta; y así); Los pobres venidos del extranjero (llegaban desde América Latina, Europa y Medio Oriente, principalmente);  y los empobrecidos (comerciantes, artistas, preceptores, monjas, sacerdotes, músicos y otros profesionales que ejercían libremente).

A partir de la exposición detallada de cifras, cuadros y tendencias estadísticas, García Ponce pinta un amplio y minucioso fresco de la vida cotidiana de Caracas. Nos aproxima a las calles, las esquinas y las plazas; a las costumbres asociadas al trabajo y al desempeño económico; a la producción y los intercambios comerciales; a la especificidad de las remuneraciones y pagos que circulaban por mercancías y servicios. Los pobres aquí son reales: cumplen con ciertas rutinas, transcurren bajo el rigor de mínimos ingresos, fallecen en asilos y hospitales, son “sepultados en insolvencia”.

Lo extendido de la pobreza se pone de bulto al constatar que, incluso los militares de oficio, llevaban una existencia de rutinaria precariedad. Cuenta: “Los cuarteles eran recintos inhóspitos. En el de El Hoyo sus cuadras eran muy pequeñas e insuficientes para el número de soldados que alojaban, estaban mal ventiladas y sin que entrara nunca la luz del sol. Los excusados eran nauseabundos, la enfermería pequeña, oscura, desaseada y mal ventilada, y los pisos y muros permanecían manchados de escupitajos. En el cuartel de San Mauricio era igual el aspecto de los muros y pisos; los techos estaban cubiertos de telarañas, y la atmósfera general era desagradable” (García Ponce remite al libro del médico, legislador y diplomático Rafael Pino Pou, autor de un libro de 1907, Higiene militar).

Coincidencias y divergencias

Tenía la falsa idea, de que la acción para aliviar o reducir la pobreza en Venezuela se había extendido a comienzos del siglo XX, en particular, tras el fin de la dictadura de Juan Vicente Gómez. La lectura de Los pobres de Caracas arroja una perspectiva distinta. El capítulo III nos aproxima a las concepciones que se esgrimían sobre la pobreza como problema social. Se centra en las coincidencias y divergencias entre la Iglesia y el Estado: “La responsabilidad del Estado y de la Iglesia en el socorro de los pobres, que se asienta en criterios muy definidos, pero cambiantes con el transcurrir de los siglos, generando no escasos conflictos de competencia, conoce en Venezuela un tránsito peculiar, diferente en diversas facetas del que se presentó en los países europeos de raigambre católica, España y Francia en particular. Puede decirse que, durante la época colonial, la atención a la pobreza siguió, como pareciera obvio, el patrón español. La ayuda al pobre era, ante todo, un deber cristiano. El pobre surgía como un hecho natural, y hasta Jesús en la Tierra es un pobre pecador que viene a expiar sus culpas en este mundo. La pobreza es una gracia divina, así lo pregonan los Padres de la Iglesia”.

A partir de 1830, el ideario liberal y de modernización del país impulsa al Estado a protagonizar la beneficencia. Es entonces cuando se produce un cambio que vendría a ser decisivo con el paso del tiempo: los ciudadanos se incorporan, en representación de sí mismos, estimulados por un deber de solidaridad de evidente inspiración cristiana. García Ponce recuerda que el popularísimo Manual de Urbanidad de Manuel Antonio Carreño era taxativo en establecer conductas solidarias con los semejantes: “Cuando tenemos la dicha de hacer el bien a nuestros semejantes, cuando respetamos los fueros de la desgracia, cuando enjugamos las lágrimas del desvalido, cuando satisfacemos el hambre o templamos la sed o cubrimos la desnudez del afligido que llega a nuestras puertas…”.

En 1874 se produce la creación de la Casa Nacional de Beneficencia, por parte de Guzmán Blanco. Constituyó un paso decisivo en la sistematización de los esfuerzos. Muchos afirmaban entonces que la limosna no era solución competente ante la envergadura de la problemática. En ello coincidían los altos prelados y los funcionarios. “Pero, contra aquella idea conspiraba una tradición de siglos. En la práctica, llegó a tolerarse la ofrenda de limosna cuando esta era canalizada por las instancias religiosas (el cepillo durante la misa, los portales de las iglesias como refugio de indigentes, el candoroso peregrinar de las Hermanitas de los Pobres por las casas de la ciudad) o por las sociedades de los particulares (las alcancías en los lugares públicos, el ritual de las limosnas para los necesitados durante las fiestas aniversarias). No había otra salida”. Luis Razetti, influyente médico cirujano, se oponía a la existencia de corporaciones de beneficencia. Su opinión era firme: la protección de la infancia no debería ser tarea de la “piedad social”, el altruismo o la filantropía, sino obligación del Estado.

Instituciones e iniciativas

 

La respuesta social al fenómeno de la pobreza: acción del Estado, de los particulares y de la Iglesia a favor de los pobres, quizás el capítulo más elocuente del libro, ordena una ingente cantidad de información sobre el panorama de la solidaridad en un período de cuatro a cinco décadas (desde finales del XIX hasta comienzos del XX): los primeros pasos relativos a la cuestión legal, los presupuestos que manejaban los distintos organismos del Estado, las donaciones que hacían personas que disponían de recursos económicos o los nuevos problemas que la modernización traía a los administradores (como por ejemplo, las exigencias financieras de una operación como la del Hospital Vargas, fundado en 1891).

La Casa Nacional de la Beneficencia, las varias instituciones hospitalarias (El Hospital de Caridad de Mujeres, El Hospital Civil de Hombres, El Hospital de Lázaros, El Hospital de Enajenados, El Hospital Militar, el mencionado Hospital Vargas, el Hospital Variolosos), hospicios, asilos, la figura del Médico de la Ciudad (durante el gobierno de Rojas Paúl se llegó a disponer de uno por cada parroquia), La Oficina de Higiene y el Taller de Costureras fueron algunas de las organizaciones promovidas por las autoridades.

A ello hay que sumar los proyectos de la Iglesia, más los que eran producto de la acción privada civil: El Asilo de Huérfanos, la Obra Pía Requena, la Clínica de Niños Pobres (fundada por J. M. de los Ríos y Francisco Antonio Rísquez), el Hospital Linares, El Refugio de la Infancia, varias entidades financieras, las sociedades benéficas, Tributo a los Pobres (que se especializaba en financiar la sepultura de los pobres), Caridad a Domicilio (que asistía a enfermos que no podían asistir a los hospitales), Amigos de la Caridad, Sociedad San Vicente de Paúl, La Asistencia Pública, Caridad al Desvalido, Flor de la Caridad, Aurora Benéfica (que era una especie de cooperativa, donde los miembros se ayudaban unos a otros), Vínculo de Caridad, Escaramuza Benéfica, Proveedora de Humanidad, Divino Redentor, L’Union (creada por emigrantes franceses), Fratellanza Italiana, Benéfica Española, Protectora Mutua de Canarios, Deutsche Krankenkase y muchas otras. Hay que anotar aquí, que muchas de estas asociaciones eran creadas por personas de bajos recursos. La percepción que arroja el recuento es que la acción ante la pobreza en ese período era extendida, y, sobre todo, reconocida como una necesidad —una urgencia— y un deber ciudadano.

Por último

A recapitular algunas de las realidades materiales y de la vida cotidiana de la pobreza en Caracas, están dedicadas las páginas del breve capítulo final del libro. A falta de soportes estadísticos, García Ponce recurre a datos, registros y reportes censales del más variado origen. Con ello logra ensamblar un cuadro, una especie de boceto de cuestiones como las condiciones de las viviendas y los servicios, la cotidianidad vinculada a los ingresos y los precios de los bienes básicos, la escuela y las diversiones, las problemáticas en los ámbitos de la salud y la delincuencia y, en el plano de los asuntos públicos, factores como la participación en la política, en huelgas y protestas: los esfuerzos de los pobres por mejorar sus condiciones de vida.

Cierra García Ponce su libro con un breve párrafo que quiero copiar aquí para dar fin a este comentario: “Pobreza extendida y mitigada la de la Capital. ¿Más profunda y desnuda de auxilio en el interior? Tocará a los investigadores dar la adecuada respuesta a esta interrogante”.


*Los pobres de Caracas, 1873-1907. Un estudio de la pobreza urbana. Segunda edición, revisada y corregida. Antonio García Ponce. Empresa Editorial Doy Fe. Caracas, 2005.


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