El presidente Rómulo Betancourt visita a los quintillizos Prieto Cuervo el 7 de febrero de 1964 / Archivo El Nacional

Por MIGUEL ÁNGEL CAMPOS 

En los primeros días de septiembre del año 2011 falleció en el Hospital Universitario de Maracaibo el segundo de los quintillizos Prieto Cuervo (Juan José). Las circunstancias de su muerte ratifican la penuria en que han vivido estos hermanos, su nacimiento conmovió a los cinco continentes. Fueron el primer caso en el mundo de varones sobrevivientes, el hecho ampliamente difundido de los cinco hombrecitos hermanados en un abrazo raigal mereció páginas destacadas de la revista Life. Nacieron el 7 de septiembre de 1963, un día antes de la conmemoración de la fundación de Maracaibo (1529), su ciudad natal. La estampa de aquellos adolescentes en una fotografía de periódico que conservo era la viva promesa del empuje y un futuro conjurado.

El espectáculo convocó a todo el país, personalidades variopintas se hacían fotos a su lado, de la farándula y la política llovía toda clase de promesas y ofrecimientos, desde la garantizada leche hasta lencería fina para los cinco cachorros. Hubo incluso una providencia del presidente de la República mediante la cual se les amparaba en los básicos aspectos materiales, sólo hubiera bastado que uno de esos comités de pueblo se hubiera constituido en especie de albacea para ejecutarla en el inmediato porvenir. En febrero de 1964, Rómulo Betancourt se traslada a Lagunillas en lo que ha debido ser su última tarea administrativa fuera de Caracas. Queda la imagen del presidente contemplando, y quizás interrogando, aquel pesebre. Flanqueado por el gobernador del Zulia, Vera Gómez, y la madre exultante, el cuadro no podría ser sino promisorio.

Pero tras la fiesta de los borrachos sólo quedan los estropicios y la mala conciencia. El concierto a beneficio, con donación de la taquilla del naciente grupo “Los Blonders”, debió ser sin embargo el gesto menos oportunista. Sin más cuidados que los de la propia familia, al poco tiempo estaban sumidos en el discreto abandono, pronto acecharon las carencias. Ni educación tuvieron, menos amparo ni diligencia de la comunidad que los celebró, la gratitud de los padres quedó estampada en los nombres que eligieron para los cinco: los del equipo médico. Por fortuna, estos todavía no se llamaban Killer, Yonalber, Kendri, insólitas aberraciones que luego se hicieron costumbre entre el chicherío citadino.

Trate usted de dar con la historia médica del caso, hurgue en los ruinosos archivos de la Maternidad Castillo Plaza o del Hospital Universitario. Busque la ficha de indicaciones y anotaciones del obstetra, ni rastros hay de lo que ha debido ser un documento invaluable de la gineco-obstetricia venezolana, una paciente que no tuvo control desde el comienzo del embarazo, y de conocidos antecedentes de fertilidad y otros partos múltiples. La ciudad ufanada de sus hitos médicos de cirugía y trasplantes, presuntuosa de su centenaria universidad, vanidosita de sus médicos pensarosos, es incapaz de acunar a cinco perfectos ejemplares venidos de la cuarta dimensión. Heraldos de la alegría superan todos los pronósticos de compresión, prematuridad y nutrientes, menos el medio dispuesto sólo para la depredación, filicida, indiferente. Me pregunto cuáles pueden ser los blasones de una ciencia o profesión ruidosa en sus ejecutorias de mostrador, muy sensible a la publicidad que la exalta como un saber misterioso de médicos y parroquianos menos eficientes que pretenciosos. Aunque todavía no se hayan dado cuenta que la medicina es una ciencia social, más antropología que fisiología, y en estas sociedades atrasadas su grandeza deberá dirimirse no tanto en los quirófanos como en los escenarios civiles, donde los clientes antes que pacientes debieran ser ciudadanos.

No veo de qué deba enorgullecerse un pediatra que sólo se limita a salir en los periódicos y desde su singular elección estatuto social no vela por el destino de cinco maravillas en un medio devastador, o unos obstetras que no vuelven a tener más noticias de la madre, y de unas instituciones hospitalarias que no resguardan los documentos forenses de un suceso por varias razones excepcional. Seguramente el destino de este país sería otro si estos cinco niños hubieran ido a la escuela, a la universidad y amparados por una profesión y el entusiasmo público ejecutado una saga de triunfo civil, emblema del bien de una Venezuela hacendosa, que fuera herencia de responsabilidad en un tiempo de drama social. Pero fueron pasto de la incuria, del desconcierto en medio del prevenido desdén, pronto la pobreza los deprime y quedan expuestos a la miseria. Deben ganarse la vida como jornaleros, obreros de lo que caiga, cinco más en una prole ya numerosa, el prodigio pronto se desvanece y el país muestra su nula capacidad de asombro.

Durante años desaparecen de la crónica periodística, para los medios ya no son noticia, sólo miembros más de una familia pobre y sin distinción. Pero ellos seguían estando allí, creciendo en años y uniformados por la indolencia de los olvidadizos, sin plan para el futuro y sobreviviendo al orden del día, debían sucumbir a la fatalidad del desempleo y las carencias. Sin orientación y librados a la indiferencia los cinco son unos encandilados en medio de la dura calle. Los días del conjunto gracioso, arrancador de miradas tiernas entre viejecitas y señoras de recao de olla, de la pandillita llena de gracia y mohines (aunque parece que siempre tuvieron un aspecto doliente), habían quedado atrás.

Hasta hace 33 años, cuando vuelven a ser noticia, las páginas de los periódicos acogen nuevamente el espectáculo, esta vez de sangre y tragedia. Uno de ellos, Fernando Ramón, queda tendido, despedazado por un disparo de escopeta, en una empresa de Ciudad Ojeda: en un cambio de guardia, a su hermano se le escapa un disparo. Sobrevivían como guachimanes nocturnos en alguna contratista de la Costa Oriental, lugar de donde son y vive su familia hasta el día de hoy. La escueta nota de la noticia de esta segunda muerte habla de un accidente. Una caída, al parecer en el lugar de trabajo en el ya conocido oficio de vigilantes, acabó con la vida de Juan José. Le produjo una hemorragia intracraneal cuyas consecuencias no pudieron ser contenidas por los médicos que lo operaron en un segundo momento y tras permanecer dos días en el Hospital de Ciudad Ojeda sin mayor pesquisaje. Rindió su vida de origen prodigioso a los 47 años, el otro lo había hecho a los 23, cortísima expectativa al parecer para los que en este país vienen al mundo hermanados, que mima a su muchedumbre y se vanagloria de que esta vive hasta más allá de los setenta y cinco años, uno de los indicadores de desarrollo humano, según la fórmula de certificación de bienestar del Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas (PNUD).


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