Por JULIÁN MÁRQUEZ

Desde el principio de Los hilos subterráneos, uno de los persistentes palimpsestos literarios de Alejandro Sebastiani Verlezza, en las primeras impresiones surgidas de la lectura, el sentimiento empático no escapa a la inesperada evocación de Robert Musil, cuando hacía un alto en la escritura de sus novelas, en principio Las tribulaciones del estudiante Torless, después El hombre sin atributos, sus obras mayores, expuestas a las precisas interrupciones, acaso planificadas, para enseguida dedicarle una porción de tiempo a las anotaciones apasionadas de su Diario, registro confidencial y tributario de las novelas, testimoniando en las páginas de los cuadernos las vivencias y las reflexiones del cotidiano vivir, siempre reincidente y variante en los vaivenes impredecibles de la vida, en cualquier lugar del mundo mientras haya escritoras y escritores predispuestos a la auto confesión en las horas más propicias para hacerlo, según la satisfacción  distintiva de percibirse a sí mismo en los reflejos de su propia escritura. Sin sospechas, una imagen elegante aquella, la cual podríamos asignársela en un retrato análogo al autor de Los hilos subterráneos, cuando yendo contra la convención despliega una manera escritural de ruptura, paralela al Diario de consignaciones, recreado después en poesía, situado en el continuo de la literatura misma, concebida también apasionadamente por seres tan entrañables como Frank Kafka, Alejandra Pizarnik, entre tantos escritores propensos a dejar testimonios escritos de sus hechos ordinarios, condensados en las alegrías y los dolores de la vida real de la existencia, en medio de la fascinación y el asco, como versifica consciente el poeta Sebastiani Verlezza, en el hilar significativo de las vivas metáforas de su flexible propuesta en contra de los clisés.

Una generosa advertencia, al comienzo del libro, quizá más bien un guiño, en busca de la complicidad cabal del lector, convida a participar en el propósito transgresor del poeta, cuando, soslayando los ambages, dice: Me dio por soltarle las fechas a mi diario del año 2011 y así quedaron estas páginas, algo volanderas y bailantes, como un móvil de esos que el viento lleva de aquí para allá… Sin embargo, el desamarre no es absoluto, poderosos vínculos mantienen el lazo indisoluble con el diario Derivas, antecedido en nueve años de publicación. Los dos textos surgen de un venero común donde el azar no es posible, sucumbe ante la certidumbre de las cosas, como aspiraba Francis Ponge, entretejidas (o más bien hiladas) con los mismos elementos de donde parecen provenir Los hilos subterráneos. Desde ese lugar subterráneo de los espectros literarios, la raigambre genésica de Derivas reclama cierta afinidad con texto afín, pese al rompimiento de los límites.  Saludablemente, ni siquiera con su prodiga fragmentación en poemas, prosa, reflexiones, aforismos, haikús, la nueva propuesta consigue alejarse demasiado de las percepciones calidoscópicas de las formulaciones semánticas y semióticas del lenguaje, sublime estimulador de las derivaciones de los colores de esta poesía de las escenas impresionistas, conceptuadas como una derivación del concepto poiesis, significativamente creación en los tintazos más elocuentes del grado cero de la escritura, próxima a la válida necesidad de transgredir las convenciones de las formas cosificadas, para muchos partes de la naturaleza.

Entre los pugilatos sucedidos en los oficios de las artes se ha argumentado hasta la saciedad las razones por las cuales se pueden saltar las normas. Pero hacerlo implica poseer una consciencia prístina, dominadora de la ruta signada por el tráfago de los días, escurridizos e impredecibles de los tabús estatuidos. El atrevimiento, por más razonable, tiene sus riesgos, consustanciales a cualquier desafío proyectado más allá de los bordes de los ojos complacidos. Luego la novedad está allí ante el ocioso y muy desocupado lector,  a veces compañero de los cambios de piel, ese sujeto acostumbrado, como el mismo poeta, al ir y venir ordinario en los bagajes del spleen de la ciudad absorbente, jubilosa o triste, tantas veces huraña, en su eterna instantaneidad de auge, adherida, semejante a un pulpo, a las cáscaras de las cosas y los cueros de culebras de los citadinos habitantes, girando alegres y melancólicos, cuando las calles, asombrosas e indiferentes, en un tris conforman miríadas de seres desahuciados, aferrados a sus rondas de nostalgias en los bordes desvaídos de un bar o unas tascas, sobrevivientes del caos postmoderno y autoritario, vadeando los deshechos de las grandes decepciones, en los desafiantes cuadriláteros del ensogado urbano, escenario expuesto a esa pulsión de hurgar en las zonas más abisales de  las emociones tejidas en el reverso de las tramas contrastables del adentro y el afuera, sumido en el subterráneo mítico donde permanece un péndulo siempre oscilante, en cuyo movimiento vibra silencioso el sonido de las sensaciones en el instante de las averías inesperadas y sensibles, disparadas en los gestos de las angustias del entorno (oscilo, oscilo, entre una vereda y otra, vienen los salpicones de agua, casi sin asidero, a punto de irme voy, pero de pronto retomo la corriente de la concentración y aparece el espacio sin límite…). La idea del escape siempre está en la memoria, pero traspasar más allá de la espiral del paisaje inmediato cuesta el esfuerzo de continuar oscilando en la inseguridad de la duda para preguntarse: ¿por qué estoy en esta ciudad y no en otra? La respuesta no siempre es fácil de detectar, mucho menos de responder ante el poder geométrico del ambiente irregular del micro orbe urbano, sementado en los consabidos cuatro puntos cardinales,  generados en los entresijos de las fuerzas de los mitos indescifrables en el diario beneficio de los centelleos de la ciudad arácnida. Toda la imaginería de la urbe conmueve y agita los sentimientos de Alejandro Sebastiani Verlezza, busca la médula de la ciudad, sus vísceras, el tono y su ritmo. Desde el alba hacia el alba convive con ella, la siente andar dentro de él, quien aplica con ensañada ironía su mirada perspicaz para escudriñarla minuciosa y conocer el cuerpo abisal como el animal  (extraño) de lejos avistado en los entresijos de  los sótanos lúgubres,  contemplar sus fauces que todo lo devora entre los vapores del infinito tejido de lo real. En esa misma esfera de la imaginación, entre verso y prosa, se concitan las lecturas necesarias (al azar Pessoa ―a la manera de Ricardo Reis―, Sergio Pitol, Thomas Mann, Silva Estrada, Elizabeth Schön, Octavio Armand, Alexander Blok, Severo Sarduy. Tras la inexcusable mención de Lezama Lima otras prestigiosas figuras del vasto orbe cultural se apretujan en las páginas del poemario, las restituyen los rasgos innegables de sus inteligencias. De pronto, Aldo Bodini, tan incógnito como Italo Svevo. En el anciano Bodini casi todo está por conocerse; ya se verá, dice, Sebastiani Verlezza. Por ahora unas líneas de versos pletóricas de nostalgia: Eres un pensamiento aéreo, eres nada, eres el Ser contra el gran muro/lengua ligera, bien andas por el mundo, te falta solo el deseo. La mínima muestra es suficiente para interesar a la curiosidad de los sentidos.

Después, mediante el recurso del flash back, también se escucha música pop en inglés: en la habitual intimidad suenan los Beatles; de vez en cuando ciertas voces se cuelan y un jazz bastante sabroso suena en la radio, para luego estimular los impulsos de sentarse a escribir. Más tarde los pinceles animados trazan formas, figurativas, abstractas; a veces las manos diestras componen un collage colmado de atención. Con el cuerpo impregnado de humo y escama irrumpen las reminiscencias de los amores no siempre correspondidos en las exigencias de los fractales deseos.

La avidez, en ciertos momentos, lo encamina hacia la librería habitual o deja andar los pasos hasta la tasca rumorosa donde aguardan los amigos. La circulación de la atmósfera bulle en ruido de moscardones, las palabras extravían sus sentidos, en la mezcolanza  los surcos indescifrables brotan formas no premeditadas de la paradoja. Es preferible optar por el silencio, resguardado en la cerveza catártica, mientras el recuerdo abre una ventana, escapada del cerco de la noche hacia el amanecer. Ha sucedido otra vuelta de tiempo, a la llegada del mediodía la humedad se desintegra. Una referencia al cine hace perdurar  la silueta encorvada de Nosferatu, aprehendía la noche anterior en la ecran de un cine. Surrealistamente, asombra la cama que sale volando, rasgando el cielo. Los ecos rescatados de las antiguas voces de la familia reconquistan su espacio de saudade. Sobre los desperdicios de un basurero el sol calienta una maleta repleta de recuerdos ya sin posibilidad de extraer de los objetos, papeles, postales, estampillas, billetes y monedas extranjeras, con otras menudencias. Carnets universitarios,  abandonados sin una melodía de dicha, aunque ahora deparadora de una melancólica imagen cortazariana. La reacción ante la derrota debió haber alcanzado la cumbre del desencanto, solo en medio de una insuperable decepción la gente puede lanzar su pasado a la basura, quizá la ignota protagonista lo hizo después de haberlo premeditado tantas veces o nada más bastó un instante de rabia desbordada. La suerte de la sobrevivencia del acto reside en la facultad reivindicadora del poeta a través del ritual de las palabras consagradas al poema vidente, cuando el ludismo de las epifanías es implantado en otro desvelo, en el fondo soterrado donde la urdimbre conjuga sus hilos subterráneos, cuya materia se cuela sensible hacia la superficie en las páginas rapsódicas entretejidas en la fuerza de la poesía.


*Los hilos subterráneos. Alejandro Sebastiani Verlezza. Editorial Eclepsidra, Caracas, 2020.


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