Victoria de Stefano / Vasco Szinetar©

Enrique Vila-Matas

Enrique Vila-Matas | ©Guillermo Mestre

Por EDNODIO QUINTERO

Otoño de 1955. A una hora temprana y bajo una ventisca gris ceniza, por una calle del barrio de Gracia de Barcelona avanza un niño de siete años llevado de la mano por una señorita de compañía, severa, recatada y monjil. El niño, ya lo adivinaron, es Enrique camino de la escuela, portando en bandolera el pesado bulto escolar repleto de libros, cuadernos y de una libretita donde va anotando las primeras palabras que le llaman la atención: escapulario, vergel, cinematógrafo, almácigo. Sin que el niño tenga conciencia de su tarea, aquella libreta es una representación de sus futuros dietarios y la primigenia raíz de su vocación de escritor. El infante paseante se sabe desde siempre un infatigable explorador y acucioso observador, y en aquel recorrido habitual que se habrá de prolongar a lo largo de una década irá barriendo con su mirada detalles del entorno que su memoria prodigiosa guardará para un futuro museo de artefactos inútiles nimbados de una belleza colosal: la verde herrumbre de un farol, el resplandor terroso de un muro de ladrillos, las formas románicas de un portal, la sombra de una golondrina como una ráfaga contra una blanca pared.

*

¿Qué es Bartleby y compañía? Para mí, este raro libro, al parecer inclasificable, es un híbrido en el más amplio sentido de la palabra, mezcla de narración y reflexión, de novela posmoderna y ensayo a lo Montaigne. Un audaz y vertiginoso recorrido por los territorios de la escritura. Utilizando como excusa o leitmotiv los extraños casos de aquellos escritores militantes del No, es decir de la no escritura, ágrafos o estíticos o silenciados por la locura o por alguna otra tragedia colectiva o personal. Con exquisita elegancia y con un muy fino humor, de manera sutil, exhaustiva y divertida, Vila-Matas se adentra en el mundo de los escritores, sorprendiéndolos en el instante mismo de disponerse a escribir o a negarse a hacerlo, husmeando en sus miserias y tribulaciones, siempre con una actitud comprensiva y compasiva, descubriendo en aquellas instantáneas, ciertamente instantes de vida, la fragilidad del ser humano y la inutilidad de cualquier esfuerzo. Y así, lo que pareciera un erudito y entretenido paseo por las letras, de la mano de un fanático de la literatura, se convierte en un reclamo existencial, en la postulación de una metafísica.


Victoria de Stefano

Por ARTURO GUTIÉRREZ PLAZA

Este lenguaje deslumbrante, rítmico y penetrante con el que Victoria de Stefano nos interpela como lectores, página tras página, no se detiene en diferenciaciones genéricas. Pues se trata de una lectura que desborda toda posible preceptiva, al poseer plena conciencia de la amenaza de las limitantes que pretenden rotular las características de cada género. De tal modo, la reflexión que tiene lugar en el ámbito ensayístico, referida a temas como “el lugar del escritor” en la sociedad moderna, el compromiso artístico y vital inherente al oficio de escribir, la dimensión biográfica del texto creativo, el espacio narrativo como ampliación discursiva del ámbito poético, la soledad necesaria del artista, el placer y el enriquecimiento existencial que otorga la lectura o la experiencia migratoria y los viajes, es también fértil en su novelística.

En resumidas cuentas, podríamos afirmar que toda la obra de Victoria de Stefano es una que sin atenerse a concepciones predeterminadas y a prerrogativas del mercado va al rescate del valor de aquellas que como el Quijote y el Ulises, esto nos lo enseña en su ensayo De lo imperfecto del arte, permanecen “indóciles e impuras”, al no verse constreñidas por moldes rígidos. De allí la libertad que les permite seguir dando cuenta de aquello que hay “detrás de cada escritor”, de ese “yo débil volcado”, fiel a sí mismo, tras el cual podemos percibir “una filosofía, una apuesta moral, una visión del mundo”.


Juan Sánchez Peláez

Juan Sánchez Peláez | ©Vasco Szinetar

Por PATRICIA GUZMÁN

Reclamo, reclamo ardoroso a los ojos para que se abran y miren y digan y nombren lo que ni siquiera sabemos si es visible, es el de Juan Sánchez Peláez. Él ha tanteado la presencia, la figura, de lo inimaginable, de lo intangible, ha pasado la vida en vela cuidando de nosotros, presto para advertirnos que “la belleza es la muerte segura”, presto para alertarnos sobre las trampas de la fe en la belleza, esa santa e impúdica perra.

Él, Juan Sánchez Peláez, ha sido el lazarillo del desvelo, del trance nuestro por los parajes de la sensualidad y de lo que humilla de tan prístino. Dueño y señor ha sido de la “oscura transparencia” que hace soplar y resoplar en medio de su pecho, a riesgo de la asfixia, en nombre de atisbar al menos las cenizas del misterio. Eso “que se escapa a la atribución de significados, como si la palabra poética estuviera en otro lugar, en un más allá de los significados, un discurso atado a zonas inconscientes que se escapa al contenido de las palabras y que se encuentra más cercana al mundo de la música”, ha dicho Alberto Márquez.

“Soy de pies a cabeza la gran vacilación del hombre”.

¿Es ese usted? ¿Es ese hombre Juan Sánchez Peláez? No nos crea tan inocentes, sabemos que es usted quien dice:

“Por los ritmos primordiales de

nuestra tierra

que es dura y suave

por los cinco sentidos

y nuestro abismo

por querer paladear la luz

nos arrodillamos y lloramos así:

si tu boca está en lo infinito

y tu espina es mi pan

ya debes tener dos piedras sobre cada

mano del desierto

ya no posees abejas dentro del panal

ni manantiales sino montañas elevadas

y continúas dormido en los páramos

que no son albergue de nadie

y es inútil que hagamos frente a ti

salvas de aplausos o disparos con fusiles

y no te importa el grito demasiado audible

entre nosotros”.


Rafael Cadenas

vasco
Rafael Cadenas / Vasco Szinetar ©

Por PATRICIA GUZMÁN

Escribe Cadenas: “Vivir en el misterio, frase redundante”. “La vida es la protagonista”.

Y de sentirla en nosotros es de lo que se trata, intenta comprender y hacernos comprender Cadenas, sacando algún provecho de sus gestiones para vivir, de sus gestiones para acceder a la palabra que no siempre le ha correspondido, y así lo ha declarado: “A pesar de haber escrito un libro en defensa de nuestro idioma, soy un pobre verbal, me faltan las palabras. Tienen la costumbre de perdérseme. Les gusta dejarme solo. Seguramente, pienso, me cobran los años de abandono en que las tuve por buscar codiciosamente la realidad. Hoy me parece que no hay nada que buscar y que tal vez sólo se trate de sentir la vida en nosotros”.

¿A qué suena, cómo y dónde duele eso? “Eso que no tiene nombre y sobre lo cual nada se puede decir”, adelanta Cadenas volviendo la mirada hacia “ese no se sabe qué” del que María Zambrano nos diera noticia, eso que se llama o es llamado “lo desconocido, el misterio, la naturaleza, el ser”, aunque no tenga nombre y se niegue a ser descrito. Eso inaprensible que somos nos hace presas del sobresalto, nos entrena en el uso de los signos de interrogación, a los que vuelvo a aferrarme para inmiscuirme entre sus dudas, poeta Cadenas; me aprovecho de ellas para ser un no sé qué con usted. Escúchese bien, repita consigo mismo, repita conmigo:

“¿Quién eres para ofrecerte?

 —te decías—

Cuánto no te costó

ver

que eres

al mismo tiempo

menos y más

de lo que creías,

pues perteneces”.

Pertenece, nos pertenece Rafael Cadenas, sus libros se nos tornan precario pero único equilibrio para asomarnos a los acantilados del alma. Desde allí, le prometemos, poeta Cadenas, honrar la tarea encomendada:

“Custodia la lengua

con la que adoras.

Ella muestra y oculta

tu rostro,

la presencia,

el más poderoso reclamo”.


Eugenio Montejo

Eugenio Montejo, Adolfo Castañón, Luz Marina Rivas y Diómedes Cordero | ©Vasco Szinetar

Por ADOLFO CASTAÑÓN

Eugenio Montejo es autor de una obra rica, innovadora y compleja, que se vierte sobre todo en libros de versos y poemas. Varias facetas innovadoras conviven en su diamante. Dos, sin embargo, saltan a la vista como decisivas: la primera tiene que ver con su idea o más bien, para recordar al poeta italiano Giuseppe Ungaretti, con su inteligente sentimiento del tiempo —idea o sentimiento que se afinca y enraíza en una profunda experiencia amorosa en la que cristalizan y culminan las experiencias y, a veces, los experimentos de la piedad, la compasión amorosa y la afinidad o afinación órfica— registros, todos, que hacen de la poesía lírica y dramática de Eugenio Montejo, un ente, un ser que dialoga, un ser hecho para el diálogo y el coloquio.

Y algo tiene nuestro Eugenio Montejo del alquimista sigiloso que vierte en el atanor del lenguaje sus menas, sus gangas, sus ganas y sabe transfigurarlos en oro, platino y otros metales radioactivos, como si fuese una suerte de Paracelso criollo, familiarizado con los espíritus elementales de las plantas, las piedras y, desde luego, los insectos y el resto de la fauna.

La radioactividad que encierran sus obras es, como la de Fernando Pessoa y Jorge Luis Borges, contagiosa, aunque no infecciosa, pues en su proceso o proyecto biomimético, Eugenio Montejo se ha cuidado en cada paso de la estilización y de la copia de sus propios procedimientos retóricos que, él como buen alquimista y celoso boticario, sabe tener bien guardados en la alacena.

De ahí entonces el valor —en diversas acepciones de la palabra— de una obra como la de Eugenio Montejo. Obra compleja y a la par transparente, sencilla y redonda como una fruta pero henchida y embebida de juegos imprevistos y zumos inéditos, articulada desde la perspectiva o la actitud implícita en los diversos géneros de su ceremonial oficio. Porque éste es uno de los misterios felices de la enseñanza que es lección de Eugenio Montejo: su gobernada versatilidad, su ondulante transvase o injerto de poema en poema, de prosa ajena en himno propio, de ensayo en estudioso diagnóstico de las artes plásticas —como en sus luminosas aproximaciones al pintor y escultor Alirio Palacios—, y de vuelta a la canción, al aforismo, a la sentencia proferida por un maestro imaginario.


Ramón Palomares

Ramón Palomares | ©Vasco Szinetar

Por PATRICIA GUZMÁN

“… un hombre encontró su pareja y se amaron y el hijo que nació encontró su pareja y la amó / y el hijo que de allí naciera encontró su pareja y la amó y de allí nació un hijo / el hombre murió y volvió otra muerte y se llevó otra vida y otra vida se apagó al entretanto / y vinieron hermosas costumbres y cambiaron las viejas costumbres y otras costumbres y modales se cambiaron y se levantaron templos prodigiosos y los templos prodigiosos se fueron y llegaron nuevos templos prodigiosos…”.

Lo dice Palomares, lo dice porque ha habitado allí, porque con cada poema ha levantado casas de talle largo, habitaciones de cuello alto, porque ha escalado el eco de la primera palabra y ha descendido hasta la raíz más profunda del árbol de nuestro idioma y ha llenado su saco, el saco del alma, el saco en el que guarda las vasijas de sus ancestros —los Cuicas—, el saco en el que preserva la expresión más pequeña de la más profunda emoción vivida, del mayor estremecimiento que le ha producido la diminuta flor del eneldo.

En tal jornada lo acompañan sus paisanos, gente servicial, gente sencilla, que le enseñó a inclinarse para recoger la cosecha, que le enseñó las inflexiones del alma y un alfabeto al que si le faltan letras, le sobra emoción: no entendería el pájaro, por ejemplo, si se le hablase en una lengua ajena al corazón, y no se sentiría aludido el poeta luego de preguntarle a ese pájaro de los siete colores “A quién le decís de querer”.


Simón Alberto Consalvi

Por SERGIO DAHBAR

Quiero parafrasear a Consalvi con unas palabras que curiosamente definen su trayectoria de manera ejemplar, tomadas de su Diario de Washington: “Las páginas de una vida son como las cartas de una baraja, que se pueden leer de distintos modos e interpretar de manera aislada y diversa’’. Atender la tradición de un venezolano que ha sido embajador, canciller, ministro, presidente encargado, pero también, y más importante aún, hombre de Estado, historiador, periodista, escritor y promotor cultural, no puede ser menos que una tarea compleja, provocadora y fascinante.

En él confluyen fuerzas que no siempre salen bien paradas en la historia: conflictos, paradojas, contradicciones… En fin, el curso de una vida donde palabras como militancia, producción, pensamiento y creatividad no son categorías contrapuestas, sino monedas diferentes de una misma manera de estar parado frente el mundo. Y aquí vale la pena arriesgar una primera conjetura: Simón Alberto Consalvi representa los valores de una figura neorrenacentista, un hombre que encarna las múltiples dimensiones de lo humano. Ese es su signo.

Prefiero aquí subrayar su vocación de intelectual atento a las necesidades de un país, que en los años sesenta fue el creador y artífice del Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes, hoy desaparecido, verdadera carta de navegación con la cual hizo posible la creación de la editorial Monte Ávila y la revista Imagen, dos anclas para afirmar la cultura venezolana y darle cobertura internacional.

Ahí está la mano, las ideas, la visión de Simón Alberto Consalvi, que no se cansa de decirnos que para existir hace falta nombrar, que para nombrar hace falta creer en una nación y apostar por lo que mejor que brilla en ella.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!