HELLMUTH STRAKA, 1954, ARCHIVO DE FOTOGRAFÍA URBANA

Por TOMÁS STRAKA

A Vasco Szinetar y Nelson Rivera

Puedo recordarlo, reconcentrado sobre sus álbumes, en la casa de San José. Era un trabajo de horas, tal vez de días, no puedo precisarlo.  Pero sí me consta que era un trabajo largo. Cuando quise imitarlo con mis primeras fotos, no tuve la paciencia. Papá iba recogiendo imágenes y mapas, esperaba la foto exacta, y entonces las calcaba en papel cebolla,  las plasmaba en las páginas de las libretas —porque los álbumes eran agendas, nunca álbumes comerciales, de esos que venían con hojas revestidas de plástico— y las coloreaba.  Un trabajo artesanal, que complementaba con comentarios y datos. Evidentemente, todo aquello era para satisfacción personal. Nadie, fuera de la familia, los veía. E incluso en la familia, solíamos repasar otros álbumes, esos sí comerciales, con imágenes usuales: fotos de viajes y reuniones, de navidades o algún otro evento. Pero sus expediciones, las investigaciones de cuevas y petroglifos (sus dos pasiones para cuando lo conocí) estaban en esos cuadernos numerados, comentados y decorados, que son como el gran diario gráfico de su vida. Algunas de aquellas fotos terminaron siendo publicadas. Otras se volvieron diapositivas, esas sí para mostrar. Antes de las redes sociales había una costumbre en torno a la fotografía: la de hacer tenidas con amigos y enseñarles diapositivas de algún viaje. No me acuerdo de que papá haya hecho una en la casa, pero sí haber asistido a muchas. Además, todo conferencista debía tener su batería de diapositivas.  Pero los álbumes, en sí, eran asunto suyo y nada más que suyo.

Hoy, gracias a la Fundación Fotografía Urbana, de Caracas; a La Fábrica, de Madrid; y al empeño de Vasco Szinetar, esos álbumes se hacen públicos. Editadas algunas de sus páginas en un fotolibro de la Biblioteca de Fotógrafos Latinoamericanos, que tiene nombres del tamaño de Cassasola, Korda y Paolo Gasparini, le otorgan a mi papá, Hellmuth Straka (1922-1987), plena ciudadanía en la república de los fotógrafos. Todos siempre lo pensamos de otra manera, como un antropólogo o un espeleólogo, autodidacta pero con aportes, algunos significativos. Como un humboldtiano perdido en el siglo XX, que leía de todo, de historia a botánica, y escribía deliciosos artículos de viajes y de costumbres. Incluso como un periodista, al que la Cadena Capriles llegó a encargarle la cobertura de algunas cosas. Pero las fotos, que siempre lo acompañaron en cada estación de su vida, eran como algo accesorio a todo lo demás. Ahora, gracias a la mirada de Vasco, se está haciendo lo central.

Un fotógrafo en El Tamarindo

Mi papá andaba permanentemente con una cámara, de modo que antes, mucho antes de los selfies y toda la revolución de los celulares, cuando las fotografías eran muy planificadas, tenía ya la costumbre de tomar fotos en todo momento. Tal vez nadie menor de cuarenta años se acuerde bien de la relación usual con la fotografía a fines del siglo XX. No todos tenían cámara (y en Venezuela, básicamente nadie la tenía en los sectores populares), los que la tenían sólo las sacaban para ciertas ocasiones, como algún evento  muy especial o sobre todo las vacaciones; muchos seguían yendo a los estudios para tomarse fotos, aunque eso se fue restringiendo a las fotos-carnet, y aún se tomaban fotografías en las plazas, donde una multitud de fotógrafos inmortalizaron niños jugando, parejas de novios o visitantes de otros lugares. Los grandes hitos de la vida eran asunto de fotógrafos profesionales: en la escuela, con el mapa de Venezuela de fondo; en la Primera Comunión, poniendo la mejor cara de santo o santa posible; la juramentación en el ejército, la graduación de bachiller o de la universidad, el matrimonio, algún acto en la empresa.  En ese universo, que entonces nos parecía de popularización de la fotografía, pero que comparado con el actual se nota tan restringido, mi papá empleaba parte de sus nunca abundantes recursos a comprar cámaras, revelar fotos y organizar amorosa, pacientemente, sus álbumes.

Siempre fueron cámaras sencillas, de bolsillo, y siempre fotografías en blanco y negro. Aducía que eran más económicas, aunque, creo ahora, lo estético también debió jugar un papel en esto. Era un rito frecuente, al que lo acompañaba, ir a un fotoestudio que quedaba por la Esquina de Veroes, cerca de la catedral, o a otro en la Plaza de La Candelaria, que yo prefería porque se combinaba con un rato en el parque.  Mientras yo jugaba, papá hablaba con un grupo variable de españoles y, no pocas veces, rematábamos con un helado (papá, siempre, ron con pasas). Aquellas tertulias, decía papá, siempre terminaban siendo de Franco, lo que en ocasiones llegó a fastidiarlo un poco. En La Candelaria compraba Historia y vida, una revista que amaba aunque, solía quejarse, estaba, como los contertulios, demasiado enfocada en la Guerra Civil. Mi hermana era entonces muy pequeña, por lo que sólo venía de vez en cuando, cuando la salida era familiar.  No hay forma de que la Plaza La Candelaria no me recuerde a papá.

No obstante, vivíamos bastante más arriba,  entre el Panteón y el Hospital Vargas. De niño me enseñaron que había tres cosas que debía aprenderme: el nombre exacto de mis padres, el teléfono de la casa y la dirección.  Esta era: de Macuro a Hospital Vargas, Bajada del Tamarindo, No. 39, y había que insistir en que era Macuro, no Amacuro (después supe que el nombre de la esquina se puso en homenaje a Colón, tal vez cuando el cuatricentenario, en 1898).  Ni la esquina de Macuro, ni la de San Rafael, que era la más central, ni todas las manzanas que rodeaban al Panteón y al Cuartel San Carlos, existen ya. Para hacer la Biblioteca Nacional y el Foro Libertador, aquello fue expropiado y demolido… Pero después no fue reconstruido según los planes.  Con el Viernes Negro se detuvo lo que del Foro se tenía diseñado para la parte posterior del Panteón, lo que dejó varias manzanas yermas donde hoy están unas explanadas, un estacionamiento, unos bloques de Misión Vivienda y el nuevo mausoleo del Libertador. Cruzando la avenida, los terrenos simplemente fueron invadidos.  Así, lo que había sido una zona urbana consolidada, hoy es un barrio de creación informal.  El decreto abarcaba la Bajada del Tamarindo y, de hecho, nuestra casa fue finalmente expropiada.  El dato es importante, no sólo porque aquellos álbumes me remiten a San José, sino porque ahora me ayudan a comprender algunas cosas clave de mi papá.

Logramos que el gobierno nos pagara la casa, que no obstante sigue allí.  Derrotado y sin fondos, el Estado reconoció que el Proyecto Libertador no se podía concluir. Los propietarios de inicios de los años ochenta nos fuimos, casi todos hacia el Este (nosotros lo hicimos a Chacao), y las casas fueron alquiladas, en términos generales, a inmigrantes colombianos y dominicanos que entonces llegaban a raudales. Algunas, adquiridas por el gobierno y por eso simplemente desocupadas, fueron invadidas. Y muchos años después, el Estado volvió a darle la propiedad a quienes las ocupaban. Un final elocuente de las políticas urbanas de Caracas, pero que en lo personal me remite a lo mucho que papá sufrió y padeció por la expropiación. Lo vivió como una segunda expulsión, después de haber perdido la casa de Checoslovaquia. Una foto de aquella casa natal estaba enmarcada en la sala, siéndome tan familiar que cuando estuve en su pueblo natal en 2021, la reconocí inmediatamente. A mi papá lo vi llorando sólo tres veces: cuando hospitalizaron a mi mamá (creo que nos creía dormidos a mi hermana y a mí), cuando murió mi abuela y cuando tuvimos que mudarnos. Me sorprendió mucho el llanto. Hoy, el conocimiento de la tragedia que lo expulsó de su patria ahora casi me hace llorar a mí también.

Pero papá no era de quedarse llorando. Se metió en el movimiento vecinal de San José (a veces lo acompañaba: se reunían los sábados en la escuela parroquial de San José), formó parte de comités, firmó cartas, escribió un bellísimo artículo en SIC sobre la Bajada del Tamarindo, que se puede bajar de Internet; y cuando a los extranjeros se le dio el derecho al voto en las municipales, lo ejerció, como siempre, votando a la izquierda (uno de los portugueses de la panadería hizo un pequeño partido que, visto hoy, me parece de esos de artesanos más o menos anarquistas: naturalmente, papá estaba con ellos). Tanto se involucró que, después de muerto, se llegó a plantear su nombre para un parque en Los Mecedores. La casa era alta y estrecha, de tres pisos. Debió ser construida en algún momento de los años cuarenta. Se llegaba por una especie de vereda con casas similares, muchas de las cuales eran alquiladas y, al menos una, era una vecindad. Lo del Señor Barriga era cierto: un señor con maletín iba a cobrar los alquileres, que la gente pagaba en efectivo.  En aquella Caracas nadie pensó nunca en que lo podrían atracar. Nosotros éramos propietarios.

El piso de la mitad era una especie de piano nobile, con la sala, que era un santuario de objetos de sus viajes y exploraciones; y un cuarto donde dormíamos mi hermana y yo.  En la sala había un escritorio de acero, me imagino que desincorporado de la Cantv, donde papá trabajó hasta jubilarse. Encima del escritorio, en desafiante eclecticismo, estaba un mueble familiar del siglo XVIII que, de algún modo, logró salir de Checoslovaquia y llegar a Caracas. Allí escribía sus artículos, sobre todo para dos revistas: la de esoterismo Cábala, donde tenía una sección sobre mitos y leyendas; y otra de viajes y excursionismo, Mecánica nacional (otra aclaratoria constante: nacional, no popular). Por eso allí también lo acompañé, cuando nos leía sus artículos a mi mamá, a mi hermana y a mí, para que le atajáramos los errores en español. Y allí, también, duraba horas haciendo los álbumes. Después de venir del fotoestudio, el segundo rito era ver las fotos, que sacaba de sus sobres de plástico azul, acaso, para él, con esa expectación que se tenía entonces para verificar cómo habían salido (hasta donde recuerdo, nunca lo oí quejarse de alguna estuviera movida o mal enfocada). En los siguientes días ocurría el tercer rito de los álbumes, que nos enseñaba cada vez que llenaba unas páginas nuevas, y que generalmente no volvíamos a ver más.

Creo que nadie, comenzando por él mismo, se imaginaba que en El Tamarindo, como se le dice coloquialmente a la zona, había un fotógrafo importante, incluso de estatura continental.

Unicum

Creo que papá les daba a sus fotos un valor documental y testimonial. Se tomaron pensadas para su plan de vida humboldtiano de viajar, investigar y escribir sobre eso. National Geographic, otra de sus publicaciones amadas, entonces se centraba más en fotografías científicas, antropológicas y científicas que buscaban registrar, no ser bellas. Una extensión de la pintura humboldtiana, que en Venezuela tuvo un protagonista importante, Pal Rosti. En 1977 mi papá pasó a formar parte de la National Geographic Society, otro diploma que mostraba orgulloso en las paredes. Ese era su espíritu. En los álbumes las fotos no eran protagonistas por sí solas, sino parte de un relato. Sabía que algunas eran muy buenas, por ejemplo, la que despliega entera el fotolibro, donde están con un grupo de buyeles de Guinea Ecuatorial, que tenía colocada en una pared de casa.  Pero el hecho de que los álbumes eran un asunto absolutamente personal, y que para las fotos nunca buscó un destino distinto que el de sus publicaciones, dice bastante de la forma cóomo percibía aquello.

Mi papá murió en 1987, devorado por un cáncer. Tantas angustias, calmadas por igual de numerosos cigarrillos, algún papel debieron jugar en ello. Todo indica que fue muy feliz en Venezuela, pero el llanto cuando tuvo que dejar la casa del Tamarindo, demuestra cuán cerca de la superficie estaban sus demonios. Era un hombre alegre, extraordinario conversador, hacía reír a carcajadas a sus contertulios,  disfrutaba la buena mesa, aunque era muy moderado con el licor; leía mucho, todo el tiempo, de forma casi obsesiva, podía ir al cine todas las semanas y amaba la música.  Bailaba bastante bien, aunque se abstenía de ritmos tropicales. Sin embargo, solía tararear algunos boleros, como “Piel Canela” y “Noche de Ronda”, engolando la voz un poco a lo Pedro Infante. Nos criamos yendo a las temporadas de ópera en el Municipal, al Cine Ávila o al Cine Roma, y a cenas y reuniones con sus numerosos amigos, muchos de ellos musiúes.

Como hijo único y además inmigrante, más allá de la familia nuclear que formó ya en sus cincuentas, papá había hecho una familia de amigos entrañables. Sus nombres hablan bastante del mundo que se construyó. Era compadre de Eugenio De Bellard Pietri y de Angelia Pollak-Eltz, que se preocuparon en serio por nosotros cuando murió. Sólo después nos percatamos de cuán importantes eran en sus áreas. La Dra. Federica Ritter, también vecina de San José, era una visita cotidiana. Rafael Ramón Castellanos y Alí Lameda fueron amigos y compañeros de proyectos intelectuales. Con Franco Urbani hizo investigaciones.  Me crié con un universo de antropólogos a mi alrededor: José María Cruxent, Erika Wagner, Enriqueta Peñalver, Mario Sanoja, Jeanine Sujo. Salvo, tal vez, Wagner, ninguno era muy cercano, pero a todos los trataba (y me parece que con Cruxent no se llevaba muy bien).  Miguel Sapkowski, pionero de la televisión en Venezuela, era otro amigo cercano. Corrado Honeck, que fue casi su hermano, fue un compañero de investigaciones, buscador de oro en Guayana y estudioso de los OVNIS, lo que a papá no dejaba de generarle gracia, aunque los ovinólogos, que eran un montón en los setentas, solían buscarlo. Cuando Erich von Däniken vino a Venezuela, le encomendaron hacerle una entrevista. Un haitiano exiliado, Robert Lespinasse, el papá del famoso psiquiatra, y la hija de un vienés afinador de pianos en Maracaibo, Edith Kugel, terminaban de constituir la familia venezolana de papá. Uno de sus editores, Janis Kleinbergs, se hizo otro entrañable. Su director inmediato en la Cadena Capriles, Jean Pierre Luneau, también llegó a profesarle gran cariño. Paul Rouche fue otro compañero de andanzas y buen amigo.

Unicum, lo llamaba la Dra. Ritter. La exposición sumaria de su vida avala este cognomento.  Mi papá nació en Checoslovaquia, que es un Estado que no existe, como parte de una etnia que tampoco ya existe, o casi no existe, que es la de los alemanes de Bohemia.  Esa condición de “último Mohicano” llegó a generarle pesar al final de su vida.  Se trataba de un pueblo de habla alemana que vivía en Bohemia y Moravia, producto de las dinámicas de Europa Central. En realidad, siempre se siguieron sintiendo austríacos, aún después de colapsado el imperio. El apellido Straka, no obstante, es checo, en realidad bastante común, aunque la tradición familiar insista en emparentarnos con los Condes Straka, los mismos del actual palacio presidencial de Praga, la Academia Straka, y el escudo de la familia sea el nobiliario. De tal modo que en realidad mi papá nació en una familia mixta, checo-alemana, pero su idioma materno y universo cultural siempre fue, en realidad, el alemán (sólo lo oía hablar checo con un joyero que estaba por la Esquina del Cují, por donde a veces pasaba).

Cuando Hitler cumplió su cometido de integrar a todos los pueblos de habla alemana en el III Reich, y Checoslovaquia fue desguazada, el pueblo de papá, Gratzen (Nové Hrady en checo), entró al nuevo imperio alemán en 1938. Por eso, cuando se graduó en el Gymnasium de Budweiss (sí, el mismo lugar de la cerveza, en checo České Budějovice), hubo de entrar a la Wehrmacht en 1941.  Siempre soñó con viajar y tener aventuras. Desde niño padeció eso que los alemanes llaman Fernweh, esa angustia por viajar muy lejos. Gratzen parece un pueblo de cuento de hadas, cosa por la que hoy es un destino turístico.  Mi familia tenía una de las principales tiendas del pueblo y mi bisabuelo, por más de veinte años, había sido alcalde, según parece muy querido. Mi abuelo, Viktor Straka, era maestro en la escuela y mi abuela, Marie Therese, un personaje.  La heredera del negocio familiar, era el principal sustento de la casa y, en sus ratos libres, era titiritera y guionista de obras de títeres.  La Radio Alemana de Praga llegó a transmitir algunas de sus obras. Mi abuelo también escribió teatro y llegó a publicar una obra.

Pero papá quería ir al trópico, conocer mundo. A los doce años se escapó de su casa para irse de voluntario a combatir en el ejército etíope, en medio de la invasión italiana.  La aventura terminó en una estación de ferrocarril, donde la policía lo halló y regresó a su casa.  La vida le permitiría apoyar otras luchas antiimperialistas.  No obstante, la guerra que le tocó combatir lo hizo justo en un ejército imperial, la Wehrmacht.  Participó en la Operación Barbarroja, la invasión a la Unión Soviética, y allí estuvo hasta que su unidad fue completamente aniquilada en la batalla de Stalingrado.  Una herida a tiempo lo sacó de la ciudad antes de que se cerrara el cerco. Después fue enviado a Yugoslavia.  Su facilidad con los idiomas había sido empleada como intérprete con los croatas, que formaron un regimiento de su división en Rusia.  De algún modo, se las había arreglado para entender el croata, tal vez porque ya hablaba checo. Después le dieron el mismo trabajo con soldados de la India y árabes que habían desertado del ejército británico por oponerse al dominio inglés.  Pienso que papá se entendió con ellos en inglés.  Además, su independentismo le generaba simpatía. Aunque era un muchacho que no podía calcular la escala de la maldad del nazismo, nunca se dejó seducir por “esos locos”, como los llamaba.

Papá siempre estuvo, en cuanto soldado, orgulloso de sus condecoraciones; la típica pregunta entre los hombres de su generación —¿dónde peleaste?— no era algo que eludía;  respetaba mucho a cualquier veterano laureado, indistintamente del bando en el que hubiera peleado (cosa que entiendo era común en todos); recibía el boletín de los veteranos de la 100. Jäger-Division y sus amigos de la guerra tenían un estatus distinto al de los demás.  Pero del nazismo siempre habló mal. Cuando lo obligaron a meterse en la Juventud Hitleriana, simplemente se escapó, y si la cosa no llegó a mayores fue por los contactos de mi familia en el pueblo. Mi abuelo se deprimió cuando vio los nuevos programas con las leyes de Nuremberg, siempre consideró que la guerra la ganarían al final los aliados y, arriesgando la vida, fue de los que sintonizaba a la BBC. A mi papá nunca le oí hablar mal del pueblo ruso, ni de los checos étnicos, ni de ninguno de los enconos que ensangrentaron a Europa.  Nos mantuvo al margen de todo aquello. Descubrí que eso no fue, ni de lejos, así en todos los casos. Ni siquiera se ocupó de que aprendiéramos alemán. De Rusia le quedó la costumbre de comer kasha y su amor por la música rusa. Pero tal vez lo más importante que hizo allá  fue arreglárselas para salvarle la vida a un judío, aventura que da para otra crónica. No sé cómo lo veía él, pero para mí es el acto de coraje que le hubiera merecido la medalla más alta (¡y vaya que papá, en una división de alpina de asalto, tuvo que hacer temeridades!).

Fue esa la época en la que tomar fotos se hizo una afición. Adolescente, ya había fotografiado la invasión alemana a Checoslovaquia, incluso a Hitler (pero esa foto se perdió), así como todo lo que pudo en la guerra. También grababa películas. Cuando fue capturado el hijo de Stalin, por ejemplo, un oficial, que lo vio con la cámara, lo llamó para que lo grabara. Cuando estuvo en la operación comando que casi captura a Tito, se lamentó de no haber podido tomar la foto. La guerra fue la inflexión fundamental en su vida. A nosotros nos contaba con infinitas anécdotas de sobremesa, evidentemente matizadas.  Sólo después que adquirí plena conciencia de lo que representaron el millón de muertos de Stalingrado y la rattenkrieg,  puedo entender su aversión a la bulla, que lo exaltaba, o sus ataques de nervios, que calmaba fumando. La metralla que tenía en la garganta no fue, seguramente, una cicatriz más fuerte que las emocionales. El fin de la guerra no significó la paz para él. En parte como venganza, y en parte como profilaxis de futuras invasiones, el presidente de Checoslovaquia, Edvard Beneš, en 1946 firmó un conjunto de decretos por los que confiscaba los bienes y expulsaba del país a todos los germanoparlantes (se les conoce como los Decretos de Beneš).  Fue aquella pérdida de la patria, del terruño y del hogar que tanto afectó a papá, como a otros millones de alemanes que fueron expulsados de sus casas.  La pérdida que le hizo arrancar lágrimas cuando le tocó abandonar su amado Tamarindo.

El fotógrafo en Venezuela

Como una rama de la familia estaba en Austria, lograron establecerse en Estiria.  Mi abuelo rehizo su vida como maestro en un pueblo alpino y mi papá consiguió un empleo prometedor, en la Gendarmería. Incluso le dieron el grado de teniente. El inglés nuevamente ayudó a que las tropas americanas e inglesas vieran en él a un buen gendarme. Pero la posibilidad de ser policía no le gustó nada. Años más tarde dirá en una entrevista que eso de perseguir contrabandistas, su principal tarea, no era lo suyo. Tampoco se le ocurrió ir donde su primo-hermano, Carl Hahn (1894-1932), uno de los fundadores de Audi y figura importante del Milagro Alemán. Siempre le tuvo un inmenso cariño a mi abuela, su tía; y sin duda lo habría ayudado. Pero mi papá tomó una decisión típicamente suya: renunció a la Gendarmería y se unió a un circo.

Siempre recordó con amor su período en el circo, que no debió pasar de uno o dos años.  En la casa tenía guindada una foto con su uniforme circense.  Su trabajo era limpiar los animales, en especial los elefantes. El circo lo ayudó a viajar y a comer. Entonces comenzó a tomar sistemáticamente fotos de sus viajes e hizo los primeros álbumes, menos decorados y con comentarios escritos en alfabeto Sütterlin (no fue hasta mucho después que cambió al alfabeto latino). Después del circo intentó entrar como inmigrante ilegal a Suiza, donde los detienen, meten en un campo de prisioneros, casi todos rusos huyendo de Stalin, y finalmente lo deportan a Austria.  Para 1949 está ya en Italia, donde permaneció, con retornos a Austria y visitas a otros países, por tres años. Recorre la península, el Año Santo que decretó Pío XII en 1950, lo encuentra de jardinero en un monasterio en Roma; y la muerte de Salvatore Giuliano, un bandido social que, en cierto modo, fue el último episodio de la guerra civil italiana, lo sorprende recogiendo tomates en Sicilia.  Aprendió italiano, amó mucho a aquel país, adoraba sus canciones, como todos los jóvenes de la época se enamoró un poco de Gina Lollobigida y, hay indicios, logró relacionarse con algunas muchachas locales que a lo mejor le recordaron a la Lollo. Pero quería viajar más. Tal vez influyó que Italia también estaba bastante mal, que consideraba, como lo hizo hasta el final, que Europa estaba acabada, que lo mejor era huir. Pero creo que sobre todo sintió  que había llegado el momento de vivir el sueño, de irse lejos, muy lejos.

Cuando Egipto termina de independizarse en 1952, escribe a la legación en Viena ofreciéndose como soldado, que era una de las pocas cosas que sabía hacer, después de los idiomas y del oficio de telegrafista, que le enseñaron en el ejército.  Egipto declina la oferta, pero en algún punto de Italia se encuentra con un oficial del ejército venezolano, el teniente coronel Jiménez Velásquez, que le comenta que están buscando inmigrantes en Venezuela.  Mi papá tenía un conocimiento muy parcial del país. Había leído en la prensa algo de un dictador que había muerto en el poder, después de gobernarla por décadas; y en la escuela le hablaron de un tal Simón Bolívar, que mi abuelo, liberal como siempre fue, al parecer admiraba. Por su cuenta leyó algo más de vacas y llanos, que no le llamó la atención. Me da la impresión de que, por alguna razón, del petróleo no vino a enterarse hasta que llegó a Venezuela.  En algún punto de sus peregrinajes vio Los comisarios de Héctor Poleo, y con eso se hizo su primera imagen del país. No sonaba muy prometedor, pero era algo. Con sendas cartas de recomendación de Jiménez Velásquez embarca en el “Amerigo Vespucci”, un vapor repleto de inmigrantes italianos, en ese mismo 1952.  Debió haber viajado en tercera clase, porque contaba que en la noche subía a dormir en la cubierta, buscando un poco de aire. Después descubrió cómo colarse en los botes salvavidas, donde durmió el resto del viaje.  El 17 de julio de 1952 ve las costas del que sería, en adelante, su hogar.

Pero al principio las cosas no fueron como esperaba. Jiménez Velásquez, al parecer era primo de un oficial del que entonces probablemente no sabía nada, pero del que muy pronto oiría bastante, Marcos Pérez Jiménez. Sin embargo, esos lazos familiares no le impidieron involucrarse en un intento de golpe fallido. El hecho es que sus cartas ya no  sirven para nada. Pero mi papá se entera de eso después. De momento se encuentra en La Guaira solo y sin dinero. Pasa la noche en el puerto, durmiendo a la intemperie. Después celebraría aquello, ya que Jiménez Vásquez lo pensó como instructor del Ejército, y mi papá no quería volver a un cuartel. En el puerto, seguramente pensando en qué sería de su vida, aparece entonces un alemán que, según le contó, había estado en un submarino en el Caribe durante la guerra, lo habían hundido, estuvo de prisionero (aunque no me acuerdo si papá decía si fue en Venezuela o en otro sitio), y terminada la guerra decidió quedarse. El alemán le brinda un refresco, lo sube a Caracas y, ya en Catia, le presenta un farmaceuta, también alemán, que lo emplea. Es el inicio de la aventura venezolana.

Contrariamente a lo que había pensado, resultó ser un sitio muy interesante. Aprovechando que en todas partes se necesita mucha mano de obra, comienza a recorrer el país con trabajos temporales: es obrero haciendo el Mercado de Guaicaipuro y una carretera en Pedernales; también es obrero en Jabón Las Llaves, en Puerto Cabello; la gobernación de Apure lo nombra enfermero en El Yagual (algo de enfermería había aprendido en la guerra), y finalmente llega a Maracaibo, donde entra a trabajar en Siemens. Entonces la empresa alemana estaba modernizando la red telefónica en la ciudad, y papá era un intérprete entre los obreros marabinos y los técnicos alemanes, lo que explica que mi papá hablaba un español maracucho lleno de groserías y otras expresiones, que mi mamá logró atemperar. En todos estos viajes está haciendo fotos y elaborando álbumes. Es la época en la que abandona el alfabeto Sütterlin. También comienza a escribir: en periódicos austríacos publica crónicas de la Colonia Tovar y de Apure, que ilustra con sus fotos.  Es el destino humboldtiano.

Venezuela lo fascina, pero en Maracaibo en particular lo atrapa el mundo wayúu y las comunidades de la Perijá.  Encontró por fin un objetivo en que centrarse.  Averigua sobre sus costumbres, hace amistades, incluso llega a enamorarse de una wayúu, se las arregla para aprender rudimentos de su idioma y, sistemáticamente, los fotografía.  Comienza a escribir en Panorama y a denunciar los problemas de terrofagia que acosan a los indígenas. Llega a hacerse un nombre, al punto de que en 1961  un terrateniente, especialmente molesto, contrata a un sicario para que lo secuestre y asesine.  Lo ocurrido es increíble: mi papá logra convencer al sicario de que no se trata de Hellmuth Straka.  El sicario le pide la cédula para confirmarlo.  Mi papá se la da, rezando que sea analfabeta. En efecto, lo era y lo deja ir. Fue una suerte extraordinaria, pero es el fin de su vida en su amada Maracaibo. Durante su secuestro Panorama hizo una campaña reclamando su paradero, pero igualmente era peligroso.  Años más tarde recogió estas aventuras en su libro Ocho años entre Yucpas y Japrerias (1980).  Comienza una nueva etapa en la vida venezolana, ahora en Caracas y trabajando en la Cantv (cuando la Siemens terminó sus trabajos en Maracaibo, le ofreció a papá un empleo prometedor, pero él decidió quedarse con la contraparte local).

Sus intereses e investigaciones pasan de la denuncia a lo más científico. Ingresa a la Sociedad Venezolana de Ciencias Naturales, comienza a investigar el arte rupestre, las cuevas, a las que tal vez llega por esa vía, y a hacer viajes a otros lugares de América, como Ecuador y Colombia, y a África, como Senegal y Guinea Ecuatorial. Publica trabajos académicos en el boletín de la Sociedad Venezolana de Ciencias Naturales (uno muy importante, “Los petroglifos de Venezuela”, de 1975), y hace aportes como el del geoglifo de Chirgua, descubrimiento reconocido por el extinto Instituto de Antropología e Historia de la Universidad Central de Venezuela. En Guinea Ecuatorial hizo el que, tal vez, es su descubrimiento más sonado: la Cueva Caracas, a la que bautizó así en homenaje al Cuatricentenario de la ciudad. También se vincula con los rebeldes que estaban luchando por la independencia, regresa a Venezuela creando un comité de apoyo y, cuando finalmente, la obtienen, hace un acto en Caracas y llama a la prensa. El fotolibro reproduce la página de la celebración.

Descubriendo al fotógrafo

A los 47 años mi papá se casó con mi mamá, que entonces tenía diecisiete.  Fue entonces cuando compró, casi como regalo sorpresa de boda, la casa de El Tamarindo. Todo el tiempo anterior en Venezuela había vivido en pensiones de inmigrantes. Aquello debió haber dejado boquiabiertos a todos. Algo he oído de amigos y familiares en Austria. Había motivos para esperar lo peor: una muchacha de Barlovento, que vivía en San Agustín del Sur, trabajaba en una fábrica de ropa, ¡treinta años menor!, no auguraba un matrimonio estable.  Pero resulta que sí lo fue.  Mi hermana y yo nos criamos en una casa prácticamente sin peleas, con padres que se trataban como los novios enamorados del primer día. Después mi mamá me ha contado cuán romántico era papá, hombre de flores, bombones y poemas. Murió diciéndole que la amaba. Venían de dos mundos muy distintos, pero ambos estaban tratando de huir del suyo en la búsqueda del otro. Así como papá pudo realizarse en los trópicos, dejando atrás las enormes tragedias de Europa, mamá soñó desde niña con que había algo distinto a Barlovento y a San Agustín.  Era además, una muchacha de su época, con simpatía por los movimientos de la hora, como la emancipación femenina o la lucha por los derechos civiles en EE UU. Aprendió a amar la ópera, a hablar a alemán mejor de lo que admitía, y a preparar recetas austríacas.  El alemán y la gastronomía lo aprendió con la Dra. Ritter, que si no hubiera sido la gran profesora de idiomas que fue, habría podido montar una de las mejores pastelerías de Caracas. El Kaffee und Kuchen en Cotiza, donde vivían los Ritter en una hermosa casa diagonal al Mercado de las Flores, era un ritual extraordinario. Sólo lamento haber sido demasiado niño para entender las largas conversaciones con papá (me apena decirlo, pero entonces podía seguir bastante bien lo que hablaban en alemán… mi oído se endureció con los años).

Mi hermana Úrsula y yo conocimos a papá en los últimos años de su vida, cuando ya las aventuras y los viajes habían quedado fundamentalmente atrás. Aún hizo algunas, pero cada vez menos, como se ve en los álbumes, que en esta última etapa ya tienen los comentarios escritos en español.  Yo aprendí mucho de lo que acá cuento en largas caminatas con papá, bien en la ciudad (yendo a buscar fotos, por ejemplo), o bien en algunas excursiones pequeñas a las que me llevaba. La tarea de revisar los papeles de papá y sus fotos era una deuda pendiente.  Tal vez tenía primero que terminar de construirme a mí mismo.  Cada vez que alguien oía alguna anécdota de papá, me pedía, casi me rogaba o a veces me reprochaba, que no escribiera nada sobre él. Algunos lo hicieron, como Rafael Ramón Castellanos o Franco Urbani, pero eran notas, desde su perspectiva.  Urbani, por cierto, tuvo la generosidad de colocarme como coautor de su texto.   Hace unos años, un alumno de la UCAB, Guillermo Ramos Flamerich, escribió una entrada en Wikipedia.  Pero el descubrimiento del fotógrafo se lo debemos a Vasco Szinetar.  Hace ya muchos años, cuando nos conocimos en el marco de la Fundación para la Cultura Urbana, le bastó oír un par de cosas para preguntarme si mi papá había hecho fotos. Un montón, debí haberle dicho. A partir de ese momento no cejó hasta verlas, apreciar los álbumes, lograr que ingresara al Archivo de Fotografía Urbana y comenzar a estudiarlo.

A todos nos sorprendió lo que Vasco comenzó a ver con su ojo avezado: mi papá siempre revelaba las fotografías en tamaños muy pequeños e, incluso, las recortaba para ajustarlas el diseño de sus álbumes. Vasco las imprimió en otro tamaño, demostrando todo el arte que hay en ellas. Desde entonces ha sido como una especie de predicador con la buena nueva de mi padre. Poco a poco me estoy convirtiendo en “el hijo del fotógrafo” (tal vez me llamarían así en los fotoestudios a los que iba con papá). Vasco primero convirtió a Herman Sifontes y a Diana López, que aceptaron incorporar el archivo fotográfico de papá a la colección del Archivo Fotografía Urbana.  Después la prédica de Vasco fue convirtiendo a otros. Así, por ejemplo, cuando se cumplían los cien años de su nacimiento, ya Nelson Rivera me pidió hacer un dossier en Papel Literario. Por varias razones, todas atribuibles a mis trabajos y mis días, no pudo hacerse el dossier entonces. Debo admitir que para mí mismo fue un trabajo de investigación ir desentrañando al personaje que fue mi padre. Del mismo modo, no ha sido sencillo organizar muchos hechos, algunos de los cuales había oído, pero la mayor parte no, de sus papeles. Fue también un trabajo de introspección.  No es lo mismo delinear la historia de un tercero, que la de uno propio.  La primera versión de estas notas puede ser la base de un libro, que ya ha ido tomando forma.  Hacía falta más comprensión para hacer la síntesis. Pero era algo que tenía pendiente y un acto de justicia que debía hacer.

Pero llegó el libro y ya no se le puede dar más largas al asunto.  Es el momento para volver sobre sus papeles, sus artículos, sus fotos, sobre su vida que es en gran parte la mía, la de mi mamá y la de mi hermana. Aquellos días en El Tamarindo, papá embebido por horas en sus álbumes, los cuentos que echó y escribió, los que fui descifrando después, todo esto queda ahora, a disposición del arte y la sociedad, gracias al pleno ingreso de mi papá a la república de los fotógrafos.  Es lo que estas páginas han intentado delinear.  ¡Gracias, Vasco, por tu predicación!


*Hellmuth Straka. PhotoBolsillo, La Fábrica y Archivo de Fotografía Urbana. Comisarios: Horacio Fernández y Vasco Szinetar. Introducción: Horacio Fernández. Cronología: Lucía Jiménez. España, 2024.


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