Gina Saraceni | ©Vasco Szinetar

Por MIGUEL GOMES

Distante de repentismos e improvisaciones, Adriático (2021) (1), el poemario más reciente de Gina Saraceni, viene a profundizar un proyecto coherente. Desde Entre objetos, respirando (1998), título al que siguieron Salobre (2004) y —con particular distinción, por haber ganado el undécimo Concurso Anual Transgenérico— Casa de pisar duro (2013), la autora ha cultivado una minuciosa poética del espacio. No me refiero a cristalizaciones de imágenes arquetípicas en una conciencia individual ―a tono con la fenomenología de Bachelard―, sino a correlatos líricos de lo que Henri Lefebvre denominó espaces de représentation: aquellos que “viven y hablan […] con una simiente o un centro afectivo ―ego, cama, dormitorio, hogar, casa; o plaza, iglesia, cementerio―. Escenarios de pasiones y acciones, ante todo cualitativos, fluidos y dinámicos” (2). Se trata de la entrevisión de ámbitos intervenidos por prácticas cotidianas a la espera de un discurso.

Casa de pisar duro trazaba constantes cartografías entre la casa y el árbol como núcleos de lo dicho y la existencia, generadores de otros pares como el de interior y exterior, horizontalidad y verticalidad, cultura y naturaleza, todos ellos sintetizados en una matriz metafórica, la de “raíces” donde se confundían el mundo social primario de la familia y el mundo material absoluto de lo que nace de la tierra. Adriático altera la perspectiva para enfatizar en su registro del entorno el dinamismo lefebvriano, como si la poeta hubiese comprendido que todo espacio es, en el fondo, el umbral y la antesala de otros, tal como en el orden del sentir los parámetros de lo objetivo ceden a los valores de la potencialidad y el deseo.

El libro se estructura como reflejo de esa movilidad, produciendo la sensación de un caleidoscopio donde los desplazamientos del sujeto poético se narran mediante saltos y elipsis. Atisbos anecdóticos ―con personajes―, imágenes, hábitos elocutivos que se entrecruzan, hasta que a la postre estamos seguros de haber recorrido un poema único entre ecos y silencios, pasajes discontinuos que, en eso, se parecen a cómo la vida se inscribe en nuestra memoria, editada por la intensidad de emociones y querencias. El triunfo de lo maleable o inasible, sin embargo, no es obvio. El poema inicial de Adriático podría hacernos creer que la lógica de Casa de pisar duro se retoma íntegra; el título, “Radici”, le es fiel a motivos muy trabajados en el poemario de 2013. A pesar de eso, pronto notaremos que en el plural se aúnan el hogar y la inestabilidad de lo marino:

Como planta

que busca la luz

y se tuerce hacia ella,

la casa huye hacia el mar,

atraviesa mesetas,

sabanas, montes,

llega a la playa,

a las olas que retumban

con las aves del verano,

a la vida de un pez

que ensancha el mundo,

a la raíz del padre

que se llama Adriático:

así el mar,

así la casa (p. 27).

Como bien acota Rafael Castillo Zapata en su prólogo, “todo Adriático es una elegía al padre” (p. 19). Quizá de la suma de pérdida y añoranza se desprende la impresión de que algo misterioso nos evade en los poemas, algo que se ausenta e impide que el horizonte fenoménico descrito se petrifique o inmovilice. Como si un más allá nos hablara realzando, por contraste, la presencia absoluta de las cosas y los seres, lo que supone una sutil desaparición de las fronteras que separan lo percibido de lo intuido o recordado.

Tal fluidez se verifica en diversos planos. Para comenzar, es ineludible el vaivén propio de una literatura de viajes que, no obstante, rechaza la linealidad o la articulación. Europa y América; el Adriático, el Mediterráneo y el Caribe; Nápoles, Bolonia, Caracas, Bogotá; playas de uno y otro lado del Atlántico; además de “pequeños mundos” ―título de uno de los poemas― como los hoteles o los restaurantes frente al mar frecuentados por la familia (p. 50) o una avenida de Colinas de Bello Monte también de nombre acuático, Caroní, cuyo perfil humano amorosamente se desmenuza verso a verso (p.  39): esa multiplicidad de lugares y vivencias fijadas en ellos configura una peculiar geografía. Acumulativa y a la vez fragmentaria, no puede menos que evocar lo que Georges Didi-Huberman denominaba “atlas” al ponderar los alcances del Bilderatlas Mnemosyne de Aby Warburg, es decir, un intento de recrear la heterogeneidad de un cosmos descentrado, de sintaxis huidiza, provisional (3). El poema que Saraceni titula “Geografía”, en efecto, nos habla de una niña que “en un atlas / buscaba los países, / los mares, los desiertos” (p. 43), pero que, al cabo de los años, comprende la inutilidad de los inventarios exhaustivos: “La geografía se / volvió la espera / de lo que tarda / en revelarse” (p. 44). Estamos ante una exploración de la evanescente zona donde lo elegíaco anuncia orbes invisibles.

La manifestación primera de nuestro ser ocurre, más que en un lugar físico, en el seno de una familia. Ese espacio portátil, hecho de relaciones que se anticipan a la razón, constituye uno de los ejes de Adriático. Varias composiciones examinan justamente los roces entre lo tangible y lo intangible que dicha comunidad suscita en el tiempo. El ejemplo más explícito lo encontramos en “Piso 6”, donde la memoria familiar se construye mediante el lenguaje; de allí la alusión, en la última estrofa, al libro previo de Saraceni, estableciendo el espacio análogo de la “obra” como vehículo en el cual la función autor comunica lo escindido:

Se quedó sola la casa

donde el pasado

sonaba en otra lengua […].

Donde mis padres

desayunaban en la luz […].

Ya nadie

pisa duro la casa

aunque las orquídeas de mi madre

sigan floreciendo (p. 42).

No ha de extrañarnos que el nombre de “Gina” refuerce la veta narrativa; esta nos permite adivinar un sujeto en el cual la dispersión temporal o geográfica se organiza, así sea de manera no colectiva (p. 32).

Que el autor devenga personaje nos invita a concebir el lenguaje ―y no a la poeta biográfica― como fuente de sentido. Por eso, los idiomas y sus léxicos se tematizan con frecuencia. En “Piso 6” hemos tenido ocasión de apreciarlo. Pero hay momentos en que la condición espacial del decir se erige en el motor visionario de esta poesía, como acontece en “Capperi”:

Las alcaparras

de San Nicola

brotan de las murallas […].

No dejo de escuchar

bosques de pinos

meciéndose

cuando busco

en otro idioma

los frutos de la alcaparra

y solo hallo la r

—una pequeña y huérfana r

una mínima isla que duele (p. 96).

A su vez, los signos no se deslindan de las vivencias, como nos lo recuerda “Bologna (1984)”, pieza donde la conjunción se convierte en dimensión habitable:

La lengua no bastaba para pertenecer.

La amistad llegó en primavera

cuando los prados se cubrieron

de margaritas blancas.

También llegó su palabra:

escucharla

fue casa en el oído (p. 46).

Y los nombres sufren, asimismo, metamorfosis que trasladan sus significados desde lo geográfico hasta lo erótico, como en “Marea” (p. 100), último poema del volumen, determinante, por ende, para advertir como vertebradores los viajes paralelos de lo material y lo inmaterial.

Notorio en Adriático es el escrutinio del cosmos, al que Saraceni da un tratamiento detenido. Mucho tienen que ver en ello los estímulos de Vicente Gerbasi —nada recientes en la poeta— y los de Eugenio Montejo —en quien la genealogía gerbasiana tampoco se ocultaba—. De Montejo es un extenso epígrafe sobre la luz del litoral caribeño, tomado de El taller blanco; en la “nueva sensación de la mirada” bajo los efectos solares, acerca de la cual reflexiona la cita, la naturaleza y sus ritmos fenoménicos se plasman simultáneos a los movimientos anímicos: los habitantes del trópico “ven como si durmieran” (p. 11). El oscilar de los versos de Adriático entre extroversión e introversión convierte playas, islas o masas de agua, sin duda, en cauces de un alma que no solo revisita sitios instalados en la memoria, sino que lo hace para amalgamarse con ellos. Con tal operación se terminan de abolir los obstáculos que la consciencia ha erigido entre cuerpo y psique, a la par que se asimilan mejor los aspectos preternaturales de nuestra existencia, aquello que “tarda en revelarse”.

Castillo Zapata habla de poemas que se vuelven “pequeños altares” destinados al culto de dioses ancestrales italianos, algunos de los cuales se transportan al Caribe, y señala que el rito empieza con el empleo de topónimos (p. 18). Hay una numinosidad innegable en la aproximación de la poeta a esos recintos de lo sagrado. Y, cabría agregar, lo numinoso convive con lo mítico, igual que en la poesía montejiana. En “Isole Tremiti”, por ejemplo, se entabla un contrapunto entre naturaleza y mitología que converge en el yo, auténtico lugar en el cual se reconstituye el mundo sensorial:

En medio del Adriático,

se encuentra el archipiélago

de las islas Tremiti.

Según la leyenda,

Diomedes, héroe

de la guerra de Troya,

lanzó al mar unos guijarros

y formó las islas.

Ahí murió el guerrero.

Transformados en pájaros,

sus compañeros

aún lloran su pérdida […].

Su voceo parece

el llanto de un niño

que cruza el mar

y llega hasta mi oído

llenándolo de olas tristes,

de pequeñas islas de piedra (p. 31).

Al margen de sus indagaciones metafísicas, buena parte de la poesía venezolana actual aborda la realidad social y política del país. La de Saraceni no es una excepción, pero la vía que ha elegido resulta sutil. Un poema como “Bogotá” delata la espacialidad propia de una emigración en segundo grado, la de los venezolanos hijos de inmigrantes que sienten como imposición la nueva lejanía: “Estoy a 2650 metros / sobre el nivel del mar” (p. 47) es una declaración apesadumbrada en el contexto de una sistemática sacralización de los litorales. No hay, con todo, acrimonia. Lo confirma “TransMilenio”, en el que la cotidianidad bogotana alberga resonancias apocalípticas derivadas de la socarrona selección del título:

Algún día

dejará de doler

este viaje en TransMilenio

por la autopista Norte

y la avenida Caracas.

Tan lejos del mar

me lleva este autobús.

Mientras tanto,

ningún pájaro

canta en el mundo (p. 54).

Si bien el silencio de la naturaleza aloja otro mito, el del paraíso perdido ―que palpita melancólicamente en numerosas estrofas de Adriático―, el pathos no degenera en el asiduo patetismo de tanta literatura del exilio o la diáspora. Saraceni es ajena a los excesos. El despliegue alegórico de “TransMilenio”, a fin de cuentas, a duras penas disimula la ironía. Esta introduce en lo sublime ―el dolor, el pájaro― las prosaicas minucias de lo urbano y las sardónicas coincidencias con la historia del personaje lírico ―una caraqueña en la avenida Caracas de Bogotá―. El gesto recuerda el de “Extravío en Manhattan”, sección final de Casa de pisar duro, donde la incursión en la cultura de masas compensaba el delicado intimismo del resto del libro. En Adriático la distonía subraya la necesaria ambigüedad de la labor poética, que diseña para nosotros senderos hacia lo iniciático y, por consiguiente, hacia una identidad en tránsito por los dominios del “algún día” y el “mientras tanto”.


Referencias

1 Gina Saraceni, Adriático, pról. de Rafael Castillo Zapata, Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana, 2021.

2 Henri Lefebvre, La production de l’espace, Paris: Anthropos, 1974, p. 52.

3 Georges Didi-Huberman, Atlas ou le gai savoir inquiet, Paris: Éditions de Minuit, 2011.


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