Eugenio Montejo / Lisbeth Salas©

Por GUSTAVO VALLE

Una de las últimas veces que me reuní con Eugenio Montejo fue en una terraza del Parque Cristal en Los Palos Grandes, Caracas. Yo le había dado el manuscrito de un libro de poemas y a la semana me había llamado para vernos. Estaba ansioso por escuchar qué le había parecido. Aunque la verdad es que estaba aterrado, pues su lectura y su aprobación eran una prueba del destino, otro desafío para mi vocación.

Llegó con su habitual buen vestir, quizás un poco más abrigado de lo que exigía el calor caraqueño. Yo pedí cerveza fría; él limonada. Dos limonadas. Tuvo palabras amables sobre mi manuscrito, y me hizo notables sugerencias. Aunque creo que en el fondo no le gustó mucho. Le pareció que algunos poemas podían abreviarse, y al instante habló de Ungaretti, uno de sus poetas preferidos, sin duda el mago de la concisión y de la economía. Por suerte la charla derivó rápidamente hacia otros temas (Montejo no permitió que me frustrara completamente), y hablamos de Humboldt, de los medios impresos en Venezuela y las páginas culturales, del militarismo rampante, del deterioro del país.

Se había jubilado recientemente de la Cancillería, donde el ambiente era irrespirable. Hablamos de nuestros amigos comunes en España, de la revista Cuadernos Hispanoamericanos, de Buenos Aires, de Juan Liscano. Y como yo estaba a punto de irme a la Argentina, me dio las señas de varios poetas y escritores. “Para que no te sientas tan solo”, dijo. Tomé nota de los teléfonos de Guillermo Saavedra, de Horacio Armani, y de Jorge Andrés Paita. Pero Montejo insistió particularmente en que llamara a este último: “Llama a Paita, Gustavo, él es un excelente poeta, un poeta honesto”. Y eso hice.

Llegué a Buenos Aires y pronto me puse en contacto con él. Paita parecía el sobreviviente de una bohemia finisecular, o algo parecido. Apenas nos sentamos en el café Opera, sentí que estaba ante una leyenda. El viejo poeta había trabajado en la revista Sur durante más de veinte años. Borges, Victoria Ocampo y José Bianco. Recordaba a Montejo con gran cariño, pero se lamentaba de haber perdido contacto con él. En realidad Paita había perdido contacto con el mundo exterior, si entendemos por mundo exterior, la sucesión de noticias, expectativas y ruidos que a diario nos atormentan. Estaba entregado íntegramente a la lectura y escritura de poemas. No trabajaba en ninguna otra cosa (ni hablaba de otra cosa). Vivía muy precariamente.

Me obsequió su último libro, Eros en Amazonia, que estaba dedicado a Juan Liscano. Paita había conocido a Liscano cuando este vivió en Buenos Aires. Le comenté que Liscano había muerto, y se sintió muy mal, pues aún no había tenido tiempo (quizás tampoco recursos) para mandarle un ejemplar de su libro. Treinta años atrás, Liscano le había prestado plata a Paita, y este nunca había podido pagar esa deuda. Dedicarle el libro fue su humilde retribución, pero Liscano murió sin conocer ese gesto.

No sé por qué recuerdo estas cosas ahora que Eugenio no está con nosotros. Quizás porque la muerte siempre nos arranca la oportunidad de una retribución. La muerte, de alguna forma, rompe la cadena de la reciprocidad. Esto sentí, cuando supe de la muerte de nuestro gran Eugenio Montejo. De alguna forma nunca había podido decirle todo lo que lo admiraba, y cómo su poesía me había formado en un sentido ético, en el sentido de estar en este mundo, de vivir con atención.

Todavía conservo los pocos mails que intercambiamos. El último fue su felicitación por el nacimiento de mi hijo. Allí me decía, textualmente: “Te felicito por el nacimiento de tu hijo, una raigal alegría”. Al principio me pareció algo anticuado el adjetivo raigal, pero al poco tiempo me di cuenta de que era la palabra correcta. Es más, no había otra palabra para describir el sentimiento de la paternidad. Se trataba de una alegría fundamental, una alegría que no se ve, que muchas veces no se exterioriza, que está en el fondo de uno y que nos ata a la tierra.

Pero también pensé que Montejo me había dicho eso para otorgarme una raíz en mi exilio. Era como decirme, “allá lejos, tu raíz es tu hijo, y tu hijo te ata a la tierra”. Lo raigal, pues, como compromiso moral con el mundo. Él lo llamó terredad, que no es sino lo contrario de una orfandad. Y en la poesía estaba la clave, esa última religión, como él mismo la llamó, y que supo comunicarnos a todos nosotros.

Hoy me pregunto por qué Eugenio quiso ponerme en contacto con un tipo como Paita. Quiero decir, Paita es un gran poeta, pero con el tiempo dejé de verlo, pues tras encontrarme con él, terminaba arrasado por la depresión. Paita, de alguna forma, era el espejo del fracaso social donde ningún escritor quiere verse. Pero al mismo tiempo era una escuela de entrega a la creación literaria, un poeta a tiempo completo. Después de pensarlo mucho me di cuenta de que Eugenio había contribuido a nuestro encuentro, no para ofrecerme un contacto en Buenos Aires, como originalmente me dijo, sino para saludar a Paita, aquel poeta erudito, olvidado y viejo, que en algún momento había sido su amigo. Montejo sabía que Paita, en su soledad aterradora, necesitaba de alguien con quien tomarse un café, de alguien con quien charlar.

Por eso cuando escucho ese lugar común acerca de la cordialidad de Eugenio Montejo (que muchas veces suena a diplomacia hueca y maneras finas), pienso en Paita, y en el gesto de Eugenio de echarle una mano en la distancia. Y también en cómo, al haberme puesto con contacto con él, Montejo quiso decirme que la poesía era una entrega fundamental, una peligrosa plenitud.

La amistad se proyecta así, de una persona a otra, con estos gestos de nobleza. Y esto no es un guiño de cordialidad, ni mucho menos: no es una estética, es una ética. Liscano, Montejo y Paita, girando en una misma órbita invisible, conformando entre sí un alfabeto mundano que aún no he podido descifrar, y que de hacerlo, seguro fracasaría. Ahora que me doy cuenta de esto (quizás demasiado tarde) intentaré ponerme en contacto nuevamente con Paita. Le daré la pésima noticia (seguro no se ha enterado), y guardaremos silencio. Recordaremos algunas cosas, sin duda. Pero sobre todo hablaremos de poesía. De la enorme poesía de Eugenio Montejo.


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