Kelvin Herrera / Cortesía del autor

Por CELSO MEDINA

Hace unos años Kelvin Herrera decidió irse a Madrid. Había sido director de teatro del Pedagógico de Maturín (Venezuela) y sus montajes evidenciaban un enorme potencial.  Los actores que dirigía, estudiantes, casi de su misma edad, sentían por él una gran empatía. Ensayando en espacios escénicos austeros, con simples elementos  generaba un interesante imaginario poético. Maturín conoció en su trabajo teatral una experiencia inédita.  Ya escribía poesía.

Nació en Capure, lugar situado entre los islotes del Delta del Orinoco y el Atlántico, en 1984. Hizo sus estudios universitarios en el Pedagógico de Maturín, de donde egresó con los honores académicos. Luego se hizo cargo del teatro universitario.  Este joven se mueve en un rico complejo disciplinar: el teatro, la danza y la poesía. Al amparo de esa experiencia, decidió probar suerte en España. Inicialmente concentra sus esfuerzos en la formación actoral y dancística (sobre todo el flamenco).  Se fue con la idea de regresar, porque lo ilusionaba consolidar la obra que había realizado con sus alumnos en el Pedagógico de Maturín. Ese regreso se frustró primero por la incomprensión de las autoridades universitarias, que lo obligaron a renunciar a su trabajo en este centro educativo y, obvio, la situación que se vive en Venezuela no es muy auspiciosa para que se produzca ese retorno.

Desplegando su acostumbrado tesón, Kelvin acaba de concretar un sueño: bajo la figura de crowdfunding logró un mecenazgo que le permitió editar su poemario Lo que arrastran mis ríos, con una excelente ilustración de la joven pintora española Kira Argounova (Albacete, 1993). El libro es realmente obra de dos autores; es una propuesta plástica y literaria, cuyo tema central es la imagen del Orinoco adentrándose al Atlántico, con sus resonancias en el poeta y en la pintora. De modo que, además de leerlo, hay que verlo. Y revela la potencialidad de un escritor ya muy avezado en el arte de la imagen poética y a una artista que, sin conocer directamente el Delta, supo asir con hermosa efectividad el alma nostálgica del poeta.

No sobra ninguna palabra en el título de Lo que arrastran mis ríos, que se presentó este enero en Madrid. El verbo “arrastrar” activa de inmediato la nostalgia gozosamente compleja, pues en ella no solo hay dicha; también hay desgracias. La experiencia evocada se desliza para patentar un cosmos por donde desfilan miedos, angustias, asombros por la vastedad de unas aguas que acarrean la vida y la muerte.  Se habla no de un río, sino de “mis ríos”, porque el poeta rehace su delta biográfico, de manera que en España (Madrid) se siente la multiplicación de esas aguas, cuyo cauce se llena con las nuevas amistades, con los nuevos paisajes, con las experiencias que le depara el país que le acoge.

Esto último nos permite reflexionar sobre los topos existenciales del poeta, para quien el mundo no es una abstracción sino una concreción in situ. Se es de alguna parte y se vive en alguna parte. La peripecia vital se impone en este poemario; y vemos en él el acarreo de experiencias que se entrecruzan para dejar constancia de que se está vivo, y bien vivo, a pesar de las agonías cotidianas.

Los espacios de estuarios (donde los ríos se besan con el mar y el beso termina siendo una fusión) escenifican los conflictos que Bachelard define como aguas quietas y aguas complejas. Lo finito y el infinito se encuentran para llenar al hombre que lo contempla de misterios. El poema Ie da acceso a ellos:

Tu hermosura capitanea la barca

¡Capitana del deseo en tempestad!

El salitre envuelve tu fuego

entre violentos aires marinos

Deseo y agua: sustancias cadenciosas

Canela hermosura

Pecho de mar

Piel de ancestrales fusiones

¿Espejismo del deseo?

        ¿O divina realidad?

El Orinoco cede su ímpetu silencioso al mar para urdir la tempestad, y las aguas son “Piel de ancestrales fusiones”, deseo irradiando misterios y miedos.

Las aguas son sitios encuentros con la incertidumbre.  El hombre que las atraviesa es un penitente guerrero, la agonía es su destino. Las palabras son costosas,  pues “con sus ojos de peces locos” tienen como misión dejar constancia de esa guerra. Vivir cuesta y el poemario no hace sino el registro del Sísifo en ese cruce donde el Orinoco guerrea con el Atlántico:

Es la hora de los mosquitos,

los pescadores abandonan el puerto

suben al pueblo llevando consigo su agreste palabrerío

y su olor a mar, sol y sardinas

A dormir, criaturas con ojos de peces locos,

a dormir

Mañana nos espera otra batalla (VI)

Las aguas son un vértigo deslizándose sobre abismos que paradójicamente se gozan. Se celebra lo que va y lo que viene; todos los días hay que lidiar con los olvidos, porque el tiempo es una nostalgia que cotidianamente resetea su memoria. Y el poeta, consciente, dice:

Quisiera soñar que no te fuiste

Quisiera sentir que no te has ido

Quisiera jurar que aún estoy vivo

Quisiera creer que sigues aquí

A mi lado

Que no te has ido (VI)

“Entre olas, arena y rocas” (VI), la memoria construye su edificio nostálgico, no para petrificar la experiencia. El cuerpo se mimetiza con el flujo de una ola que vive en el aire, pero que tiene otra vida en los sedimentos que el río entrega al mar como ofrenda cotidiana.  Y deslizándose en esa pulsión por el fluir, la vida danza y se hace drama en los poemas de Kelvin. La vida es “esperanza flotante” (VIII), y a la vez es una corriente ígnea que se lleva como avío para experimentar el mundo que espera más allá del territorio de origen.

Algunos poemas toman prestadas las voces de ese origen para expresarse, como este, donde una madre lamenta la muerte de un hijo:

Dormido, mi niño yace en el vientre del mar

Con sus ojillos cerrados,

Vaga entre las nocturnas aguas

Descendiste lentamente al azul profundo

Dormido, frágil (IX)

Aquí se pone de manifiesto la fragilidad humana, y el drama constante de los habitantes de ese cruce donde el Orinoco y el Atlántico se besan con una pasión tan violenta.  Lo inmenso deja constancia de lo insondable que es el infinito, a la vez que asoma sus abismos como reto, que se acompaña de esperanza:

Juega mi niño, juega

Ya pronto amanecerá

Ya pronto amanecerá

Ya pronto amanecerá (IX)

La voz de la madre apacienta su pena en la fe. Parece ley divina la ofrenda al estuario, de donde emana la vida y la muerte. Allí la raíz es acuosa, flotante, se  arrastra y es bamboleada por vientos bruscos e inesperados. La vida es incertidumbre, por ello todo presente es tenso e intenso.

El poema XIV (“Carmela, la rama herida”) forma parte del otro delta, el que el poeta construye más allá de su lugar de origen. Las piernas de una bailarina flotan como una Ofelia   deltana. Este homenaje a su maestra danzarina revela cómo ha crecido el delta de Kelvin Herrera:

Si la Carmela se enredara en las orillas,

se dejara arrastrar por las corrientes

y los tormentos de las profundidades

La Carmela

la Carmela

es eso y mucho más

Es un delta presto a fundirse al mar infinito de la humanidad, sobre todo al mar tan apreciado de las artes. Para acceder a ese espacio, Kelvin debió pasar la prueba de los orígenes. Tuvo que nutrirse de sus raíces, dejarse impregnar por impulsos de las olas y de las corrientes que fueron sedimentando su alma. Por ello dice:

Una vez que llegué a tierra blanda,

me dejé estar.

Eché raíces.

Florecí y fui verde.

Fui vida, tuve un sentido.

Y viví. (XVIII)

Esclarecedor el verso “Florecí y fui verde”. La raíz deltana es el humus que hace que su corazón universal se alimente, cuando se percata de la experiencia en el Madrid en el que vive hoy. En esta ciudad “reflorece y reverdece”. El animal acuoso, el nadador deltano es el caminante de una urbe que enriquece su camino existencial:

Las calles están vacías

La ciudad extraña la carga de aquellos pasos

de los sollozos, la carrera, el bus que se nos va,

el metro que se pierde en el polvoriento y oscuro túnel:

¡angustia de una cotidianidad sin tregua!

Es este silencio, esta inmensa soledad

Y el tranvía que se nos va

que se aleja

llevándose el fugaz aliento que aún nos queda (XXV)

Y en esa “cotidianidad sin tregua”, el poeta descubre a un Shakespeare que visita su delta. Y a uno de sus personajes, Hamlet, lidiando fieramente con el oleaje abismático:

Al otro lado del barranco se agiganta una sombra

Padre del príncipe Hamlet dice ser

¡En el Teatro del Mundo todo es posible!

La tragedia se presiente en las noches

entre el fluir presuroso de las aguas

Algunos lo han visto,

su alma no dejará de vagar por el matorral

hasta que no consuma venganza:

los cauces del destino son inexorables

Es el encuentro de los universales trágicos, la confianza de que la esperanza puede coquetear con la desazón.  El Teatro del Mundo es ese inmenso mar, que es la vida. Son los ríos, como anunciara el romántico Manrique, que se arrojan al mar quizás lastrados por tanto sidementos.

“Réquiem por Antonieta” es el poema XXXI que cierra este poemario. Es una elegía, en la que la figura apostrofada habla, interpretando el rol de una Ofelia deltana. Por supuesto que hay un trasfondo doloroso, la evocación de la pérdida de un ser querido. Esa Ofelia, además de flotar,  vuela constituyéndose en un símbolo de potente trascendencia para sellar el espacio arcádico originario. “Mar” y “Mal” comparten su juego trágico. La voz lírica como quien reza, dice:

Antonieta, eres mar

Eres como la sal, como la arena

Como el viento que golpea la ola y rocía el rostro

Y la propia Antonieta replica, anhelando la fusión con el cosmos. Quiere trocar la muerte en semilla. Morir para ella es fundirse en ese estuario, donde el mar y los ríos se besan:

Olas del mar, vengan a mi encuentro

No quiero saber más de mí

Olas del mar

Llévenme sobre sus insondables cuerpos

Brisas del mar, cobijen mi alma

Llévenme de vuelta a mi pueblo de donde nunca debí salir

Llévenme de vuelta a casa

El poeta activa un juego de voces y transmutaciones para conjurar la muerte. Su Ofelia flota en esa inabarcable e insondable esencia que se esconde en su Delta.

El libro que comentamos es en sí un delta. Es el lugar de encuentro de las aguas poéticas de Kelvin Herrera y las aguas pictóricas de Kira Argounova. Está construido con las  palabras acunadas en los islotes del Delta del Orinoco y el Atlántico y las acuarelas albacetenses, que dan cuenta del Teatro del Mundo. Un libro de gran hondura lírica que las ilustraciones de Argounova potencian con hermosa eficacia.


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