Ramonet siempre mintió

De las estafas intelectuales más grandes que he leído figuran los libros de Ignacio Ramonet. En la cátedra de Teoría de la Comunicación de periodismo de la UCV era lectura obligatoria. Nos centramos en un libro en especial: Cómo nos venden la moto, escrito junto a Noam Chomsky. Lo discutíamos capítulo por capítulo. Argumentaban en contra de las grandes corporaciones, de la publicidad, de todo lo superfluo que el mundo capitalista tenía para ofrecer —sin que lo necesitáramos—, y trataban de ofrecer herramientas para que sus lectores pudiesen defenderse del consumismo como ideología. Visto hoy, el libro es un panfleto lleno de ideas vetustas.

Era un texto canónico para la Escuela. Ramonet era venerado porque iba a contracorriente y lo ayudaba el cliché de que era francés y escribía (o escribe aún) en Le Monde Diplomatique. Justo cuando termina mi carrera, ya Ramonet hacía entrevistas al fallecido mandatario Hugo Chávez.

Ambos instalaron una verdad que, por un buen tiempo, parecía inamovible: los medios de comunicación siempre mienten. Me da grima haber desperdiciado horas leyendo a ese sujeto, que resultó un intelectual orgánico que se vende al mejor postor, y que hacía campaña en favor de Chávez en Francia y España.

Celina Carquez


Recaída

Compré Meditaciones para mujeres que hacen demasiado (Editorial Edaf, 1998) atraída por su promesa de utilidad terapéutica. El libro de Anne Wilson Schaef ofrecía trescientas sesenta y cinco reflexiones diarias “para romper el círculo vicioso de la adicción al trabajo, a las prisas y a las atenciones exageradas”.

Eso fue como por 2002, recién diagnosticada con trastorno de ansiedad. Dirigía la corresponsalía de un diario regional y al mismo tiempo echaba adelante un periódico propio en mi natal Montalbán, de Carabobo.

Puse todo de mí: leí cada una de las meditaciones embutidas en mi edición de bolsillo con auténtica fe autoayudante; pero al cabo de un año mis síntomas eran de franca peoría. Se manifestaban, precisamente, en la compulsión de deshacerme de cosas que me resultaban inservibles; entre ellas, por supuesto, libros comprobadamente inútiles.

Veinte años después, Meditaciones para mujeres que hacen demasiado permanece en mi biblioteca; pero es hoy, puesta en el caso de hacer requisa para escribir este texto breve, que caigo en cuenta de su presencia inexplicable y me pregunto cómo logró sobrevivir a aquellas razias.

Me interrogo también acerca de qué hacer ahora: ¿lo arrojo fuera de mi vista, como corresponde a una cabal renegadora de la autoayuda? ¿O le concedo la cualidad de útil, ya que al menos sirvió para narrar el presente episodio?  Esta disyuntiva me está causando un poco de ansiedad.

Mary Elizabeth León


Relaciones misteriosas

La noticia de que el número de compradores de libros de poesía era menor al uno por ciento no me sorprendió demasiado. Me había planteado como tarea publicar en Italia traducciones de poetas latinoamericanos. Varias veces me hallé tratando de justificar con mis editores, amigos y familiares el motivo de insistir en una empresa destinada al fracaso. Era inútil, pues, un libro que no se vende, un libro que nadie va a leer. El destino de estas obras sería ocupar algunas cajas en las editoriales, habitar los estantes de una que otra librería —que podía sortear los designios y exigencias materiales de las distribuidoras—, o  formar columnas asimétricas en mi propia casa.

Así que me encontré, en mis periplos en el 990, autobús con el que atravesaba la ciudad y refugio de mis cavilaciones, buscando un argumento que motivara la edición de los libros y que trascendiera la simple y llana razón de que me satisfacían a mí. Al principio pensé que se trataba de una estimación esotérica, pero luego, el hecho de considerar su traducción, de saber que entraban a otro idioma, tal como se inocula una sustancia en un torrente sanguíneo, me pareció suficiente. Con el tiempo tuve la impresión de que aquellas versiones inauguraban relaciones misteriosas entre las dos lenguas, difíciles de definir: negociaciones, acuerdos, acogidas; y aquello le dio al concepto de inutilidad otro sabor.

Carmen Leonor Ferro


Rupturas vitales

Quizá yo sea una excepción a la regla de que los lectores voraces son igualmente compradores y acumuladores de libros excesivos.  En mi caso, aunque siempre amé la lectura y me gané la vida con ello, jamás he tenido una biblioteca ni muchos libros juntos: los leía y de inmediato me deshacía de ellos. Ahora que lo pienso, quizá sea que mi condición de trashumante involuntario me obligaba a andar ligero por la vida. Por eso no puedo decir que tenga en mi casa algún libro inútil: solo tengo los que estoy leyendo. Entonces, paradójicamente, la identificación del libro inútil se bifurca más, porque ahora se trata de elegir entre muchos libros leídos e inútiles, muchos libros tontos. Y sin embargo, ya se impuso uno en mi mente: trabajaba yo de office boy en un banco, a la tierna edad de 18 años. El jefe, un gerente exitoso, había mandado a imprimir por su cuenta un librillo de memorias de su vida bancaria. Me obsequió uno y lo leí y se lo di a leer, entusiasmado, a un amigo mayor que yo y que la verdad era muy culto e inteligente. Se burló despiadadamente de mí y de mi jefe. Pero fue bueno porque me hizo ver claramente la patente idiotez del libro y fue como un bautismo de fuego en el terreno de la crítica literaria verdadera, de carne y hueso, esa que se realiza con una media sonrisa de sorna, destructora de autoestimas. Sobreviví, y conmigo mi vocación literaria, solo porque el destinatario del escarnio realmente no era yo, solo mi jefe, tonto pequeño burgués que jamás había pasado por las rupturas vitales que se requieren para escribir más o menos decentemente.

Rafael Rivero


Siempre útiles

Calificar un libro de inútil nace de un criterio subjetivo, casi arbitrario. Ningún libro parece ser inútil mientras alguien quiera leerlo y ello determina su supervivencia en ciertas bibliotecas. Aunque no sean leídos, o sólo sean ojeados sin interés, todos los libros pueden ofrecer compañía, reflexión, conocimiento, emociones y libertad. Donde hay un libro, existe una expresión de la imaginación. Incluso los que tildamos de infecundos pueden aprovecharse.

¿Quién no padeció aquellos remedos de los clásicos, traducciones traidoras; o algún texto escolar, orientado a inocular dogmas?: “Tu papá trabaja por ti, tu mamá para ti”, rezaba cierto manual de formación doctrinal. He visto adultos, con el mundo literario de quienes apenas empiezan a leer, disfrutar los libros que les obsequia una dictadura. Sin embargo, si aquel material de propaganda o esas versiones de la literatura universal menoscabadas para una docencia expedita lograron infundir el gusto por la lectura, habrán valido.

Porque los libros sirven tanto en la hoguera de quienes buscan anular la amplitud del pensamiento como para la causa de quienes condenan su obscurantismo. Dicen que la cubierta de una novela del realismo social presoviético ayudó a introducir en La Habana castrista treinta ejemplares de otra obra —prohibida— del desterrado Cabrera Infante.

Los libros siempre son útiles. Si no se abren, son una promesa; cuando decepcionan, una experiencia.

Denise Armitano Cárdenas


Sosteniendo hojas

Hoy mencionemos a los libros inútiles, esos que llegaron al estante enigmáticamente, provenientes de un lugar difuso y a cuya oferta había que ceder sin siquiera un hojeo digno, se sospecha que alguien los arrinconó, castigados y sin indulto. Persisten así en el olvido, desvirtuados bajo el juicio de quien no topa con el impulso de leerles, ni define un momento para deshacerse de ellos. Se deshojan silenciosamente en la repisa que sueñan árbol, y los imagino suspirando como señoras que aún esperan el amor. Esas largas temporadas que un libro inútil habita un rincón pueden volverse generaciones, y así permanecen, como ancianitos inmóviles, cuya presencia no trasciende.

Pero no es lo que podríamos considerar un libro inútil, para quien fuese el autor ¿un hijito querido?, que lo que menos se deseaba es que fuera a vagar, para después perderse en las asperezas del mundo. ¿Dar a luz un libro no será un proceso lo suficientemente transformador para creer que ha valido la pena aun su desolada existencia?, ¿existe un libro si este no es leído?, en concreto existe ahí, en la repisa, sosteniendo sus hojas, en compañía de otros con más suerte, una valentía pronunciada en papel que ha pasado a ser parte de las impertinencias de una biblioteca. Quizá un día, ya deslomados, cada libro inútil cumpla su intención y pase en un instante de la inutilidad a la utilidad, sonriéndose mutuamente con su lector, en la picardía de haber hallado un tesorito en la basurilla de otro.

Daniela Rangel Barroeta


Trabajar con libros

Las mudanzas y los libros se repelen y se gustan como tantas cosas que se quedan. Por alguna razón, el hecho de que trabaje con ellos y de que me gusten me hace depositario oficial de ese ausente de la organización social que es el receptor libre de libros. Las bibliotecas públicas por lo general no lo hacen. No tienen el sistema, el personal, el espacio. Circulan muchos libros de forma desordenada, se imprimen y abandonan ejemplares sin especial atención. Esto hace que muchas veces se encuentren tirados por ahí como una explosión, un derrame que da pena. Es así como algunos libros ajenos se vuelven propios. Es un destino inevitable. Los libros inútiles quizás sean los que no sobreviven a esa purga, los que van a dar al basurero sin haber logrado cautivar a nadie que en ese camino los haya encontrado para devolverles su valor de uso. Sin mediadores los libros son inútiles. Sin lector aparecen los libros que no llegan a ser libros, aunque parezcan. Los libros inútiles quizás sean esos.

Betina Barrios Ayala


Un rumano en casa

Hace más de 40 años, el poeta y querido amigo Igor Barreto, quizá con ocultas intenciones, me regaló un libro peculiar (recién llegado de Rumania, Igor estaba lleno de deliciosos cuentos rumanos, muchos de los cuales seguramente inventaba).

El libro en cuestión, de 1972, se titula Études de poétique, de George Calinescu, el más importante crítico literario de su país. Es curioso que, bajo la dictadura de Ceaușescu, y después de la muerte de Calinescu, se tradujera y editara ese libro al francés, otra peculiaridad.

La verdad es esta: nunca leí mucho más que su índice, pero cada vez que lo leo me invade una suerte de vértigo intelectual y creo sinceramente que voy a leer completo este libro maravilloso, algo que no ha sucedido durante más de 40 años.

La segunda parte es la vertiginosa, se llama “El universo de la poesía”, y se desarrolla en forma de diálogo, muy formal, entre Monsieur le Professeur (o Maître) y sus alumnos. Calinescu establece para su universo numerosas y caprichosas categorías, como el reino animal, el reino vegetal, la anatomía de los ángeles, la anatomía humana, los alimentos, los muebles, los instrumentos musicales, entre otros. Además, incluye un apartado muy útil: trucos poéticos.

Veamos el comienzo de “IV. El reino animal”:

“—Maestro, quisiera saber cuáles animales considera usted más poéticos.

—El buey, el asno…

—¡Me sorprende! Pensaba que me diría el ruiseñor, el pavo real, el faisán, en fin, animales de ese estilo.

—Los animales que usted menciona son decorativos, y el poeta los utiliza como lo haría un pintor con el color (…)”.

* *

Estuve a punto de regalar este libro al poeta Alejandro Méndez, un gran lector que ama el francés, pero por alguna razón no nos vimos, así que Calinescu sigue conmigo. Y creo que estaremos juntos hasta el fin, así puedo conservar la ilusión de leerlo. Además, ya nos hemos hecho amigos.

Blanca Strepponi


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