Mujeres que corren

Por lo general, los libros inútiles suelen ser los más entretenidos y los que más disfruto. Por ello, me molesté un poco el día en que mi terapista me sugirió leer Mujeres que corren con lobos de Clarissa Pinkola Estés. En aquel momento pensé que era una especie de insulto, pues lo catalogué íntimamente como el epítome del libro útil: un libro de autoayuda.

Años más tarde, cuando creo haber superado algunas fases de aquella terapia conductual,  por curiosidad retomo ese texto antes rechazado para llevarme una sorpresa. La autora desarrolla, por medio de mitos, leyendas y cultura popular, una especie de relato del arquetipo de la mujer salvaje que supuestamente todas llevamos dentro. Ciertos conceptos que encontré allí me han llevado a analizar algunas características de personajes de ficción creados por mí, como el de la capacidad de asombro y la diferencia entre el asombro por ignorancia y por inocencia. Me doy cuenta de que Dolores Alcántara, la protagonista de mi más reciente novela, Molokotov (Conecultade Chiapas 2021), se define en parte por eso: es una mujer que, a pesar de ser muy culta, no ha perdido la capacidad de asombro, no sólo ante lo bueno pero ante la vida misma. Me percato de que ese elemento es lo que le otorga un carácter esperanzador tanto al personaje como a la novela, y que a pesar de las vicisitudes, antagonistas y a la mala leche de la vida, Dolores tiene ganas no sólo de continuarsino, más aún, de seguir viviendo bajo la protección del anhelo y la expectativa del destino.

Julieta Omaña Andueza


Navarrete

No se trata de un profesor mío que, más para bien que para mal, ya no estudio de forma reglada, sino de los hijos del vecino. Raphael Navarro es su nombre aunque los alumnos de primer año de bachillerato unas veces le llaman Navarrito, otras Navarrete. En las tardes el hermano menor reproduce la grabación que con el celular ha hecho de su profesor divagando alrededor de Rimas y Leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer. Yo le escucho a través de las endebles paredes de este edificio marchito, acuminado como un condiloma en las afueras de Valencia. Quién sabe de qué fechorías será culpable el tal Navarro, pero apenas se escucha su voz salta el hermano mayor, que también fue alumno suyo hace dos años. “Dale con el puto Navarrito. Quita de una buena vez a ese gilipollas”. El menor le hace caso, pero comienza a repetir lo escuchado, haciendo gala de su memoria. Por repetir, repite incluso la voz del profesor. “Navarrito de mierda. Sádico, pederasta. Picha corta”, grita entonces el hermano mayor. “Hijueputa, déjame estudiar”, replica el menor. Entre los tres me han hecho odiar libro y autor. Pobre Gustavo Adolfo Bécquer, ¿qué culpa tiene? De adolescente no lo leí porque me lo recomendó una mujer bonita pero con pésimo gusto para los libros, quizá también para los hombres. Luego, alguna vez lo compré. De hecho está allí en la estantería junto al radiador y por culpa de Navarrito —sus pecados, sus alumnos— ya nunca lo voy a leer: presiento en sus páginas un crimen húmedo, feo, del que no quiero conocer los detalles.

Slavko Zupcic


No existen libros inútiles

No creo que existan libros inútiles. Incluso esto aplica para esos libros que no nos gustaron y que dejamos a medio camino. Las páginas que sean siempre dejan algo en el lector, una idea, una reflexión, incluso cómo no debió ser escrito. Así me pasó con La hija de la española. Casi por compromiso lo leí completo. No me gustó pero muchas ideas salieron de allí.

También creo que no somos lectores para todos los libros. Por ejemplo, nunca he podido leer un libro de José Saramago pero he leído varias veces un mismo libro de Vargas Llosa.

Aunque seamos lectores para ese libro, también creo que no se pueden leer en todo momento. Me ocurrió con La peste de A. Camus en 2014. No pasé de las primeras páginas. Tal fue la sensación de asfixia que pensé que no era para mí. Pero años después lo leí. Fue en el año de la pandemia, 2020, un año fundamental para mí en muchos sentidos.

No creo que existan libros inútiles, sólo creo que entre nosotros y un libro no siempre se establece una relación que amerite la lectura, y aun cuando se da esa relación, no siempre será un buen momento ni terminará bien, o puede ser todo lo contrario, es la lectura perfecta y en el momento ideal.

Andrea Rondón García


Objeción

Quisiera presentar una objeción a la idea de que existe tal cosa como “un libro inútil”. Vamos por partes: ¿qué queremos decir por útil? Un martillo es útil en la medida que cumple su función, esta es la de martillar. La función de una mesa es, precisamente, que no vuele —sería entonces una nave espacial—, o que no se desintegre o sea blanda —de ser así, la usaríamos como un cómodo sofá para ver televisión y no como una superficie para comer—. La función de un martillo o de una mesa es, en esencia, su telos, el fin último para el que están hechos, y la razón que los hace útiles. ¿Cuál es la función de un libro? Necesitamos primero responder a esta pregunta, para saber luego si existen libros que, al no cumplir su función, se convierten en inútiles. Voy a apelar aquí a Borges. Creo que si lo leemos con detenimiento, para un lector como Borges los libros tienen infinitas funciones: divertir, asombrar, dibujarnos mapas de ciudades imaginarias, darnos pistas dentro un sueño de un hombre que soñó que estaba soñando, permitir que el Quijote se (re)escriba, ofrecernos las páginas necesarias para volver a crucificar a Jesucristo. Es por esto que objeto a la moción que afirma que existen libros inútiles. Las funciones de un libro son tan infinitas como las posibilidades de la imaginación.

Paola Romero


Papita, maní, tostón

Oníricamente se realiza cada año una gesta heroica.

La fiereza de sus páginas y la tinta negra derramada no evita la derrota. Este libro lucha por recuperar el orgullo que otrora transmitió.

“TIBURONES DE LA GUAIRA, 50 AÑOS DE UNA PASIÓN”

Un libro es vida, contada o vivida, no desechable. Son amigos, capaces de acompañarte un día o toda la vida, son libres, kafkianos.

Narra la historia que otros por variopintas razones no honraron.

“Papita, maní, tostón”, vocifera Gallardo, asientos arriba “maniceeeero”. Pronto saldrán los árbitros y el equipo visitante, claro, su respectiva pita. Sale al terreno nuestro álter ego y cantamos ¡EEEEE, La Guaira!, y la Macuto Samba Show, y hoy sí es el día.

“Gutiérrez Paga”, un folclórico vendedor de quiniela. ¿Quién hará la primera carrera? Gutiérrez subía las gradas con su bastón para invidentes, Enzo Hernández saca un «foul rompe cabezas” directo a la de él, se agacha y la esquiva.

Mi radio portátil y la voz del Musiú Lacavalarie: “Vengan pa´que lo vean”, “quedó más partido que galleta en bolsillo de borracho”. Ese día jugamos como nunca y perdimos como siempre, pero fuimos guerrilla y pasión.

Hace treinta y cinco años que decimos “este sí es el año”.

¿Qué hacer con un libro que me recuerda a la muerte de una pasión? No lo sé. Por lo pronto escondo el rojo de su vergüenza.

Mi afabilidad con los Tiburones de la Guaira me obliga a dejar letras en el tintero.

Héctor A. Padula S.


Pasión, amor-fraternal, coexistencia

Miro las estanterías y hay libros que me acompañan desde siempre, silenciosos;  aunque no me atrevo a calificarlos como “inútiles”. Los observo de nuevo, y creo que no establecí buena comunicación con ellos, o para ser justos, sí la hubo pero se ha diluido con el paso del tiempo, como las parejas que van dejándose sin percatarse: pasión, amor-fraternal, coexistencia.

Los ejemplares más voluminosos son las enciclopedias que se han ido quedando en silencio, ante la emergencia de Internet. También compiten con sus homólogas en línea, otras obras de referencia como los manuales y diccionarios de lenguas extranjeras, testigos de nuestras buenas intenciones de nuevo año. Entre los libros taciturnos, están los recetarios que vinieron de manos bondadosas y atentas a nuestra salud y disfrute  —Comida macrobiótica, Cocina molecular—, ajenos a nuestros gustos culinarios. También están los títulos duplicados, aquí uno se impone al otro, como en los casos de visión doble cuando el ojo que se distrae queda anulado ante la visión frontal. Finalmente, están los ejemplares obsequiados por las empresas, sus temas les merecieron un rápido recorrido cuando llegaron, algunos no tuvieron ese privilegio y  aún exhiben sus protectores transparentes, y otros, los más fortachones, se han reconvertido en prensas caseras.

¿Inútiles? No creo, más bien, destinos que bifurcan con el paso del tiempo.

Aura Marina Boadas


¿Qué hacer con ellos?

Libros inútiles: los de autoayuda, teorías conspirativas, ocultismo, extraterrestres y, ¿por qué no?, poemarios que jamás debieron ser publicados, literatura redundante o prescindible. En las vitrinas de las librerías o en las sábanas de los vendedores callejeros no molestan. Solo se tornan un problema cuando llegan a nuestras bibliotecas, sea por ese regalo pretencioso de quien nos imagina cultos, por el acto fallido de una compra equivocada, una herencia inesperada o alguna otra forma del azar. Hay varias categorías: los que jamás leeremos, los que habiendo leído desechamos en las primeras páginas, los que permanecen ocultos en algún anaquel inaccesible, los que el tiempo o nuestra madurez decantaron hacia la irrelevancia, los de un autor querido de la adolescencia que hoy no nos atrevemos a recomendar. Su inutilidad, a diferencia de la de otros objetos, es paradójica: botarlos o destruirlos nos parece un pecado, tal vez porque nos igualaríamos a tanto fanático que quemó libros, de Hitler a Pinochet. Recuerdo a Monterroso: «Poeta, no regales tus libros, quémalos tú mismo». Jamás he quemado libros, ni siquiera los de tantos poetas mediocres que abruman mi ciudad.

¿Por qué no una geniza, ese rincón de la sinagoga donde se depositan los textos defectuosos para que el tiempo, siempre inocente, haga su trabajo?

Guillermo Cerceau


Quién dijo inútil

La inutilidad que viene dada en las cosas que pierden su capacidad funcional es una cualidad muy circunstancial en un libro, en Venezuela. Aquí no hay texto carente de esa cosa tan maravillosa que es servir para algo, aunque lo parezca. La palabra lo impide, pero sobre todo la crisis no lo deja.

Décadas inciertas han obligado a recurrir con frecuencia a libros desterrados del interés personal o profesional —aunque no de la biblioteca—. Y eso se explica: o no tienes dinero parar nutrirte con  títulos nuevos y jamás renunciarías al placer de leer, o fantasmas de la historia te obligan, como el regreso del Jedi, a buscar aquel libro que perdió hasta el lomo, y se vuelve de pronto un privilegio tenerlo.

Es así como, por ejemplo, por culpa de la tortuosa incompetencia de la burocracia oficial te alegras —¡por Dios!— de no haber echado al cesto de basura El principio de Peter, de Laurence J. Peter, como lo habías decidido más de una vez.

Claro, siempre habrá una lista de libros que por los temas parece que pierden toda cualidad y van arrumándose silenciosos en la biblioteca. Pero qué va. Ni la Constitución Bolivariana, a la que se considera el “libro muerto” en Venezuela, figura en ella. Por cada violación o incumplimiento, emerge un debate y una activa ONG.

Olgalinda Pimentel


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