Libros sin equipaje

Yo nunca me imaginé que mi biblioteca podía convertirse en una de libros inútiles. Los libros que dejé cuando me fui de Venezuela. Tampoco imaginé que el hecho de no tenerlos más conmigo podía perdurar en un vacío tan sentido, en un dolor ridículo para mis pares en Estados Unidos pues se supone que todo está en las bibliotecas de USA, entonces, ¿para qué llorarlos o echarlos de menos?

Pero esa biblioteca personal que la diáspora no logra cargar consigo —no alcanza equipaje para esta— es uno de los valores simbólicos principales de la descapitalización que sufrimos los que nos fuimos y somos partes del mundo de las letras.

Mis libros inútiles y tan orgánicos a mi casa caraqueña guardan una vida que viví a plenitud estudiando con ello, subrayándolos hasta destruirlos, como me gusta, y teniéndolos en un orden efectivo que mamá y yo hemos cultivado con cierto esmero: ensayos latinoamericanos versus europeos, poesía, novelas, autobiografías, libros de teoría, libros de referencias y enciclopedias.

Lo cual me embiste estando sin ellos. Es como si mi biblioteca fuese una entidad que sigue siendo vital pero ahora es fantasma. Un diferimiento que se revela en el afecto hacia un abismo inédito: el reclamo vacilante que a diario recibo de la inutilidad de un pasado libresco, y que no sé bien de qué modo o formas resolveré. Si acaso hay solución y me espera un redescubrimiento de los signos que dejé, sin embargo, en orden alfabético.

Camila Pulgar Machado


Libros sin lugar

Mi primera experiencia con los libros inútiles fue no tener valor para salir de ellos de manera desimplicada y rápida, sacándolos a la basura. Los libros tienen su peso y, para mí, también tienen cierta dignidad asociada a su cuerpo de hojas. Así que el acto límite de desecharlos requeriría, incluso, de un trabajo previo y eso es tiempo. Debería contarse con una caja firme, una bolsa resistente o, al menos, con una cuerda fuerte para enlazarlos, de modo que el señor del aseo se los lleve de cuerpo entero, sujetados con la mínima posibilidad de que se le desparramen por la calle. Un libro es papel, pero no cualquier papel para dejar tirado sobre el piso público.

Lo último que hicimos en casa con los libros demás, los sin lugar, los sin lector en la cercanía, fue prepararlos para irse noblemente. Hojearlos. Retirarles los papelitos con anotaciones, boletos de conciertos, billetes de bolívares usados de marca página. Ojearlos con ganas de escuchar frases suyas de despedida. Los pusimos uno junto al otro, legibles los lomos, dentro de una buena caja de pizzas para quienes los quisieran. Les hicimos un aviso. Los sacamos de casa sobre otra caja alta donde pudiéramos exhibirlos bien en lotes pequeños. Y se los llevaron casi todos. Porque todavía son útiles, aunque ya no para mí.

María Josefina Barajas


Literatura trascendental

No existen libros inútiles. Todos enseñan algo, nos acompañan y aumentan nuestra experiencia sin necesidad de vivir “otras vidas”. Incluso cuando no estamos de acuerdo con su contenido, permiten revisar convicciones, valores y el rol que jugamos en el vasto mundo que nos rodea. Estas expresiones artísticas ayudan a interpretarlo, tener un hilo conductor con la realidad, compartir el universo de las ideas con otros y para cuestionar el propósito de la existencia como individuos soberanamente libres que somos.

Piénsese en cómo sería la vida sin el arte y su capacidad de reflejar las miserias, virtudes y grandeza del hombre. El arte es todo. De él podemos aprender mucho, desde lo cotidiano hasta cualquier asunto complejo. La literatura, como todo arte, coadyuva a que la humanidad se construya. Es por lo anterior que Camus afirmó: “El fin del arte, por el contrario, no es legislar o reinar; es, ante todo, comprender. Y ocurre que a veces, a fuerza de comprender, reina”.

Lo leído permite apuntalar el pensamiento crítico para luchar por mejorar la realidad, gracias a la experiencia acumulada y por haber adquirido diversas perspectivas y las emociones necesarias que nos permiten dialogar constantemente en un proceso de introspección, debido a que ese arte está al servicio del hombre para engrandecerlo.

Carlos Reverón Boulton


Los Miserables de Hugo

Con los libros aprendemos, imaginamos, viajamos, soñamos… Pero no siempre es así y, más que su inutilidad, me preocupa cuando son utilizados para fines perversos. Justo ahí pensé en Los Miserables (1862), un libro que me ha estremecido desde su profundidad, cuando el obispo de Digne “compra” el alma de Jean Valjean y lo hace libre. Le permite empezar de nuevo a partir del perdón. Lo salva de la incapacidad de ser y pensarse distinto. Lo redime del estigma de haber estado encarcelado por robar un trozo de pan. Le da esperanza.

La novela de Víctor Hugo fascinó a Hugo Chávez, quien mandó a imprimirla y distribuirla gratuitamente en plazas y colegios como si de un panfleto se tratara. En vano, intentó alzarla como estandarte populista de un país que entre sus manos se volvía absurdamente miserable. Aquello fue una advertencia, una profecía incomprendida.

Dos tipos de miserias. Dos Hugos y dos “revoluciones”. Sin embargo, nuestra tragedia es transitoria, mientras la obra de Víctor Hugo es imperecedera. En sus páginas encontramos el empeño de Fantine, la nobleza de Monsieur Madeleine, la alegría de Cosette, el coraje de Marius. Personajes que desplazan la mezquindad y avaricia de los Thénardier, el odio enquistado de Javer.

En cada relectura Los Miserables compran mi alma, y eso el Hugo de Sabaneta no puede borrarlo.

Johanna Pérez Daza


Manual imperfecto para el acumulador de libros

¿Cómo ser un buen acumulador de libros? Lo primero es asumir una singular serie de convicciones.

Primera convicción: no existen los libros inútiles. En caso de emergencia, un libro puede utilizarse hasta para estabilizar una mesa. Lo que nunca puede ser un libro es combustible para una hoguera.

Segunda convicción: la única distinción que se puede hacer es entre los libros aburridos y los divertidos. Eso no significa que los aburridos no puedan ser coleccionados. Por el contrario, son los mejores para abultar a nuestra biblioteca, así como para presumir frente a nuestras amistades menos aficionadas a la lectura.

Tercera convicción:  los libros se apilan por temas. Gracias a esta idea, el conocimiento se va organizando en nuestras cabezas, aunque no nos hayamos leído seriamente todas sus páginas.

Cuarta convicción: se debe desarrollar un sentimiento de culpa por no haber leído completamente a un libro. Una buena culpa puede ser tan educativa como una buena lectura.

Quinta convicción: abrirse a la sincronicidad bibliográfica. Si bien existen libros que uno busca y no encuentra, hay que convertirse en receptivo a esos libros desconocidos que nos buscan. Son las sorpresas que premian al sabio acumulador de libros.

Wolfgang Gil Lugo


¿Me estás oyendo, inútil?

Ahora que me rodeo de solo veinte libros, escogidos cuidadosamente pensando en su conveniencia, escribo en las peores condiciones para emitir un juicio imparcial sobre la utilidad o inutilidad de los libros que remolonean en mi biblioteca, a los que no presto atención hasta que encuentro una joya durmiendo en los estantes; o, al contrario, descubro que un intruso ocupa desde siempre un valioso espacio, y de él solo he sacado fatiga, polvo e incomodidad. Un libro es inútil para mí si pesa cinco kilos o mide medio metro de alto. Me rehúso, por eso, a pensar que haya un libro inútil en el mundo: solo hay lectores para cada libro. Quiero seguir la lección de Wisława Szymborska, que le dio forma a sus Lecturas no obligatorias sirviéndose de aquellos libros que nadie quería reseñar; y esos libros, inútiles u olvidados, le sirvieron a la primera dama de la poesía polaca como excusa para desarrollar una prosa aguda y divertida que hace de ese libro un indispensable. Aunque parafrasee a Paquita la del Barrio interpelando con desprecio a los libros inútiles de mi biblioteca, ninguno sobra. Lo sé. Además, viniendo de Valera, donde jamás ha habido una biblioteca pública de verdad, ¿cómo me atrevería a juzgar si un libro es útil o no?

Juan Carlos Chirinos


Me justifican

Los libros de mi biblioteca leídos y disfrutados atestiguan una danza. Me he deshecho en ellos para volverme a hacer. Muestran marcas, apuntes, señas. Están a salvo, no levantan suspicacias: los signos en sus márgenes atestiguan mi apropiación, los justifican. Escondidos ente ellos, abandonados alfabéticamente aguardando nada, yacen otros que compré por curiosa, por voraz e impulsiva, quizás por error, y también regalos que nunca visité o que deserté. Están en silencio. Estos libros no son inútiles. Ofrecen una cartografía posible y es bien sabido que no todas se recorren. Un libro desamparado, percibido nimio, insoportable o silente un día, puede cobrar sentido siete vidas, siete años, siete libros después. Es posible abrir sin esperanzas un vestigio, y superado el precipicio de la tapa cerrada hallar una línea transformadora. También es posible que esto nunca ocurra. Hay caminos que no se recorren o se abandonan. Ninguno es inútil. No hay libros inútiles. Cada uno es cuerpo, existencia, encabritamiento posible al ojo curioso. Así como el mundo es inabarcable, cada libro inexplorado es promesa y misterio: posibilidad que me justifica.

Keila Vall de la Ville


Mi biblioteca no crece

Desde hace algunos años he adoptado la costumbre de regalar libros de mi biblioteca a personas que siento que pueden estar interesadas, bien sea en algún ejemplar o atravesando una etapa de sus vidas en la que resuenan con dichas ediciones. Es algo que suelo hacer y como sólo conservo libros con los que tengo un apego emocional, mi biblioteca ya no crece. Con esto quiero expresar que, desde mi perspectiva, no hay libros inútiles, sino más bien lectores para cada libro, al igual que momentos para cada lectura en particular. He llegado a ver personas leyendo desde refinados libros de filosofía, teología y poesía hasta lectores de autoayuda. Incluso, en esta panorámica, he sabido de personas que se vinculan con libros que nunca leerán, como el caso de una historia que me refirieron de un señor que compraba libros por kilogramo de manera de decorar su biblioteca.

Y en lo relativo a los tiempos para cada lectura, yo mismo pude experimentar recientemente mi encuentro definitivo con una edición titulada, Historia de la magia, escrita por ese fabuloso mago y ocultista decimonónico que fue Eliphas Levi y de la que tuve conocimiento por primera vez en los noventa. Pasaron todos estos años hasta que fueron —finalmente— los inciertos días oscuros del confinamiento los que me facilitaron el encuentro definitivo con ese gran libro, con esa insólita lectura revestida literalmente de una dimensión mágica.

José Antonio Parra


Mi odisea con Ulises

Se cumple este 2022 cien años de la aparición de Ulises, la novela de James Joyce. También se cumple alrededor de cuarenta que hice mi primer intento de leerla, después que un compañero de estudios de la Universidad me dijera, horrorizado: “¡Y tú no has leído el Ulises de Joyce!”. Luego, más condescendiente, mi amigo me habló sobre la trascendencia de la novela en cuestión y además comentó que estaba inspirada en La Odisea de Homero, lo que punzó mi curiosidad, dada mi pasión por la historia contada por el griego. Al tiempo me hice con el texto de Joyce y expectante me di a su lectura, pero el dulce no pasó de la página 30, donde ya no podía ni sostener el libro del aburrimiento que me producía. Muchos años después el mismo libro se me apareció en algún rincón de mi biblioteca, y siendo que ya para entonces había afinado bastante mi capacidad lectora, me envalentoné y no sin cierta prepotencia me dispuse a acompañar la odisea de Leopoldo Bloom por la ciudad de Dublín. Pero de nuevo el aburrimiento y los meandros me quitaron la invitación al baile.

Años atrás, en una Feria del Libro, adquirí los dos volúmenes de Ulises de la Editorial Lumen, con traducción y prólogo de José María Valverde. El precio, y un esquema con la “Técnica utilizada” y la “Referencia Homérica” para cada capítulo que trae esta edición, me hicieron creer que ahora sí podría terminar “el largo viaje”. La novela sigue dormida en el rincón de los aburrimientos de mi biblioteca… a veces la miro de reojo, no sé si con pena, con desdén o con rabia.

Pancho Crespo Quintero


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