A bis Aslaug

El primero de todos los tomos de una viejísima enciclopedia alemana compuesta por 52 volúmenes estaba enterrado bajo una montaña de escombros, no en el Berlín bombardeado de 1940, sino en una antigua fábrica que estaba siendo remodelada, en un pueblo ínfimo del sur de Israel a principios de este siglo. En aquella fábrica trabajó D. cuando llegó a este país y no tenía idioma. Era una fábrica de tejidos, con 3 máquinas antiguas e inmensas en el centro de todo. Unos obreros habían destruido las paredes que segmentaban una de las alas del gran pabellón y al grupo de D. le tocaba recoger el desastre. Así, arañando el polvo de cemento y los bloques quebrados, desenterró aquel viejísimo libro: Meyers Konversation-Lexicon, de A bis Aslaug, quinta edición, completamente revisada y publicada por el Instituto Bibliográfico en Leipzig y Viena, en 1896

Algunos se asustaron con el libro. Otros no le dieron la mayor importancia e incluso pretendían lanzarlo a la carreta donde llevaban la basura. Pero D. sabía de libros y sabía de historias y sabía de Borges y no ganaba suficiente y podía ser que aquel tomo fuera una joya histórica que podría vender luego, así que se lo quedó.

Desde entonces está en nuestra biblioteca sin que nadie conozca su historia ni pueda leerlo.

A veces lo abro y me maravillo por sus ilustraciones de colores vibrantes, que parecen pintadas a manos, y que están resguardadas por una página de papel cebolla que se niega a desaparecer.

Liliana Lara


Apariencia inútil

Al pensar en la utilidad o inutilidad de los libros, se me vino a la mente el cuento familiar de alguien sobre unas viejas tías solteronas que usaban varios tomos apilados de la edición original de El cojo ilustrado para evitar que se cerrara la puerta de la cocina. Las señoras además los tenían de banquito y empujaban con el pie si había que alcanzar algo en un anaquel inaccesible. Esas mujeres le dieron la utilidad apropiada para sus necesidades cotidianas y quizás les otorgaron mejor vida que el estar en una estantería acumulando polvo y alimentando insectos.

Atendiendo a esto, le busco “trabajo” a mis libros, es decir, que cumplan su función de compañía para mí (los visito, contemplo, me confortan o retan…) y si no, los regalo para que lo hagan con otra persona. Cuando tengo en mano ediciones muy deterioradas me viene en mente usar sus páginas para collage o alguna manualidad, y así tengo un pequeño repositorio de libros que encontrarán otra vida algún día.

En su dimensión digital, los siento como un latido, una promesa de descubrimiento en el disco duro de la computadora o la nube. Y es la misma sensación al verlos nuevos o quizás desatendidos en mi biblioteca. Así, en reposo, a la espera, aparentemente inútiles.

Kira Kariakin


Aquel poeta

Mi padre sentía devoción por los libros. Nos enseñó que todos eran valiosos y que debíamos cuidarlos. Para él, subrayar líneas o marcar las páginas doblándoles las esquinas era casi un sacrilegio. Para el señor Roberto Chacón ―que así se llamaba mi padre― no había libros inútiles. Todos dejaban alguna enseñanza. Ninguno debía ser despreciado.

Crecí bajo ese culto, en la seguridad de que en la biblioteca de mi casa había un tesoro absoluto de conocimiento. Eso fue así hasta que me topé con aquel ejemplar. Lo había tomado del estante para hacer una tarea del colegio. En esa época, los maestros asignaban transcripciones manuscritas de uno o dos párrafos de algún texto que nos hubiera gustado. Se llamaban «copias». Como me aburrían, solía escoger estrofas de algún libro de poesía, porque los poemas eran más cortos y también más fáciles de ilustrar.

El libro tenía estampado el nombre de aquel poeta anodino. La portada era de mal gusto y la impresión mediocre. Tuve la sensación de que me traería desdichas. Escogí al azar, como solía hacerlo, el primer poema. Lo leí, dispuesta a salir pronto de la bendita copia. Sentí un malestar indescifrable. Busqué otro poema. De nuevo esa sensación de abatimiento. Era como si esa enorme biblioteca de caoba se hubiera desplomado sobre mi endeble cuerpo de niña. Con un mal presentimiento pasé las páginas tratando de encontrar una palabra, un verso, que me llevara adonde había ido cuando copiaba los Sonetos de Shakespeare, «Margarita» de Rubén Darío, o aquel poema de Manuel Felipe Rugeles que me hacía soñar con la infancia tachirense de mi papá: «En mi aldea /cuando niño/nunca creí en otra aldea, /nunca soñé en otra tierra. /Recortaba sus crepúsculos/y apacentaba sus nieblas. /Cristales me daba el río,/pájaros me dio la huerta./Con un caracol de monte/vida tuvo una flor nueva./ Preso entre cuatro horizontes/ pasé mi niñez entera/ Después descubrí un camino/Nacido al pie de mi aldea».

Katherine Chacón


Arte y defensa del libro inútil

¿Sería posible que los libros que solemos llamar inútiles puedan gozar de algún prestigio? A tenor de que pueda ser considerado un tanto frívolo o probablemente esnobista, me atrevería a creer, en virtud del éxito que tienen hoy en día, que la estupidez editorial se ha convertido en un gran negocio. En contra de la académica tesis que anunció en su momento la desaparición física del libro, lo cierto del caso es que las ediciones electrónicas y las hechas asimismo en papel se han multiplicado en proporción directa al grado de inutilidad que las mismas ostentan sin complejo alguno.

Desde luego que afirmar la placentera existencia de libros inútiles podría entenderse como un deliberado acto de provocación, cuyo objetivo sería, desde luego, sabotear la existencia de los libros “serios” valiéndonos de un argumento que no se sostiene en ninguna parte. Sin embargo, los libros inútiles siempre han existido (La República de Platón, por ejemplo) e incluso los hemos leído una y muchas veces, pese a la poca fama y debilidad argumentativa de los mismos.

A veces me sorprenden las lecturas que hacen algunos amigos muy cultos y exquisitos. En particular, los he acechado, muy concentrados y relajados, metidos a fondo en libros de autoayuda, relajación y meditación. No es Proust, sino Paulo Coelho; no Octavio Paz, sino Kamal Ravikant. Creo que es imposible moralizar el acto de leer, aunque nos fascine adentrarnos en las páginas de Mi lucha de Adolf Hitler. Hasta Putin, por cierto, tiene una autobiografía muy enmierdada.

Juan Carlos Santaella


Atea en formación

El día de mi primera comunión me regalaron un misal empastado en cuero rojo terroso con mi nombre en la esquina inferior derecha. El problema es que no era mi nombre: las letras doradas escritas en bajorrelieve identificaban a una tal «Michel Roche». Qué lástima, el librito era precioso. Pocos regalos decían que comenzaba a madurar como esa elegante publicación repleta de oraciones y ritos de medio milenio de páginas apergaminadas, olorosas a tinta. Aunque un libro no debe juzgarse por su tapa, el interior de este me convocaba menos que su exterior. Igual que jamás encontré en la catequesis una explicación satisfactoria al misterio de la virginidad de la Madre de Dios, el misal nunca picó mi interés en la renovación del sacrificio en la cruz. Por eso, el librito vaga desde hace décadas por las estanterías de la biblioteca de mis padres, incapaz de cumplir el cometido de cristianizarme. Incluso creo que ha hecho lo contrario. Desde ese ese tiempo hasta ahora, la mayoría de las cosas que he escrito podrían clasificarse de contrarias al catolicismo, incluido un ensayo donde reviso las incongruencias del perfil mariano. Según parece, una mujer medio demonio con inclinación por la sangre sustituyó a la beta que pudo ser Michel.

Michelle Roche Rodríguez


Bendita utilidad de lo inútil

Los libros forman parte de un mundo que relaciona al ser humano con otras realidades que trascienden la inmediatez, la cercanía. Incluso, el libro funge como intermediario entre los propios seres humanos. Cuando se tiene un libro en la mano, se crea una compleja malla de significaciones que coadyuvan a ahondar en las inquietudes, tristezas y alegrías de cada persona. Un libro despierta sueños; un libro también puede ocasionar desgano, hastío, pesadez, ira. Pero ¿cuál es el beneficio que produce remontar una cumbre, más allá de batir un récord? ¿Navegar con la ola? El surfista no busca una copa, disfruta deslizándose con la ola. ¡Y resulta que esos pequeños placeres son «inútiles», si por «útil» se entiende aquello que «trae o produce provecho, fruto o interés!».

Un libro inútil sería desechable, susceptible de ir a parar a la hoguera, puesto que, en estos tiempos de búsqueda de los beneficios en cada acción, algo inútil debe desaparecer. Y, si es así, ¿emulamos la destrucción de la Biblioteca de Alejandría? ¿Aceptamos el Index Librorum Prohibitorum et Derogatorum? Puede ser que un libro no cumpla con los cánones de una «obra vital», incluso resulta anodino, fastidioso, hasta blasfemo. ¿Inútil? Jamás. ¡Ríos de tinta se han escrito sobre la bendita inutilidad del Arte y el libro es una de las mayores y más excelsas creaciones del ser humano cuando logró salir del Oikos!

Corina Yoris-Villasana


Biblioteca efímera de Isla Oniria

Un libro inútil desaparece antes de llegar a ser leído por alguien alguna vez.

Un libro cuyo soporte se disuelve, se evapora, se desintegra.

Isla Oniria tiene esos libros.

Son libros esquivos, veleidosos, dinámicos, proteicos.

El Atlas de los tránsitos, por ejemplo, está escrito en las hojas de un árbol caducifolio.

Aiseram (así se llama el árbol) permite una lectura de siete minutos.

Pasado ese tiempo las hojas caen y se convierten en humus.

El árbol vuelve a llenarse de hojas para próximas visitas, pero cambia su orden, lo que impide una lectura continua.

En Los Alisios está Sin constancia de las flores, una historia cuya lectura persigo hace mucho.

Pero esos vientos llevan el libro en su vuelo sin dejar que fije la vista en las páginas.

A veces se apiadan y me leen un par de párrafos.

Tampoco funciona. Su voz de estruendo deforma lo narrado.

Cuando coincido con papá en Isla Oniria lo busco en el jameo.

Dione partió de Isla Vigilia sin terminar de leer un libro que lo entusiasmaba.

Le pido que me diga el título para buscarlo, leerlo, contarle el final.

Contesta que no recuerda, pero sé que no es eso, sé que quiere leerlo él.

Las marcas de agua sobre la roca le regalan fragmentos que memoriza y recita para no olvidar.

Lena Yau


Calcomanía proustiana

Preguntarse por la utilidad de los libros no tiene sentido. Quizás sea mejor preguntarse para qué puede ser útil determinada obra. Hace poco, por ejemplo, me contaron sobre una persona que aprendió a nadar leyendo un manual de natación. Contrariando el sentido común que asume que los libros no sirven para adquirir habilidades prácticas, este señor tomó prestado uno en una biblioteca y, oh, sorpresa, no se ahogó el día que se tiró a la piscina.

Por supuesto, la utilidad de un libro también dependerá de quien lo lea. Aikido, etiqueta y trasmisión sirve en manos de un profesor, como sugiere su subtítulo, para obtener respuestas a sus inquietudes sobre la naturaleza humana y el aikido. Pero para mí, que la última vez que practiqué un budō tenía como diez años y no pasé de la cuarta clase, ¿qué utilidad podría tener? Una que no tiene nada que ver con las artes marciales, sino con la memoria. En la primera página de mi ejemplar hay una calcomanía de la cadena de librerías Tecni-Ciencias libros. Con el nombre y el teléfono de sus sucursales impresos en letras doradas, este pegotín del tamaño de una calcomanía me hacer recordar cada vez que lo veo que alguna vez todo fue diferente en Venezuela.

Leroy Gutiérrez


A una sombra

Estudiando la biblioteca de mi estudio, me entretuve pensando en libros que en su condición de inútiles tuvieran algún curioso origen: pensaba en algún regalo inesperado, por ejemplo. Los libros ya no estaban allí, pero podía verlos. Hace unos años, una sombra los fue dejando apilados en mi ventana algunas noches. Era la sombra de un hombre, no estoy hablando de mi sombra. La sombra de un hombre que quería entrar a casa. La veía dejar el libro en una posición, acomodarlo, moverlo, haciéndose notar. Aquellas noches permanecía despierta, quieta en la oscuridad del salón, vigilando la ventana, esperando esos libros que llevaban su nombre y que ya no están entre los míos. Incluso cuando veía alejarse a la sombra continuaba esperando sentada en el suelo sin moverme apenas, no vaya a ser que volviera. La sombra parecía segura de que al menos sus libros entraban a casa, porque cada mañana el alfeizar de la ventana volvía a estar invadido por las latas de cerveza que con tanto cuidado había retirado la noche anterior para dejar sus libros. Lo cierto es que leí esos libros, llegué a recordar frases enteras queriendo absorber a la sombra, pero, después de todo, no dejaba de ser una sombra y, una vez que consiguió entrar a casa bajo la figura de un hombre, se esfumó.

Y sus libros se esfumaron inútilmente con ella de la misma manera.

Loredana Volpe


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