Thomas Mann
Hitler conquistó el poder en enero de 1933 sin haber logrado un triunfo electoral decisivo. La etapa culminante de su camino hacia el mando absoluto estuvo signada por una serie de conspiraciones palaciegas

Por ANÍBAL ROMERO

Mann contra Hitler (segunda parte).

En 1930 Mann publicó el relato Mario y el mago. De manera análoga a su novela corta, La muerte en Venecia, Mario y el mago es una obra literaria con connotaciones políticas. Diversos indicios sugieren que Mann, al relatar las vicisitudes de una familia alemana de vacaciones en un balneario italiano durante los tiempos del fascismo, elaboró materiales literarios con patentes implicaciones políticas, y que la realidad del momento actuaba como telón de fondo de su texto.

Al narrar el espectacular desempeño del mago Cipola, más bien un poderoso, elocuente y fatal hipnotizador, Mann evocaba a personajes como Mussolini y Hitler, diestros demagogos que en la Europa de ese tiempo hipnotizaban a grandes masas con el hechizo de su retórica y su pasmosa aptitud para sintonizarse con las más recónditas frustraciones y anhelos de millones. Este relato de Mann tiene la virtud de moverse entre el hipnotizador y los hipnotizados, y de colocar sobre estos últimos el justo peso de responsabilidad que sus debilidades merecían. En otras palabras, Mann tomó en cuenta ambos términos: de un lado el líder carismático y de otro lado las masas ansiosas de sumisión, que formaban parte de la fatídica ecuación que sembró las semillas de otra guerra. Mann no se limitó a destacar el mal proveniente de un ominoso carisma individual, sino que también enfocó la condición de personas presuntamente civilizadas, que sin embargo contribuyeron con su ceguera al éxito del prestidigitador que les envolvía.

La familia que en Mario y el mago intenta hallar relajamiento y diversión, pronto percibe un entorno en el que predominan la sospecha, un moralismo hipócrita y un ánimo censor y persecutorio, que no obstante no les parecen tan graves como para suspender sus vacaciones. Un cartel en el que se anuncia la próxima presentación en el pequeño poblado del Cavaliere Cipola, descrito como “virtuoso ambulante, artista divertido, forzatore, illusionista, prestidigitatore”, convence a la pareja de asistir a la función y llevar a sus niños. Mann describe magistralmente la forma en que Cipola, el hipnotizador, logra con su fuerza magnética que diversos espectadores hagan lo que en apariencia no quieren hacer: retorcerse en el suelo, bailar, humillarse; pero en realidad, como el mago se afana en explicarlo, sus víctimas querían someterse y clamaban por la satisfacción de sus apetencias: “Los papeles parecían invertidos, la corriente fluía en un sentido contrario al natural, y el artista llamaba continuamente la atención sobre ello… La parte pasiva y receptora… cuya voluntad quedaba eliminada y que se limitaba a ejecutar una voluntad comunitaria que flotaba en el aire, era esta vez él, que hasta entonces había ejercido su fuerte poder dando órdenes imperativas… La facultad –decía– de desprenderse de su propio yo, para transformarse en un mero instrumento y obedecer en el sentido más absoluto y perfecto, no era más que el reverso de aquella otra de querer y mandar; tratábase de una y la misma facultad, mandar y obedecer… la mismísima idea está involucrada en una como en otro, tal como nación y jefe de Estado” (1). La existencia del carisma requiere del líder y de los seguidores; el carisma no existe en un vacío y no hay hipnotizador sin hipnotizados.

El relato no se detiene en reseñar el aniquilamiento de las resistencias críticas de los asistentes al acto, sino que Mann procura desentrañar las razones que explican el poder de Cipola y su capacidad de doblegar a los demás. El escritor señala que la sumisión de la voluntad  y la admisión de dependencia parecían de hecho agradar a sus víctimas, como si la gente “perdiera con sumo placer su pobre autonomía moral.” Al describir el caso de un miembro de la audiencia que hace valientes esfuerzos para resistirse al hipnotizador, pero se rinde finalmente a sus poderes, Mann reflexiona: “Si acerté a comprender bien lo que ocurría, aquel caballero sucumbió ante el carácter negativo de su actitud combativa. Según toda probabilidad, la vida anímica resulta imposible si se basa única y exclusivamente en no querer, y por consiguiente ejecutar a pesar de ello lo que se nos exige, deben ser dos cosas demasiado vecinas para que la idea de la libertad no tuviera que verse forzosamente mezclada en la pugna; y, efectivamente, las intimaciones que (Cipola) intercalaba entre latigazos y órdenes se movían en el indicado sentido, mitigando influjos que constituían su secreto, con otros, desconcertadamente psicológicos” (2). Mi interpretación de este pasaje (tal vez maltratado en la versión española), y siguiendo en ello a Lukács, es la siguiente: Mann quiere resaltar que la negatividad pura, tan solo no querer algo, puede a largo plazo ser una postura mental imposible de sostener; entre no querer una determinada cosa y simplemente querer nada y sujetarse a la voluntad de otro, puede existir un espacio demasiado estrecho para que la idea de libertad se haga presente. Desde su óptica marxista Lukács afirma que esta situación describe la realidad de la burguesía alemana, que no quería a Hitler y no obstante le obedeció durante una década (3). De mi lado, pienso que mediante esta obra literaria, que revela obvios rasgos autobiográficos, Mann focalizó la atención sobre la debilidad psíquica y política de las democracias europeas de la época, incapaces de poner en juego las fuerzas positivas requeridas para hacer frente a la amenaza nazi.

Son, pues, tres los principales temas que se perfilan con nitidez en Mario y el mago: en primer término el poder del carisma; en segundo lugar la voluntariosa sumisión de los “hipnotizados” y su propia responsabilidad en el hechizo de sus conciencias; y en tercer término, vinculado a lo anterior, la ausencia de cohesión en torno a una fuerza alternativa común, como antídoto a la sugestión mágica de la demagogia. Ya en este relato Mann apunta hacia su creciente decepción con respecto al pueblo alemán, que como veremos se acentuó a medida que avanzaban los éxitos de Hitler y la posterior catástrofe bélica. De otro lado puede vislumbrarse su preocupación acerca de las vulnerabilidades de Alemania y Europa entera, frente al peligro representado por el nacionalsocialismo.

La llegada de Hitler al poder en enero de 1933 no hizo que Mann abandonase su país por voluntad propia. En febrero el escritor inició una gira de conferencias en varias ciudades europeas, durante la cual se enteró de los abusos que los nazis comenzaban a llevar a cabo en general y en su contra en particular, incluyendo el embargo de sus bienes y la emisión de una orden de prisión preventiva. Mann fue expulsado ese año de Alemania y se convirtió en un exiliado, primero en Suiza y luego en los Estados Unidos. El escritor retornó a su país casi diecisiete años más tarde.

Los tiempos que siguen a su exilio, y hasta el estallido de la guerra con la invasión nazi a Polonia en septiembre de 1939, se caracterizaron por la febril actividad político-periodística del escritor. Del legado de esta etapa deben destacarse varios aspectos. Por una parte, la crítica de Mann a la pasividad de las democracias europeas frente a Hitler, y en especial su cuestionamiento a los acuerdos de Munich de septiembre de 1938. Por otra, su análisis acerca de Hitler y el pueblo alemán, tema éste abordado, entre otros, en su artículo de enero de 1939, titulado “Hermano Hitler”. Finalmente debe mencionarse la conferencia “El problema de la libertad”, pronunciada en Estocolmo en septiembre de 1939, mes y año en que se desencadenó la Segunda Guerra Mundial.

Hitler conquistó el poder en enero de 1933 sin haber logrado un triunfo electoral decisivo. La etapa culminante de su camino hacia el mando absoluto estuvo signada por una serie de conspiraciones palaciegas, en las que jugaron papel fundamental fuerzas conservadoras tradicionales, las mismas que habían representado a personas como Mann antes de 1918 (4). Los factores tradicionalistas y anti-democráticos que pretendieron manipular a Hitler para sus propios fines, lograron por el contrario precipitarse hacia un vacío, pues los nazis eran protagonistas de una revolución y no los salvadores del orden tradicional. Mann lo explicó así: “El mundo ha recibido…una prueba evidente de lo que en realidad es el llamado nacionalsocialismo, es decir, la revolución más radical, más rasante y más destructora que el mundo haya visto, y lo más inapropiada que imaginarse puede para convertirse en baluarte del conservadurismo burgués y entrar a servirle…los desmanes de la llamada revolución nacionalsocialista no tienen ninguna disculpa humana porque carecen de toda relación y de todo amor, aun equivocados, por la idea humana y por el perfeccionamiento de la sociedad…Es una revolución de fuerza vacía, es decir, de la nada espiritual…en lo moral, su finalidad es la destrucción de los cimientos de nuestra civilización” (5). Con certera mirada Mann descubrió la naturaleza nihilista del nacionalsocialismo, una revolución devastadora dirigida hacia la nada espiritual.

La miopía y el colapso ideológico del conservadurismo alemán, la torpeza del poderoso partido comunista alemán y de una Internacional comunista, subordinada a Moscú, dedicados a combatir a los socialdemócratas en lugar de unirse a ellos para enfrentar a Hitler, y la política pusilánime de las potencias democráticas europeas, la Gran Bretaña y Francia, frente al mortal peligro nazi, condujeron a Mann a fortalecer su línea de oposición a Hitler y a pronunciar severas advertencias acerca de la necesidad de combatirle con firmeza: “Las democracias no van a impedir la guerra por medio de la transigencia y la debilidad. Con este tipo de tácticas no harán sino retrasar la catástrofe”, escribía en febrero de 1938. Los acuerdos de Munich, mediante los cuales la Gran Bretaña y Francia accedieron al desmembramiento de Checoslovaquia y la entrega de parte de ese país a Hitler, produjeron la revulsión y una implacable condena de parte del escritor, quien se mostró “Asqueado, avergonzado y deprimido”, calificándoles como “una de las mayores infamias de la historia”: “El sacrificio del pueblo checo…fue la experiencia política más terrible y humillante de mi vida,” dijo entonces. Este fue un punto de inflexión, a partir del cual el escritor percibió sin equívocos que una nueva guerra sería imperativa para acabar con Hitler (6).

Las controversias que suscitó el artículo de Mann, “Hermano Hitler”, se despejan una vez que el texto es leído con la adecuada perspectiva, es decir, tomando en cuenta la trayectoria político-ideológica del escritor hasta 1939. Mann comienza el texto aseverando que si no fuese por las terribles consecuencias generadas por la “fatal psicología” del líder nazi, y la creciente desolación que sus decisiones estaban desatando, resultaría menos difícil admitir que, en verdad, el personaje representa un “impresionante fenómeno vital” (7). Mann se atrevió igualmente a afirmar que “Si el genio es la locura moderada por la discreción, entonces este taimado intrigante (Hitler) es un genio.” Este dilema, el de reconocer el enorme impacto histórico de un hombre moralmente malvado, y que a muchos lucía y aún luce esencialmente mediocre, ha perseguido desde siempre a numerosos biógrafos y analistas de la complicada y asombrosa carrera político-militar del líder nazi. He tratado el tema en otro ensayo y en esta oportunidad no me detendré en ello (8). Solo señalaré que también para Mann la personalidad de Hitler, con sus vaivenes existenciales, sus resentimientos, sed de venganza, indisciplina personal, pereza e incapacidad para el trabajo ordenado y sistemático, la personalidad de un hombre “diez veces fracasado” y sin embargo colocado en la cima del poder, se mostraba a la vez enigmática y repulsiva. Pero lo que más interesa resaltar del artículo es que Mann no enfoca a Hitler separándole de su contexto, sino que abarca el marco total de su simbiosis con un pueblo “obsesionado por menos justificables sentimientos de inferioridad y derrota, incapaz de pensar en otra cosa excepto en cómo recuperar su ‘honor’ perdido.” La magnética oratoria del líder nazi, su poder histriónico e histérico “ensordece a las masas, haciendo de sus sufrimientos un vehículo para su propia grandeza.” Al mismo tiempo, Mann apuntó hacia la decadencia europea, el cansancio de todo un continente, “su agonía de miedo, su repudio a la guerra”, como factores adicionales que abrieron el camino a Hitler: “el que por años ha dominado Alemania y se apresta a subyugar Europa. Imposible no conceder al fenómeno una cierta y temerosa admiración.”

El análisis político que realiza Mann en estos párrafos es penetrante. Ahora bien, lo que dio al artículo su especial resonancia, visto en función de la evolución ideológica y literaria del escritor, es la pregunta que formuló: ¿Debemos, así duela, ver a Hitler como un artista? Y es ésta la descripción que el escritor realiza de los rasgos que a su modo de ver definen ese tipo de personalidad: la fundamental arrogancia que se considera por encima de cualquier actividad honorable, bajo la creencia de que está reservado para algo superior; el ansia insaciable de compensación; el deseo de auto-glorificación; la “inagotable insatisfacción.” Todo esto, concluye, hacen de Hitler “un hermano, un desagradable y mortificante hermano.”

Me resulta claro –y así lo interpreta también Kurzke– que en ésa y otras secciones del texto Mann está describiendo “los problemas que él mismo tuvo en la época que precedió a su fama, así como su propia relación con el público” (9). Una vez más vemos al escritor retornar a las concepciones de su juventud, propias del programa del modernismo en el arte y la literatura, que acercan el mal a la creación artística y plantean una honda escisión entre ética y estética. De allí que Mann culmine su artículo con estas palabras: “Deseo pensar que se avecina un futuro en el que un arte sin controles espirituales, un arte de magia negra surgido de irresponsables instintos, será tan condenado como, en estos tiempos sombríos, está siendo reverenciado. El arte no es solo luz y dulzura, pero tampoco es un mero producto de la oscuridad, la anormalidad de un submundo telúrico; no es simplemente ‘vida’.”

Otra vez nos topamos con la antítesis entre “vida” y “espíritu”, planteada en Tonio Kröger y otros escritos de su período inicial, poniendo de manifiesto la continuidad de contenidos fundamentales en la obra literaria y la reflexión política del escritor. Estos contenidos serán definitorios para su postura ante la nueva guerra, y con relación a su país y su pueblo.

NOTAS:

  1. Thomas Mann, Mario y el mago (Barcelona: Plaza & Janés Editores, 1983), pp. 54-55
  2. Ibid., pp. 70, 72-73
  3. Véase, Georg Lukács, Essays on Thomas Mann (London: Merlin Press, 1964), pp. 37, 161
  4. Este proceso es analizado por Henry Ashby Turner en su magnífico libro, Hitler. A treinta días del poder (Barcelona: EDHASA, 2002).
  5. Thomas Mann, “El problema de la libertad” (Buenos Aires: Emecé Editores, 1947, folleto).
  6. Véase, Hermann Kurzke, Tomas Mann. La vida como obra de arte (Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2003), pp. 506-508
  7. Véase, Thomas Mann, “That Man Is My Brother”, Esquire, March 1939, pp. 31, 132-133. Las siguientes referencias al artículo provienen de esta publicación.
  8. Puede consultarse mi estudio, “Las biografías de Hitler. Problemas de la interpretación histórica”, en, A. Romero, Obras Selectas (Caracas: Editorial Equinoccio, U.S.B., 2010), Tomo III, pp. 511-530
  9. H. Kurzke, ob. cit., pp. 488-489

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