Es un error ubicar a Mann dentro del grupo de intelectuales alemanes afines a la llamada “revolución conservadora”

Por ANÍBAL ROMERO

  1. La República desde La montaña mágica.

La derrota y capitulación alemanas en la Primera Guerra Mundial fueron traumáticas para Mann, tanto por el desengaño y frustración que al inicio le produjeron, como por el exigente y sincero proceso de autocrítica al que el escritor pronto dio inicio. El impacto primigenio fue sombrío, pues Mann interpretó el armisticio como el fin de esa Alemania idealizada que describió en numerosos pasajes de sus Consideraciones de un apolítico (1). Sin embargo, Mann rápidamente comenzó un rumbo de revisión espiritual, rumbo que le condujo a cuestionar convicciones que en su caso parecían grabadas en mármol antes de la derrota. En términos generales el escritor experimentó un viraje paulatino, sujeto a algunas dudas y fluctuaciones, hacia lo que llamaremos, siguiendo las convenciones actuales, una posición de centro-izquierda en el terreno político, postura que se forjó durante los años que van de 1919 a 1945.

Este giro desde la derecha al progresismo político y social, ajustándonos de nuevo a las designaciones ortodoxas, fue como ya dije gradual y en ocasiones muy complejo. El obstáculo principal para interpretarle con equilibrio deriva del sentido particular, a veces equívoco, del conservadurismo de Mann. Un conservador, como lo explica Luis Gonzalo Díez, no es necesariamente un reaccionario; el primero, como ya apunté en la sección 3 de este ensayo, mantiene ante la política una dosis de ironía y escepticismo, y su pesimismo no corroe toda esperanza. Un conservador legítimo no sueña con un mundo estático sino con universo social ordenado, en el que los cambios, en lugar de romper la continuidad histórica, la llevan a buen puerto. Un conservador, insisto, no repudia los cambios sino que aspira a su cuidadosa ejecución. Por otra parte, en un reaccionario la inflexibilidad adquiere rasgos dogmáticos y hasta mesiánicos, copiando así lo que combate. Basta comparar, por ejemplo, los escritos de Joseph de Maistre, Wilfredo Pareto o Carl Schmitt, de un lado, y −en un plano literario− Thomas Mann. La intensidad ajena al titubeo y el miedo dogmático ante enemigos reales o imaginarios distinguen el ethos de Schmitt, y le separan del escepticismo característico de un genuino conservadurismo, como el que Mann siempre procuró enarbolar. El reaccionario, como el conservador, cuestiona la modernidad, pero el segundo lo hace desde la continuidad de unos valores en un contexto de cambios históricos, en cambio el reaccionario propone una contra-revolución (2).

La actitud conservadora descrita se filtra en las Consideraciones de un apolítico, donde Mann escribe: “Mucho me cuido de rebelarme contra lo que el tiempo produce necesariamente, y no lloro lo fenecido…” (3). En este orden de ideas la respuesta a la interrogante: ¿por qué Mann se opuso desde un primer momento a los nazis y combatió sin descanso a Hitler, y en cambio Carl Schmitt, entre tantos otros, se hizo miembro del partido nacionalsocialista y se rindió ante la autoridad total de su jefe?, esa respuesta −repito− se vincula a la diferencia entre un ethos conservador y uno reaccionario. Mann observó a los nazis desde la perspectiva de los valores de esa “alta civilización” que siempre defendió; Schmitt, en cambio, vio a Hitler y los nazis como instrumentos de otra revolución, una revolución distinta a la impulsada por una modernidad negadora del dogma religioso y purificador que defendía Schmitt, de un dogma ajeno a la duda y que no deja espacios para titubear. Un reaccionario es un fanático; un conservador es un escéptico. Es un error, por tanto, ubicar a Mann dentro del grupo de intelectuales alemanes afines a la llamada “revolución conservadora”, a pesar de que Mann usó en alguna oportunidad el término. Lo hizo movido por la búsqueda, un tanto ingenua e infructuosa, de una fórmula intermedia que mezclase lo mejor de diversas ideologías políticas y hallase una salida inédita, una especie de aporte original alemán a sus dilemas de entonces. Pero tanto las volátiles y efímeras veleidades de Mann hacia tendencias radicales, como la ingenuidad de “inventar algo nuevo en política…que se sitúe a medio camino entre el bolchevismo y la plutocracia occidental”, terminaron invariablemente para él en desasosiego o se quedaron en las nebulosas (4).

La adhesión de Mann al nuevo estado de cosas republicano se hizo pública a través de su conferencia-artículo de octubre de 1922, titulado Sobre la República alemana. Se trató de una toma de posición valiente e irreversible. La autocrítica del escritor a sus posturas políticas de antaño había llegado lejos. En su charla y ante un público en parte hostil, Mann repudió la guerra como un romanticismo “totalmente degenerado” y una “mentira” desprovista de honor; se colocó en el bando de la paz “que es también mi bando”; aseveró que su propósito era persuadir a la juventud alemana a apoyar la nueva República y la causa de la democracia, “de lo que llamo la humanidad”, pues “patriotismo y democracia son la misma cosa” y “la República es nuestro destino”. Lejos de ser el fruto de la derrota y la humillación, la República era un genuino hogar que contrastaba con un Imperio “resplandeciente, audaz y en ruinas.” De igual manera Mann atacó a quienes le acusaban de renegado, de haber traicionado lo que había defendido poco tiempo atrás en sus Consideraciones de un apolítico, y respondió así: “Soy un conservador, mi tarea natural en este mundo es preservar y no destruir…A veces es necesario que todo fluya, que se produzcan nuevas mezclas y una más pura cristalización. Pero es también indispensable moderar la crisis e impedir una total licuefacción…Lo esencial debe permanecer, la levadura, para que una nueva masa se reúna y adquiera nuevas y bellas formas…Esa defensa contra la destrucción de nuestra médula nacional fue el propósito de ese libro…Su mensaje fue conservador, pero no al servicio del pasado y la reacción, sino al servicio del futuro.” (5).

La extensa cita viene al caso, pues este paso adelante de Mann no tuvo retorno y amerita ser expuesto con objetividad y equilibrio. Considero que al menos en parte, sus intentos públicos de justificar su viraje político eran débiles alegatos apologéticos; no obstante, los mismos apuntan a un núcleo verdadero, hermanado con el conservadurismo del escritor y los valores de su tan admirada “alta civilización”. Mann procuró explicar su reorientación política en función de la visión que había promulgado antes de la guerra, sin duda un tanto edulcorada en retrospectiva, así como de la protección de una continuidad histórica burguesa en un sentido cultural superior, frente a opciones extremas que pronto ahogarían a su país en un casi inimaginable caos.

También en privado, como apunta Kurzke, Mann se esforzó por restar importancia a su ajuste político, presentándole como una transición fluida que rescataba lo más valioso de sus anteriores posiciones de derecha (6). En mi opinión, el giro de Mann no fue fruto del oportunismo sino una nueva y auténtica una profesión de fe, producto de las lecciones de la experiencia. El escritor hizo lo posible por darle una forma coherente y sólida desde 1922 y hasta el fin de sus días, dentro de los límites de su preeminente formación literaria, a la que se añadía un cierto candor político.

En camino a reseñar la lucha de Mann contra Hitler y los nazis, debemos primero focalizarnos en su gran novela de 1924, La montaña mágica. Los capítulos iniciales de esta obra fueron escritos entre 1913 y 1914, pero el estallido de la guerra hizo que el escritor relegase sus “planes más queridos” para empezar en su lugar la redacción de su libro “apolítico” (7). En 1919 Mann reinició el trabajo en su novela, lo cual revela que su metamorfosis republicana tuvo lugar en paralelo esa labor literaria. Las fechas son significativas, pues si bien los eventos narrados en La montaña mágica tienen lugar antes de la guerra, y el libro culmina con su personaje principal siendo llamado a filas y entrando en combate, Mann estaba relatando sucesos pasados desde la perspectiva de un presente muy distinto. Desde un ángulo político, La montaña mágica es un estudio de las raíces ideológicas de la guerra y los desafíos que de los mismos surgían para la naciente República y Europa entera. Una vez más Mann juzgó con acierto la situación de su tiempo, evaluando con mirada sagaz las amenazas que acechaban a la convulsionada Alemania en la nueva etapa.

La montaña mágica es entonces una novela retrospectiva y prospectiva. Explora el pasado como si fuese presente, y sugiere que de ese pasado reciente crecían los retos del porvenir. El pilar clave de la obra se levanta sobre las discusiones entre dos personajes emblemáticos: Ludovico Settembrini y Leo Naphta. El primero encarna los ideales de la Ilustración, las aspiraciones burguesas tempranas de libertad, igualdad y fraternidad universales. Ateo, dogmático y con frecuencia ingenuo, Settembrini se enfrenta a un temible adversario, el heterodoxo jesuita Leo Naphta. Este controversial polemista es portavoz del irracionalismo filosófico, la intolerancia religiosa y la profecía totalitaria. Su prédica anuncia “el terror sagrado de que la época tiene necesidad” (8). El libro aborda otros dos aspectos relevantes para la visión política de Mann. Uno de ellos es, de nuevo en Mann, la naturaleza del arte, en particular de la música, y su efecto político; el otro es el tema de la muerte y el impacto que la tentación del abismo y la simpatía con la muerte puede tener sobre la sociedad y la política. El escenario prioritario lo ocupan las disputas entre Settembrini y Naphta, y no debe sorprender que en algunos pasajes el intercambio les caricaturice un poco, pues ellos representan las antípodas de un debate planteado en términos inapelables. La defensa de la democracia liberal que realiza el primero es demasiado retórica e inocentemente fervorosa, y Naphta en ocasiones proyecta una personalidad y un mensaje casi satánicos, a pesar de su raigambre religiosa (9).

 Reproducir en detalle los argumentos esgrimidos por estos duelistas de las ideas, escapa con creces a las intenciones de este ensayo. De la lectura de los extensos pasajes de La montaña mágica en los que Mann reseña el debate, extraigo sin embargo tres conclusiones:

1) Settembrini, el adalid del progreso ilustrado, lleva la peor parte en la despiadada controversia; Naphta se muestra capaz de perforar los puntos de vista liberal-democráticos de su rival con formidable destreza y brío. Considero que Mann, al igual que Carl Schmitt pero en otro plano y con distintas metas (10), manifiesta así sus dudas con referencia a la fortaleza de la democracia-liberal. No es que Mann cuestione en la novela los principios políticos que recién había estrenado, sino que articula, mediante los certeros golpes dialécticos que Naphta propina a Settembrini, una inocultable inquietud, visionaria y anticipatoria, acerca de las debilidades del orden político liberal, colocado frente al huracán de una política de masas basada en una fe conquistadora y mítica, como en los casos del comunismo y el fascismo (11).

2) Mann sugiere que las ideas de Naphta están ligadas a la tentación del abismo, y que las anteriores simpatías del escritor con estas tendencias irracionalistas formaban parte de un esquema ideológico, que en las nuevas circunstancias resultaba útil a los promotores de las venideras tormentas destructivas. De allí que en la fundamental sección titulada “Nieve”, del Capítulo sexto de la obra, Hans Castorp, al despertar de un revelador sueño, realice esta reflexión: “Quiero conservar en mi corazón mi fe en la Muerte, pero quiero acordarme claramente que la fidelidad a la Muerte y al pasado no es más  que un vicio, voluptuosidad sombría e inhumana, cuando dirige nuestros pensamientos y nuestra conducta. El hombre no debe dejar que la Muerte reine sobre sus pensamientos en nombre de la bondad y del amor”  (12).

3) Mann comprendió a tiempo que su conservadurismo era incompatible con las ideologías radicales que empezaban a cubrir el horizonte europeo de la post-guerra; de allí que no formase parte de la llamada “revolución conservadora”, pues esta última no buscaba una contra-revolución sino otra revolución, a la manera de Hitler.

En la novela Mann volvió sobre una de sus obsesiones, la del arte y su significado para la sociedad y la política. La evidencia sugiere que en este punto sus ideas habían cambiado poco a raíz del fin de la guerra; más bien podría decirse que se habían hecho más negativas. Llama la atención la persistencia de esta tan honda convicción del escritor acerca de la presunta conexión entre el arte y el mal, que como veremos alcanza su apogeo en la novela de 1947, Doktor Faustus. Una conversación entre Settembrini y Hans Castorp plantea el tema sin ambigüedad alguna en La montaña mágica, pues el primero confiesa que “Tengo contra la música una antipatía de orden político.” Lo explica así: “El arte es moral en la medida en que despierta. ¿Pero qué pasa cuando ocurre lo contrario: cuando entorpece, adormece y contrarresta la actividad y el progreso?” No es legítimo, desde luego, atribuir al autor de una obra de ficción una afinidad directa con lo que dicen sus personajes; no obstante, es patente que la idea según la cual el arte es capaz de ejercer “una influencia diabólica,” y que la música en particular es “políticamente sospechosa” (13) se asoma como una constante en la obra de Mann, jugando un papel importante en su juicio global sobre la tragedia de su país.

Encararé este tema, el de Mann y el nazismo, en la sección siguiente.

NOTAS:

  1. El 5 de octubre de 1918 Mann escribió en su Diario: “He aquí la catástrofe y la derrota mundial de esta orientación espiritual y de esta simpatía. Son también las mías.” Citado por H. Kurzke, Thomas Mann. La vida como obra de arte (Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2003), p.292
  2. Véase, Luis Gonzalo Díez, Anatomía del intelectual reaccionario (Madrid: Biblioteca Nueva, 2007).
  3. T. Mann, Consideraciones de un apolítico  (Barcelona: Ediciones Grijalbo, 1978), p. 158
  4. Véase, Kurzke, ob. cit., pp. 305-308
  5. El texto completo de la conferencia se encuentra en, A. Kaes, M. Jay y D. Dimendberg, eds., The Weimar Republic Sourcebook (Berkeley: University of California Press, 1994), pp. 105-109
  6. Kurzke, p. 373
  7. Consideraciones de un apolítico, p. 31
  8. Thomas Mann, La montaña mágica (Barcelona: Círculo de Lectores, 1969), Tomo II, p. 985
  9. Véase, La montaña mágica, Tomo I, pp. 234-238, 357-361; Tomo II, pp. 572-592, 649-652, 658-676, 732-756, 845-849
  10. Sobre las críticas de Carl Schmitt a la democracia liberal puede consultarse su obra, Los fundamentos histórico-espirituales del parlamentarismo en su situación actual (Madrid: Editorial Tecnos, 2008).
  11. La montaña mágica, Tomo II, pp. 580-581. Véase sobre este tema mi estudio, “Fascismo y Nazismo como ideologías míticas”, A. Romero, Obras Selectas (Caracas: Editorial Equinoccio, U.S.B., 2010), Tomo I, pp. 387-406
  12. La montaña mágica, Tomo II, p. 716
  13. Ibid., Tomo I, p. 174

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