Para Rafael Castillo Zapata

Hay una imagen, o quizás más bien una figura, que me parece la metáfora perfecta para describir a Rafael Castillo Zapata.

He intentado encontrarla entre las viejas fotos en papel que guardo en una caja destartalada y pesada. Nada, por supuesto. Pero la recuerdo bien.

En uno de los tantos viajes que hicimos juntos por alguno de los ríos del Sur, ¿sería el Autana, el Sipapo, o el Orinoco? regresábamos exhaustos, despeinados, con la última muda de ropa decente puesta. Todos en el grupo íbamos así. Pero no Rafael. 

Sentado en la proa de la curiara, una toalla muy limpia y muy lisa sobre las rodillas, leyó por horas y horas, casi tantas como duró aquel lento descenso por el río de regreso a casa. Lo hacía abstraído, concentrado, con un sombrero que lo protegía del sol. 

Pregunté más tarde qué era lo que leía tan absorto. Creo que mencionó a Isak Dinesen, también llamada Tania Blixen: Out of Africa, o Memorias de África, los recuerdos, relatos y reflexiones que una baronesa danesa reunió para rendirle honores a lo que fuera para ella un pedazo del paraíso sobre la tierra: su finca cafetalera en las colinas al sur de Nairobi.

Es una imagen insólita de tan incongruente. El perfecto lector concentrado en su lectura, abstraído completamente de sus circunstancias. Pero a la vez, no lo es. Resume dentro de sí lo que define, pienso, a Rafael: poeta, ensayista, profesor, pensador, memorialista. Lo define sobre todo como Lector, en mayúsculas, o también, como un escritor que entiende su escritura como continuación de sus constantes lecturas. 

En algún momento en sus diarios habla de la labor ordenadora ya no solo del poeta sino del lector de poesía: “Los poetas y los lectores de poesía son los que zurcen la desvencijada tela del mundo y rehacen las tramas del entramado que se deshilacha” (Tratados II, 352). Habla del poeta como lector, como ordenador y hacedor, como cuidador de las formas, y sabedor de la fuerza última detrás de todas las fuerzas: la fuerza del estilo.

En otro momento habla como profesor, como lector junto a sus alumnos, y confirma esta ‘lectura’ de su lectura:

“(…) leyendo los poemas y tratando de entender el misterio que los hace posibles, el misterioso empleo del lenguaje que permite la elevación de esos emocionantes edificios de palabras (… ) aprendemos juntos la belleza de un poema y de un teorema como expresiones del orden del ritmo, de la potencia cosmológica del hombre capaz de imponerle un paisaje a la naturaleza desalmada, a las pulsiones y compulsiones destructivas que nos incitan al caos (…) mediante esa palabra confiada en las posibilidades del acuerdo y del entendimiento, damos forma al mundo, encauzamos nuestros instintos, le proporcionamos proporción y sentido a nuestros sentimientos y nuestras ideas” (Tratados III, 149).

Sentado así, leyendo, Rafael transformaba las circunstancias que lo rodeaban en imagen, en figura, en metáfora: del río, del viaje, del país. Traducía el país a paisaje, en paisaje. Y así le daba, y le sigue dando en mi memoria, al país, al paisaje, su sentido y su valor, sus luces y sus sombras, ‘zurciendo telas’, ‘rehaciendo tramas’.

Más tarde entendí otro sentido de esta ‘lectura’. En uno de sus ‘derrames automáticos’ que Rafael suele realizar como forma de escritura, hablando de los ‘cantos patrióticos’ de Hölderlin, reflexiona una vez más sobre la poesía y esos otros sentidos que el río, el viaje, el país llevan consigo:

“Y frente a tanto dolor, dime, ¿qué pueden los poetas? Y, sin embargo, ellos insisten; ellos perseveran en decir y conducir la marcha por entre los bosques tupidos, dejándose llevar por la corriente madre o padre de los ríos que arrastran sus cenizas ancestrales y llevan arropadas en sus cauces voces antiguas, los nombres que dicen el lugar del origen, la raíz profunda de la primera procedencia, atrás, como en los mitos”. 

No pareciera haber mejor metáfora para el poeta erudito, para el pensador en poemas, que es Rafael, sino como lector en una curiara, perseverando en decir y en leer las palabras que convierten el río en origen, la selva en ciudad, el país en paisaje, en poema.

He leído en algún lugar que el título del libro de Isak Dinesen es una referencia a un dicho clásico, dicen que de Aristóteles, y de Plinio el Viejo: ex africa semper aliquid novi, “siempre viene algo nuevo de África”. Rafael y sus siempre cultas lecturas y escrituras nos han traído siempre novedades, bondades, bellezas a bordo de esta frágil cultura nuestra que transita en ‘curiara’ y con la cual tratamos de sortear las profundas, peligrosas aguas de nuestro país, nuestros paisajes.

Verónica Jaffé Carbonell

23.01.18


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