Gabriela Kizer

Por ROBERTO MARTÍNEZ BACHRICH 

“Pero no seremos los cronistas del desconsuelo.

No lo seremos.” (Amagos, 85)

“Acompañar al corazón

sin devorarlo.” (Guayabo, 17)

Vi a Gabriela Kizer por primera vez en una fiesta en casa de sus padres. Estaba en la cocina, elegantísima, aceitando unos tequeños con un delicado pincel. Recordé a Sor Juana, claro, con aquello de que si Aristóteles hubiera guisado, y me enamoré en el acto. Ya había leído y admirado Amagos (2000) y Guayabo (2002), pero esperaba, lector en pena, que Tribu, reciente ganador de la Bienal Picón Salas, llegara por fin a imprenta. Cuando, siglos después, el libro se publicó comprendí el valor de la espera. Tribu (2011) es y será capital en la poesía latinoamericana de este siglo. No conozco a nadie que pueda refutar esto. Tampoco sé de nadie que, después de leer Tribu, no admire y ame a su autora para siempre. Soy, pues, uno más del montón. Pero la fortuna me llevó a ir conociendo a Gabriela. Vivimos simultáneamente la trágica tarea de escribir una biografía, y dimos luego un curso juntos en la Escuela de Letras, en un estado de terror que semana a semana se renovaba sin cesar. Y como suele ocurrir con las tragedias compartidas fue naciendo un lazo enorme, rotundo, eterno, de esos que, se sabe, sostienen las más terribles empresas.

Pero lo que nos reúne hoy, aquí, es un tiempo anterior a todo esto. “El compendio anterior a todo”, como le oí no pocas veces a Gabriela referirse, tímida, a Pavesa (Letra Muerta: Caracas/Nueva York, 2019). El momento en que la autora se lanzó a las aguas oscuras del poema, cuando “deseaba hallar un rostro, otra voz”, como nos lo dice en el prólogo (10). Halló ambos, qué duda cabe. O acaso el rostro y la voz de Magdalena la hallaron a ella. No trastabilla la imaginación cuando supone a Gabriela y a la Magdalena abriéndose mutuamente el corazón, y al libro que recoge esa experiencia abriéndoselo, ahora, a sus lectores.

Es difícil, para un lector de Amagos, Guayabo y Tribu, leer Pavesa sin pensar en cómo habita ya allí, germinante, buena parte de lo que luego estallará en la obra posterior. Y, sin embargo, Pavesa abre y obra su propia y personalísima maravilla, su acento único, su belleza intransferible de llama y aridez. Una ventana desértica y un lastre que no sé ni quiero soltar son, pues, los lugares desde los que quisiera, hoy, asomarme al libro.

Sobre una imagen, sencilla y grande al mismo tiempo, se abre por primera vez el corazón, anuncia Gabriela siguiendo a Camus en la entrada de Pavesa. Esa imagen es la de la mujer oscura, en duelo y llanto, encarando una muerte que no es la suya, y que no obstante lo es. Sensual y angustiada, hermosa y abatida, vencida pero sedienta, con ojos que pueden creer a pesar de la desesperación o, justamente, gracias a ella. Y es que creer (saber preciso de la Magdalena que con ella recorremos) es sólo una forma de la desesperación.

Gabriela trae a la Magdalena desde los viejos lienzos de los maestros, y de allí acaso la poderosa plasticidad de los poemas y la hermosura de su pátina como antigua o solemne, pero la hace encarnar de nuevo en un tiempo fuera del tiempo dentro del tiempo, como diría Blanchot, para restaurar su llanto y su potencia, para hacerla emerger de la infinitud de las arenas y acompañarla en su viaje al corazón. Pero esa voz, que bordea el balbuceo del nudo en la garganta y el gemido inevitable, que coquetea (y se contiene) con el furioso raudal de la queja o el reclamo, se va alzando a lo ancho del poemario como llanto que se decanta en cuerpo, como lágrima salvada que se deshace en verbo y deviene, a ratos, monólogo de discreta ferocidad o amarga (pero dulce) interpelación. Quiero decir, que el registro de esa voz cambia a lo largo del libro, y del verso repta a la prosa para ascender, luego, de regreso, y viceversa; pasa del acento dramático a la resignada, doliente y enamorada meditación, dando lugar en su esfuerzo por darle habla al sollozo, también, a figuras otras, las que rodearon una vez a la Magdalena, las que aún la acompañan hoy y pueden tener presencia plena en alguna estancia de Pavesa o ser sólo eco, presencia que es rotunda por la fuerza de la ausencia.

Si Pavesa se inserta, así, en esa larga y sólida tradición de la fuerza poética de la queja que nos ha deslumbrado en su torrente de fuego desde la obra de Ana Ajmátova, Ida Gramcko, Antonia Palacios y Olga Orozco, por nombrar apenas algunos ancestros absolutos, desteje al mismo tiempo la mortaja del poema en su contención. No hay, acá, el “desmelenamiento verbal”, como diría Rafael Castillo Zapata, al que asistimos en algunos poemas (“En sí menor” o el poema del dentista) de Amagos y (“Cartagena de Indias”) Guayabo, tampoco ese otro desmelenamiento como conceptual, ese como estallido de “la corriente subterránea de la poesía” (4), esa como torre del poema infinito “que se construye, derrumbándose” (5) al que asistimos en Tribu, sino, al contrario, la punzada exacta, pero no menos fatal, de lo escueto. Gabriela construye un dolor que contiene y es contenido, un drama en represa que, sostenido, nos sostiene. No el incendio, que es lo que precede y sucede, acaso, a la Magdalena en su tránsito existencial, sino apenas una “frágil incandescencia” (10) de su remanente. Y si donde hubo fuego cenizas quedan, Pavesa se mueve, callada y felizmente, en el entretanto.

“Y dicen que a los primeros hombres su dios los hizo, los forjó de ceniza” (50), reza el primer verso del último poema de Tribu, que Gabriela trae de los mitos del México antiguo. “Sólo llevo cenizas” (55), aúlla a su vez el hablante de uno de los poemas más sabrosamente “desmelenados” de Guayabo. Un puente de ceniza, pues, conecta a Pavesa con los poemarios posteriores de su autora. Pero si en ellos la ceniza funda al hombre o es su carga, con Pavesa asistimos a un estado anterior del elemento en su hacerse, del fuego que lo ha forjado. Pavesa es la “parte sutil que queda de la matéria quemada, antes de dissolverse en ceníza” (7), según una definición del término en el temprano siglo XVIII. Y si la ceniza es puente físico en su deshacerse, en su fragilidad y efímera incandescencia anterior, la figura del Dios es el puente otro, definitivo, avasallante, total. Y si Tribu, como ha señalado Armando Rojas Guardia, “gira en torno a la experiencia humana de religación con lo divino” (experiencia que, en un tono muy distinto y con un agudo sentido del humor, aparece también, a ratos, golpeando puertas y ventanas, en Amagos y Guayabo), y con “la invocación de Dios como Padre”, Pavesa se ocupa de “la contradicción, la incertidumbre y la duda” de esa misma relación, pero con el hijo encarnado. Del “carácter reverente y sagrado” (6), apunta Armando, de la relación de Magdalena con Cristo. Y de lo que ocurre a la larga, me atrevería a agregar, con esa relación. A veces, se sabe, la reverencia destruye al ser; a veces lo sagrado pide a gritos profanación.

Si en la primera parte del poemario, Magdalena es cuerpo herido que habla a quien pueda oírla, queja que es carne que es voz, en la segunda ese cuerpo parece comenzar a disolverse, es perfume, espejismo, sed, mudez. Magdalena ahora se habla a sí misma, se pide recordar que el cuerpo sigue allí a pesar de todo, recordar “cómo has tenido que entenderte cada vez, endemoniada, con un lugar en el mundo” (23). Y en medio de esa herida que persigue el cuerpo antiguo, el ser que se creía entero o fácil, permeable, se topa con María. El poema “María a Magdalena” ocupa, pues, un lugar vertebral en Pavesa. Le da voz a la madre, la madre que interpela a la mujer. María es voz distinta, no cerrada, expuesta. Su confesión comienza diciendo: “Cuando di a luz di con las sombras. Mi hijo y yo nacimos huérfanos. No existió canto para ese desamparo, pero algo cantó. No hay queja.” Si en Magdalena el desamparo persigue su canto, en María hay certeza de que “ni siquiera el dolor nos hace dueños” (27). Si en Magdalena la queja hace cuerpo y el deseo crea espera y esperanza, desesperanza y desesperación; una sombra de otro orden, dolida y sin temor, sujeta a María, una resignación terrible que mira y no entiende configura su sufrimiento. Al mostrarlas tan cercanas y tan distintas la una de la otra, este poema ofrece un corazón alternativo, siempre abierto, a Pavesa. Y nos recuerda el epígrafe de Rulfo que anuda el poemario, pues si algo une a estas dos figuras dolientes no es sólo la herida en el corazón, el amor por el hijo y el amor por el hombre. Más allá del duelo, del amoroso sufrimiento, más que la ceniza y menos que Dios, el puente que une a María y Magdalena es, como lo apunta Rulfo, “el hilo del sollozo”. O como, invitado a Tribu, sugería Giordano Bruno: “Y es tremendo caer en manos del Dios vivo” (36). María relata a Magdalena la tremenda experiencia de ser madre. En lo tremendo de su propia experiencia, Magdalena la comprende, como en una nueva lluvia de piedras, como sólo la herida comprende a la herida. “Soporto el llanto” (28), dirá luego Magdalena. Pero sabemos que también el llanto la soporta y no deja que se derrumbe. O la derrumba para construirla otra vez, como en Tribu. La queja, pues, cambia, a partir de allí. El acento de Magdalena deviene otro después del encuentro con María. No sé si aterrados o aliviados la escucharemos susurrar: “ya no me necesito, mi hermoso” (30).

Y sin embargo, si en la tercera parte creeríamos llegar a un tiempo de sosiego, acaso sólo ha comenzado el flujo de otra destrucción. Magdalena se ha convertido en “la silenciosa en el desierto” de la que hay que cuidarse, según advierte Alejandra Pizarnik (32). Es ahora la del “rostro mate”, la que lleva “una partitura oscura donde suena tu sangre” (37). Algo más espeso signa su fatalidad, pues recorremos ahora su vida “después de los acontecimientos” (41). Nada hay acá que augure paz, pero sí una sombría y sangrienta lucidez, otra espera. “Un corazón quemado” que busca sostén, nos dice. Alguien que tantea la espina que ha tragado. Una mujer a la que los pantanos miran y que confiesa: “Tengo una interioridad de bestia./ Voy    tentada por lo que cruje./ Y tú me abrazas, vivo y lacerante,/ me arrojas.” (39).

El poema “Hay animales para el desierto” lleva la voz de Magdalena al pasto del retorno. Es bitácora y espejo que sintetiza su lugar y no lugar en el mundo. Puente verbal que conecta los dos extremos de la pavesa: el fuego, el desierto: “He estado recordando a una mujer que fue destruida por la pasión de un dios. No menos me ha dado esta criatura que creyó salvarme encerrándome un fuego dentro. Sé que a una mujer frenética le corresponden las llamas purificadoras y solo estoy esperando que esto termine de arrasarme el alma, aunque si algún sino deletreo en las noches es que el fuego, como el desierto, no precisa de un fin” (41). Eso dice, recia, la Magdalena del último tramo del libro. Desengañada como el cielo que “bosteza ante la redención o el espanto” (42). Y como la vida del cuerpo y la del alma tienen cronologías distintas, y como el tiempo de la conciencia nunca es el mismo que el del corazón, Magdalena nos devuelve a otro suelo de la queja en las páginas finales, precisando acaso que ese espacio nunca podrá ser abandonado: “Y quién puede dejar de llorar, ahora que anda rajado el animal, su corazón a punto de caer” (45).

Gabriela Kizer sale airosa de la casi imposible empresa de volver, sin perderla por el camino, sobre una figura de tanto peso y gravedad en la tradición occidental como la Magdalena. El secreto, acaso, sea su respeto por la mujer de Magdala. Su no querer desentrañarla, sino apenas acompañarla en su vaivén por los umbrales de luz y sombra, de desierto y corazón. Así lo advierte, tempranamente, en ese texto confesional que precede a los poemas: “Manida e inagotable como toda imagen añeja y viva -señala Gabriela-, la Magdalena sigue siendo para mí un misterio genuino.” (10) Lo que nos recuerda, palabras más, palabras menos, aquello que los grandes poetas siempre han sabido: sin misterio genuino no hay poesía.

*El texto anterior fue leído el pasado 4 de octubre en la presentación del libro de Gabriela Kizer, en New York. Pavesa fue publicado por la editorial Letra Muerta.


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