José Miguel Roig / Archivo El Nacional

Por ENRIQUE LARRAÑAGA 

En septiembre de 1973 José Miguel Roig se estrenó como profesor ante quienes conformaríamos la primera promoción de arquitectos de la Universidad Simón Bolívar.

Los talleres de diseño arquitectónico funcionaban en el antiguo Club Sartenejas (1) y se había improvisado un aula en un rincón del salón principal. Roig sufrió para enchufar el cable del proyector a los viejos tomacorrientes de la sala y también para operar el entonces aún novedoso aparato. Cuando finalmente comenzó la sesión, nuestras bromas iniciales se convirtieron en admiración: sobre la pared, como en un aluvión de belleza, aparecían fascinantes imágenes de edificios; muchas boca abajo o al revés, como sucedería luego con frecuencia. A veces, Roig contemplaba alguna en total silencio hasta que, conmovido, decía sólo “¡qué maravilla!”, esperaba unos segundos más y cambiaba la diapositiva, mientras avivaba nuestras ansias de aprender; otras, contaba alguna anécdota que entretejía algo conocido con las obras que descubríamos y ese entramado construido con palabras y visiones nos abría mundos nuevos. No sólo se veían esas clases amplias e incitantes; se vivían.

José Miguel había nacido en San Sebastián, Guipúzcoa, en 1930 (2) y siendo apenas un niño su familia se mudó a Filipinas. Al morir el padre, regresó a España con su madre y hermanos. Pocos años después y tras el rastro de una aventura, vino a Venezuela y, como otros, se quedó aquí. Hizo amigos, trabajó y con una beca de Creole estudió arquitectura en la Universidad de Cornell.

Con menos de treinta años, Roig había ya experimentado directamente culturas disímiles en lugares diferentes que sintió propios. Quizá esa vivencia temprana de mundos distintos, mudanzas frecuentes y encuentros notables animó su deseo de conocer lugares remotos y el inquieto disfrute de los azares de esas experiencias como una de sus mayores virtudes.

A la distancia de casi cincuenta años, recuerdo aquellos paseos arquitectónicos que conducía José Miguel como un aliento a nuestra emoción, más que a la erudición, una celebración del accidente como fuente de conocimiento si sabemos trascender la satisfacción del hallazgo súbito y perseverar en la búsqueda intensa.

Esa apelación me hizo acercarme desde muy temprano en mis estudios al profesor que luego fue mi tutor, después mi mentor y más tarde mi entrañable amigo. Todo ello se lo agradezco a él y a la vida ahora que, aunque sé que no volveremos a tenerlas o tal vez por ello, recuerdo la fortuna de haber compartido muchas conversaciones (y frecuentes discusiones…), reportándonos, consultándonos o simplemente divagando entre chistes y chismes con la lúdica lucidez de su curiosidad.

Aprendiendo a aprender

Comenzando la séptima década del siglo XX, casado con una merideña, con dos hijos caraqueños y trabajando en Maracay, Roig fue contactado por otros egresados de Cornell (3) que, con asesoría de Gustavo Legórburu y luego Mario Romañach, ensamblaban el programa de estudios de una nueva carrera en una casa de estudios nueva: arquitectura en la Universidad Simón Bolívar.

Como el resto de ese pequeño grupo de jóvenes arquitectos, José Miguel no tenía experiencia docente ni había considerado dedicarse a la vida académica. Había sido preparador de Colin Rowe en Cornell y seguramente por eso le encomendaron los cursos de historia de la arquitectura.

En una universidad sin facultades y con marcado énfasis científico y técnico, arquitectura lucía, por lo menos, como una carrera “atípica”, y se temió que la identidad del programa se diluyera si otros departamentos más grandes se encargaban de los cursos. Para sortear ese peligro y mantener el control docente se ideó un ardid: “adaptar” el nombre de los cursos llamando, por ejemplo, “Elementos de la construcción” a los cursos sobre materiales y a los de historia “Teoría de la arquitectura”.

La treta introdujo un giro en el estudio de lo arquitectónico en Venezuela: sin proponérselo explícitamente en el momento ni probablemente percatarse por un tiempo de su repercusión, se hacía un entonces novedoso énfasis en lo conceptual sobre lo cronológico, en los entramados contextuales sobre la linealidad temporal, en la integralidad disciplinar sobre el recuento de estilos y en la compleja y estimulante interpretación de evidencias y conexiones sobre la pesada y árida recopilación de datos.

Como profesor y como persona, José Miguel asumió y disfrutó esos aún imprecisos desafíos con espontaneidad, permeabilidad, transversalidad y siempre oportunas y reveladoras ironías. A esa peculiar mezcla le debemos muchos entender hoy lo arquitectónico no como un axioma cerrado sino como una búsqueda dinámica del conocimiento. En esas bastante imprevistas coordenadas estudiaron Azier Calvo, Lorenzo González, Henry Vicente y Hernán Zamora, por nombrar sólo algunos investigadores que hoy hacen crítica arquitectónica con rigor teórico. Como Roig en su momento, pero con lo elaborado a lo largo de sus estudios de tercero y cuarto nivel, cada uno de ellos ha desarrollado en sus cursos e investigaciones lecturas que trascienden la relación de fechas y sucesiones, anacrónico salvavidas de plomo al que tediosamente aún recurren otros programas y profesores.

Roig evitaba las repeticiones porque le aburrían; apoyaba entusiastamente las ideas arriesgadas presentadas en sus cursos de Teoría o de diseño, incluso más que quien las proponía, porque le permitían sondear territorios nuevos; la puerta de su cubículo permanecía abierta; no faltaba a ninguna celebración; actuó como confidente de muchos, apoyó personal e institucionalmente a varios y fue tutor de trabajos de grado con temas “poco convencionales”.

Quienes también tuvimos a José Miguel a nuestro lado al comenzar nuestra carrera docente aprovechamos sus comentarios aparentemente casuales para ir intuyendo la razón, responsabilidad y dicha de la vida académica; alentó nuestras temeridades profesorales como había apoyado nuestras aventuras estudiantiles y nos defendió de la burocracia institucional cada una de las muchas veces que nos equivocamos, sin dejar de señalarnos los errores para así ayudarnos a identificarlos y enmendarlos. Siguió de cerca la carrera académica, estudios de post-grado o desarrollo profesional de muchos y, como recordando todo y a todos, aprovechaba cualquier encuentro fortuito con algún egresado para conversar (casi interrogar…) con genuino interés sobre su vida y la de sus compañeros.

También he venido entendiendo que aquellos años iniciales de arquitectura en la Universidad Simón Bolívar nos permitieron construir una inadvertida pero estimulante complicidad: nuestro aprendizaje profesional corrió paralelo al aprendizaje profesoral de nuestros primeros instructores (4) y luego el nuestro al lado de quienes habían adquirido experiencia sin perder su ánimo inicial. Con energía inusual en entornos más regimentados, admitimos, casi alentamos, osadías mutuas que, como estudiantes primero y luego como profesores, nos fueron demostrando que se aprende al ir aprendiendo a aprender y que sólo quien ignora demasiado pretende tener mucho que enseñar.

Tuve la suerte de tener a Roig como profesor/cómplice desde 1973 y, con los cambios pertinentes, hasta nuestras últimas conversaciones. En todos esos años disfruté el privilegio de mantenerme aprendiendo al lado de alguien para quien el mundo era siempre una pregunta abierta y que, con amplitud casi desconcertante, compartía el gozo de cuestionarlo virtualmente todo sin imponer ni aceptar límites y siempre promoviendo una sincera y pertinentemente inquieta dedicación.

De la curiosidad como disciplina

A quien no supiera de ese empeño incesante de Roig por mantenerse siempre en una continua búsqueda podría sorprenderle saber que con casi sesenta años y sin abandonar su actividad docente y profesional, comenzara estudios de filosofía y se iniciara como narrador, para poco después publicar un retador alegato a favor de la ornamentación arquitectónica (5) que, con documentos y argumentos tan completos como heterodoxos, explora correspondencias entre el churrigueresco y algunos mausoleos japoneses para declarar su oposición a la desnudez del modernismo ortodoxo (6). Y es que José Miguel, frugal en lo cotidiano, no era ni en lo afectivo ni en lo práctico una persona de gustos o expresiones simples ni limitantes.

Tampoco lo son sus relatos, siempre amenos, cuidadosamente armados y a veces inquietantes. Desde su primera novela (7) y en las más de veinte que la siguieron articula situaciones, secuencias, personajes, orígenes y credos distintos con lógica cinematográfica (8), palabras directas y tiempos entrecruzados, que, con alusiones a hechos y personajes claramente reconocibles, elaboran lo sugerido por epígrafes inspiradores (de Esquilo, Goethe, Séneca, Shakespeare y otros) para interpretar cada gesto específico como materialización de lo universal; y viceversa. En su narrativa Roig afronta temas esenciales (el amor, el miedo, el poder o lo prohibido[9]) y con frecuencia su exploración le permite reflexionar sobre la justicia como aspiración y voluntad permanentes, necesarias; es decir, disertar sobre la armonía; es decir, buscar la belleza.

A quienes vivimos sus clases, las novelas de Roig nos adentran nuevamente en mundos que, pareciendo ajenos, se nos demuestran muy propios. A quienes conocimos el pequeño estudio en que José Miguel las escribía, nos muestran otros acuciosos apuntes sobre mundos, modos, opciones, retos y riesgos que Roig va indagando con su característica y perseverante inquietud.

Lecciones existenciales

Cuando José Miguel Roig murió faltaba poco más de un mes para que cumpliera noventa años.

Tuvo una vida larga y productiva, la vivió con energía que transmitió a quienes compartieron alguna de sus muchas facetas y marcó una diferencia en la vida de muchos que hoy lo recuerdan con deferencia, como evidenciaron los muchos comentarios en distintas redes sociales al conocerse su fallecimiento. Conscientemente, no hablo de “su desaparición”, pues la presencia de José Miguel perdura en las significativas memorias y audaces enseñanzas que seguiremos atesorando de él.

En una de sus últimas novelas (10) escribió: «los jóvenes tienen inquietudes, formulan preguntas, buscan respuestas. Al envejecer, esas inquietudes se desvanecen en visiones cínicas, en mero cansancio, se pierde la capacidad de maravillarse ante la búsqueda».

Desde varios años antes el profesor Roig nos venía dando a aquellos muchachos ya “creciditos” esa última lección: incluso cuando el cuerpo envejece y se cansa, no cabe rendirse ni dejar de maravillarse haciéndose y formulando preguntas que sostengan el vigor de nuestras búsquedas.

Que ahora, cuando toca compartir con él de otra manera, sepamos seguir aprendiendo de su incesante curiosidad para ejercerla, decididos, como disciplina existencial.


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