En el centro, Morella Muñoz, a la derecha, Oswaldo Trejo | Archivo Fotografía Urbana

Por RUBÉN MONASTERIOS

Lihya, mi mujer, y yo, recordamos con orgullo y nostalgia nuestra amistad con Morella y Pedro, y todavía hoy, al evocarlos, sentimos mucho pesar por su partida, que ocurrió demasiado pronto.

Con otras parejas, todos de alguna manera involucrados en el quehacer artístico, formábamos una pandilla que cada quince o veinte días se reunía en una cena en la casa de alguna de ellas, y otras veces, ocasionalmente, salíamos por ahí, a nocturnear. En esas oportunidades, Morella cedía en una de Las normas de convivencia, y esta era la de abstenerse de fumar en su proximidad; y no podía hacer otra cosa si quería ir de rumba, porque entonces lo inusual era que prohibieran fumar en alguna parte.

Otra norma de convivencia con Morella podría resumirse en la frase “Estando yo presente, no se habla mal de mis amigos”. Otras concernían al silencio de la concurrencia mientras tenía lugar una interpretación suya, y a la prohibición impuesta a los camareros de servir tragos en tanto esto ocurría; por ello era reacia a complacer la petición de la concurrencia de cantar  “una canción”, acompañada por el pianista del bar, en los locales nocturnos que frecuentábamos, e incluso, a aceptar contratos para actuar en fiestas privadas.

“Poses de diva”, decían con un dejo de irritación los menos informados cuando se enteraban de estas cosas de Morella. No es que ella no las tuviera —porque Morella no fue ni una pizca humilde—, pero las normas tenían sus buenas razones.

La del fumar es bastante obvia: con ella pretendía proteger su delicado aparato vocal; porque muy pocos cantantes en todo el mundo pueden permitirse la licencia de fumar, beber cerveza a galones, gritar animando a su equipo en un partido de beisbol en horas de la tarde y por la noche cantar impecablemente el Fígaro del Barbero de Sevilla en el Teresa Carreño, tal como lo hacía ese fenómeno llamado Cayito Aponte en sus mejores días.

Tampoco tiene uno que ser un criptoexegeta para entender la concerniente a los amigos; el valor amistad era realmente trascendente para Morella; una vez trabada una amistad, el vínculo se hacía inviolable; amaba en forma apasionada y absorbente, y esperaba de los seres queridos idéntica respuesta; de la misma forma sentía sus animadversiones. En este aspecto de su personalidad no jugaba con medias tintas.

Las otras normas son un tanto más complicadas de explicar; a tal propósito, viene a cuento tomar en consideración que tienen que ver más con el respeto al arte, que, con la vanidad del artista, y de antemano declaro que las comparto del todo.

De proponerme a rastrear la historia de esas pautas de conducta, diría que su trasfondo teórico viene de los griegos, y en la época moderna, de las proposiciones respecto al arte del actor y de la escena de Antonin Artaud. Consiste, en principio, en la idea del arte y la religión, en cuanto a fenómenos de una misma naturaleza. El acto de la creación artística es religioso y exige una actitud mística del participante en el mismo, cualquiera sea su rol: sacerdote-artista, por una parte, feligrés-público, por otra.

El artista, tanto como el sacerdote, consagra con su solo gesto el objeto o el espacio donde oficia; por eso la esquina de la calle se convierte en lugar sacralizado cuando el mismo o el músico callejero realizan ahí su performance; por idéntica razón un bidet se transforma en escultura cuando el artista plástico así lo determina: al extrapolarlo de su contexto habitual y ponerlo en una sala de exposiciones transmuta su esencia; lo despoja de su carácter funcional y lo vuelve un objeto de naturaleza estética; lo hace bello. El artista, tanto como el sacerdote con su feligresía, se fusiona espiritualmente con el público, ocurre una comunión; no hay diferencia entre aquel que da, y quien recibe; la interacción es circular; la entrega es recíproca; la respuesta emocionada del espectador excita al artista y lo lleva a dar más de sí, hasta la extenuación, y la fuerza dimanada de este conduce al público a niveles superiores de emotividad, hasta el éxtasis. Personalmente sustento la idea de quienes comen papitas fritas en un teatro o en un cine donde proyectan una película estéticamente válida, quienes insisten en entrar a la sala una vez empezado el espectáculo, quienes hablan y chocan copas mientras ocurre la actuación del artista, los “que llevan el ritmo” con un bolígrafo y todos los imbéciles que hacen cosas semejantes, no entienden un carajo de qué se trata e incurren en un acto de violencia contra la sensibilidad ajena y de profanación del arte de tanta magnitud, que solo puede ser castigado con la pena de muerte.

Pero a veces, según lo dije antes, Morella admitía la trasgresión de sus normas de convivencia. En una oportunidad salimos a cenar las dos parejas y después se nos antojó ir a hacer la sobremesa en un lugar que estaba de moda entre la bohemia exquisita de Caracas, situado —¡no puede ser!— en Sabana Grande, en una calle que lo único bonito que conserva es el nombre “Villaflor”; y ahí nos encontramos, no precisamente por obra del azar, con quien entonces no es que “vivía como un príncipe”, sino que era un príncipe: Aldemaro Romero. “¡Champaña!” —ordenó el maestro—.

A la segunda o tercera copa del sonriente néctar burbujeante de la señora Ponsardin, Morella se sentía como la misma Viuda Alegre en pleno Chez Maxim’s. Aldemaro tuvo ganas de tocar y el pianista de la casa le cedió respetuosamente el media cola; los acordes que sacó el maestro del instrumento inspiraron a Morella y cantó una y otra y otra canción: boleros, alguna balada en clave de jazz; divinamente ebria, cantó con la sensualidad de la hembra latina que sabe de qué habla cuando dice “te beso” o “te amo”; jamás se había escuchado igual “Me queda el consuelo”. Aquel lugar festivo y bullicioso se llenó de la esencia del alma de una Morella Muñoz que fue capaz de transitar con idéntica frescura y eficiencia por el lied, el bolero y el canto de trabajo de las negras. El humo de los cigarrillos fue inevitable, pero Morella y Aldemaro lograron el milagro de hacer silente un sitio donde un momento antes reinaba la algarabía; y después de ese baño de luz sobrenatural vino la ovación, los brindis, los gritos de placer y hasta algún velado llorar de una dama en una mesa cercana.


*Texto tomado del programa de Morella Siempre Morella, en el Aula Magna de la UCV, el 30 de julio de 2005, organizado por la Fundación Morella Muñoz.


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