Hanni Ossott / Cortesía Ediciones «Letra Muerta»

Para Armando Rojas Guardia

Soy noche cuando es de día

Hanni Ossott. Imágenes, voces y visiones

He querido plantearme mi relación con lo nocturno. No ha sido sencillo. Ante imágenes de semejante potencia nos acobardamos y buscamos refugiarnos tras los “lugares comunes” que las circundan: ¿qué es lo nocturno para nosotros, qué representa la noche? Erotismo, sexualidad, el encuentro entre los amantes: la posibilidad para lo prohibido, para lo que debe ocultarse. Oscuridad, incertidumbre, nada, vacío, miedo, pesadillas, horror. También pensé en las luces encendidas de las grandes ciudades con vida nocturna incesante, como Nueva York, the city that doesn’t sleep: carros circulando, comida china a las cuatro de la mañana, un coctel de músicas que se cruzan a medida que uno camina por calles que se niegan a mandar a la gente a sus casas. Pero nada de eso –aun cuando sí tuviese que ver conmigo de alguna forma o en algún momento pasado, próximo o cercano– nada de eso parecía disparar mi impulso para hurgar adentro y escribir. Decidí no forzar el asunto; dejar que la noche se asentase en mí.

Sospechaba, sin embargo, por dónde iba a asomarse, puesto que venía a mi mente un ensayo que había escrito sobre Hanni Ossott hace unos cuatro años, “Antes (de) que la noche acalle y el crepúsculo enmudezca”. Sabía que en dicho texto yo había rozado el tema de lo nocturno, así que por fin me decidí a rescatarlo entre mis papeles (ardua labor) y pude volverlo a leer. En efecto, la semilla de todo estaba en Hanni. Sin embargo, el oscuro núcleo vino a mí gracias a Rilke, no gracias a mi propio ensayo. Ocurrió tratando de descifrar las Elegías de Duino, durante una noche de taller con Gabriela Kizer: decidimos leer lo que Hanni tenía que decir sobre la nocturnidad en ella, y fue como si unas letras escritas y hace tiempo borradas recobrasen su albor dorado en mi memoria. Comprendí que mi relación con la noche ha estado vinculada desde hace años con una poética de vida enteramente ossottiana, y que no podía reestablecer el vínculo sin regresar a esa escritura esencial.

*

Si tuviera que preguntarme en qué momento de mi vida me he sentido “en la noche”, respondería con otra pregunta: “Eso depende, ¿estamos hablando de la noche que yo he elegido, o de aquella que, desde que nací, me ha sido impuesta?”.

Dado que me gusta más, quiero hablar primero de la noche elegida: se me hace un tanto más fácil. Hanni dice “Soy noche cuando es de día”, y, en cuanto a lo nocturno, nada había tenido más sentido para mí que semejante sentencia. Ciertamente, Rilke habla de un sentirnos desamparados en el mundo, un estar desfasados con respecto a lo que nos circunda, y quizás nunca había encontrado una explicación tan coherente y tan hermosa para la manera en que ese fenómeno ocurre en mí que esta ofrecida por Hanni. No sé si todos los hombres llegamos a sentir ese desamparo del que Rilke nos habla en las Elegías de Duino. Es probable que todos padezcamos el fenómeno: mi duda es si todos tenemos el terrible privilegio de saberlo. En una de mis películas predilectas, Lugares comunes, el protagonista habla del horror de la lucidez y dice que el único placer que esta conlleva es el estar consciente de la conciencia propia: es decir, saber que sabemos. Por eso, si se me diera a elegir la posibilidad de la “inconsciencia feliz” –como diría Clarice Lispector– en lugar de la capacidad de ver en lo oscuro, todavía no estoy segura cuál de las dos escogería.

Por lo pronto, puedo decir que yo he designado la noche como momento idóneo para pasar una considerable fracción de mis días. Siempre he preferido las horas de la noche para trabajar, por aquello tan obvio de la paz increíble de que no suene el teléfono, de que no haya cornetas ni sirenas colándose por la ventana, de que no se acerque nadie a preguntar qué haces o si quieres algo más que su preciado silencio. Pero ahora parece que hay una propensión biológica en mí que me impide vivir de otra manera. Sencillamente, no consigo despertar del todo a la vida durante las horas del día; mientras que mi lucidez, a partir de cierta hora del crepúsculo, se dispara a una dimensión otra: como si en realidad estuviese durmiendo despierta y todo ese chorro de luz y de devenir mental me estuviese llegando por medio de algún sueño alucinado, que no controlo ni quiero controlar.

Es curioso. Odio la figura del vampiro –me parece tan seductora como repugnante– y sin embargo comparto con ella uno de sus rasgos esenciales.

A eso que es tu pesada noche la luz rasgarías

Por volver al filón de sombra que una vez fuiste

Edmundo Bracho. Hospitalario

Esta noche, que no cambiaría por día alguno, es maravillosa. Me gusta pensar que la he escogido, y casi lo creo así cuando recuerdo todos esos años de niña en que elegía quedarme en mi cuarto leyendo toda la noche, en lugar de acostarme temprano para reponer las energías que volvería a necesitar durante el día. Me gusta creer que forjé en mí el hábito de lo nocturno. Y quizás fue así. Quizás me vi obligada a acallar el día, con todo su escándalo cotidiano, para encontrarme conmigo a través del silencio de las palabras nocturnas de los libros (aunque esté leyendo a Michael Cunningham y sus novelas, todas, me hablen de la ruidosa noche newyorkina con sus dosis de ácidos y bares y travestis y luces citadinas). Quizás me vi obligada a preferir la noche, y la acepté con gusto. Cuánto de elección tenga esto no lo sé, pero lo prefiero igual, por una simple razón: nada me brinda tanta paz urdida a tanto placer.

El horror empieza cuando esa noche se acaba.

*

El escritor, el insomne diurno

Maurice Blanchot. La escritura del desastre

Cuando ese día que detesto me recuerda mi desfase, mi imposibilidad de encontrarme con el mundo, pierdo toda armonía luminosa y la noche que vivo deja de ser la noche que elijo. Los límites se desdibujan: hay una luminosidad en mi noche que no comparte nadie, y la amo por lo mismo; pero también por lo mismo soy arrojada a la sombra de no pertenecer y no saber cómo caminar tranquilamente bajo la luz del día.

Existe una penumbra que se carga adentro y que ni siquiera por medio del arte puede llegar a compartirse. Se puede transmitir, no lo niego. Tampoco niego a ese otro espléndido que observa y comprende desde su propia penumbra. Pues el diálogo supone otra penumbra propia. Pero la mía no puede compartirse. Implica una carga que no fue hecha para ser repartida.

No creo que exista mayor horror que la percepción de este hecho por primera vez. Abrir los ojos: que entre luz: que esa luz sea oscura.

Aquellos para quienes despertar es solo un volver a tomar el temblor

Hanni Ossott. Espacios para decir lo mismo

Y sin embargo, hay algo en lo que dice Rilke, en lo que dice Heidegger, en lo que dice Hanni: algo gracias a esa ligereza, a esa libertad y a ese vigor de aquel que ha quedado al descampado. Algo que considero inapreciable. (Para quien jamás ha vivido de este modo, ese algo podría juzgarse como efecto de la resignación; también como un gesto ingenuo, o como una temeridad). Existe un atrevimiento “en el ejercicio de vivir sobre lo sin fondo”, diría Hanni; una cualidad labrada por el viento en el rostro de aquel que habita “lo abierto” de Rilke: una desnudez vital que el abrigado apenas contempla desde adentro. Existe una fuerza en la pérdida que solo la pérdida es capaz de brindar… y de comprender. Es una suerte de facultad muscular similar a la que desarrollan los ciegos, capaces de andar en la oscuridad con una familiaridad que nos espeluzna en la medida en que solo estando ciegos como ellos la podríamos alcanzar.

*

Lo que se nos revela en el desamparo y en la cumbre del vivir en carencia es el límite de la angustia. Lo que todavía nos protege en la angustia es la disposición, la inocencia, la capacidad de poner al mundo entre paréntesis y volvernos pasillo, circulación del devenir

Hanni Ossott. Memoria en ausencia de imagen. Memoria del cuerpo

Recuerdo que Hanni planteaba el poema como medio de salvación de la noche. Suerte de regreso de lo nocturno que nos regala y nos obliga a la otra orilla: sin dicho retorno no existe comunicación, ni luz, ni lenguaje capaces de obra alguna. A veces pienso que, de mis dos noches, la una sucede a la otra, la una me lleva a la otra pero también me regresa, y en lo que cada una tiene de día, a ratos –en ciertas horas crepusculares– se tocan. O, al menos, se contemplan.

Caracas, 1° de abril de 2008

2:47 am

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(Una primera versión de este texto fue publicada en el libro Voces nuevas 2008-2009.  Taller de ensayo con Rafael Castillo Zapata. Caracas: Fundación Celarg, pp.109-114).


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