Por FERNANDA TORRES

Desde mi ventana, veo la Lagoa, Ipanema y las Cagarras; a la derecha, el cerro Dois Irmãos y la Pedra da Gávea; a la izquierda, Cantagalo y, al fondo, el parque de Catacumba, con el Cristo a lo lejos. Es una vista impresionante que ya no compensa la tristeza de haber nacido, crecido en Río de Janeiro y presenciado la degradación de una ciudad fundada sobre uno de los accidentes geográficos más bellos del planeta. Por la noche, se encienden las luces de Rocinha y Vidigal. Una vasta extensión de chabolas convertidas en edificios; comunidades que, como tantas otras, se han desarrollado al margen del interés público y bajo el control de organizaciones paraestatales.

La historia de los feudos que controlan las distintas zonas de la ciudad, donde vive la mano de obra empleada en la construcción, el trabajo doméstico y el sector servicios, está formada por una oscura maraña de facciones, milicias y bicheiros. En el vacío del Estado, barones, narcotraficantes y justicieros se han encargado de gestionar el caos, con la silenciosa condescendencia de quienes, como yo, vivían bajo la idílica ilusión de la Ciudad Maravillosa. En 2018, la escuela de mi hijo menor de edad, vecina de Rocinha, se enfrentaba al aterrador trajín diario de la guerra librada entre la ADA y el Comando Vermelho, por el lucrativo mercado de la droga que abastece la ciudad.

Los helicópteros sobrevolaban a baja altura el patio de recreo, acompañados por el ensordecedor sonido de las granadas y los disparos de ametralladora que resonaban por todo el valle. Para protegerse de posibles balas de fusil, los niños estaban entrenados para reaccionar a la alarma, formando colas ordenadas para volver a sus aulas en medio del terror.

Yo ya me había enfrentado a una disputa territorial en Rocinha, diez años antes, con mi hijo mayor, alumno de la misma escuela. Era de noche, fui a recogerlo puntualmente y me encontré con un casquete frente a la puerta de la escuela, en la cuesta que da acceso a la comunidad. Diez soldados, armados con ametralladoras, escoltaban a un compañero que tenía prisa por cambiar la rueda de su camión blindado. Todos llevaban chalecos antibalas.

El paralelismo entre mi realidad de madre burguesa y la del pelotón que se preparaba para el combate me obligó a admitir lo evidente: vivía en una zona de guerra. Entre deprimida y asustada, blindé el coche. El calibre de las armas utilizadas en una y otra ocasión da la medida de la crisis de seguridad que se agudiza en Río. El caveirão se enfrentaba a una batalla aún invisible para los oídos y los ojos de quienes pasean por el paseo marítimo. Una década después, eran Beirut, Siria y Sarajevo.

Una vez pregunté a un magistrado de alto rango si era cierto que el Primer Comando de la Ciudad (PCC) planeaba establecerse en Río de Janeiro. Con autoridad, negó la información, diciendo que la facción de São Paulo había abortado su expansión en Río porque consideraba que la división de poderes de la ciudad era demasiado confusa. «Eso es una zona», habría dicho un capo.

Y así es. A la vieja guardia del narcotráfico, el CV, el TC, el TCP y el ADA, se unieron las milicias de Santa Cruz y Jacarepaguá, que prometieron librar a la población de bandidos y acabaron en el Escritório do Crime (grupo de sicarios que cometen asesinatos a sueldo). Los ducados tardaron décadas en asentar su poder siempre reacios al control unificado, público o paralelo.

La anarquía crónica prosperó y ahora controla todos los sectores de la vida urbana: sanidad, transporte, vivienda, distribución de gas, electricidad, cable y, por supuesto, política. La delincuencia es tan informal como abotargada, laica y religiosa; y ha formado bancadas en el Alerj (Asamblea Legislativa de Río de Janeiro), la Cámara, el Senado y el Ejecutivo. De Flordelis a Sérgio Cabral, de Ronnie a Miro (todos acusados de asesinatos, corrupción, y juego ilegal), la contravención reina en la antigua capital.

Es casi imposible trazar una historia clara de esta tragedia insoluble, tarea que Bruno Paes Manso asumió en el asombroso libro República de milicias, que la editorial Todavia ha lanzado (en Brasil).

Se trata de un estudio detallado de la despreocupación del poder público y de la propia sociedad por la miseria; un documento sobre la externalización de sectores estratégicos; sobre el auge, desde los años 60, de los Ángeles 45 y de los escuadrones de la muerte que, jurando protección, ya sea de la policía o de los criminales, acaban tiranizando, oprimiendo y explotando favelas, barrios y municipios.

Río creyó que las milicias resolverían la ineficacia del Estado. No sólo no lo resolvieron, sino que se convirtieron en parte del problema. Toda una lección para quienes apuestan por aplicar el modelo más allá de las fronteras de Río. República de milicias es de lectura obligatoria.


*Fernanda Torres es actriz de cine. Artículo originalmente en el diario Folha de Sao Pablo.


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