Graziano Gasparini | Paolo Gasparini

Por BEATRIZ SOGBE

Resulta difícil verter, en pocas líneas, las innumerables enseñanzas que obtuve de Graziano Gasparini.  Lo enriquecedor que fueron las numerosas charlas que sostuvimos. Fue un hombre claro en su pensamiento y sus posturas. Y la lucidez la tuvo hasta su último aliento. Admiré su valentía y determinación para decir las cosas. Pocos se han detenido en su valía como crítico de arte. Hay posturas que insisten en que no se debe señalar lo malo, lo erróneo o las distorsiones. Gasparini —y, por supuesto, esta cronista— no las compartíamos. La razón es muy sencilla. La discusión de las ideas proviene de Grecia. Sócrates y Aristóteles caminaban con sus discípulos para discernir y platicar sus diferencias. Ahí nace la dialéctica. También las nuevas ideas y el pensamiento superior. Porque nada que no se coteje podrá servir para dar pasos adelante. Posteriormente, en el Renacimiento —ese corto espacio de tiempo que dio a la luz innumerables genios—, obligaba a la confrontación. Porque los artistas sabían que tendrían sobre ellos una mirada feroz, atenta a cualquier error. Eso no significa que no se respete las ideas no compartidas. Por el contrario, deben discutirse, en un plano de respeto y comunicación.

Graziano crítico

Gasparini fue duro en sus críticas con lo que consideró restauraciones inapropiadas, con artistas mediocres, con arquitecturas impropias. A la vez disfrutaba mucho de las buenas exposiciones, las edificaciones bien logradas y las intervenciones exitosas. Ante lo errático, era un delator implacable. No tuvo contemplaciones. Pero no era su enemigo, simplemente señalaba el error.

Con él supe que saber es comprender cómo la cosa más pequeña está vinculada a un todo. Que lo que está muerto o destruido como edificación está vivo como enseñanza. Y que la verdad no es lo que se demuestra sino lo que se simplifica. Que detestaba las notas ilegibles. Ambos concordábamos en que escribir con sencillez no significa que se carezca de profundidad.

Graziano docente

Nunca perdió su pasión por la docencia. Sus clases eran un paseo visual por lo que prodigaba. Las acompañaba de numerosas imágenes suyas, de arquitectura precolombina y colonial. Escribía guías de estudio. Ese deseo de enseñar nunca lo perdió. Aproximársele era una eterna clase. Y nada disfrutaba más que se le hicieran preguntas sobre sus experiencias. Y las razones de por qué había acometido una restauración, de una manera u otra.

Su frase «escuchar el monumento» era un grito a las nuevas generaciones de restauradores. Consideraba que no bastan los grados y posgrados, sino tener sensibilidad, conocer la historia y reflexionar sobre lo que había que darle a ese monumento. No creía en las normas ni en las ordenanzas, porque cada edificación representa un desafío diferente. Tenía la experiencia de que, con el paso del tiempo, cambian los criterios de acometerlas. De la misma manera, que hay algunas restauraciones que no deben alterarse, sino devolverles su forma original. Porque por siglos han sido pintados y recordados. Hay que preservarlos para la memoria.

Voy a ejemplificar esto —ampliando el ejemplo de Graziano— con la pirámide del Louvre.  El proyecto que el arquitecto Ieoh Ming Pei ideó para el «Nuevo gran Louvre». El conjunto del palacio barroco francés —que ha sido remodelado por siglos— no era algo extraordinario. Lo que tenía de especial era el espacio central de los edificios, la historia que contenía y las colecciones de arte que atesora. Ahí se iniciaron los primeros salones de arte. Y se encuentran muchas de las mejores joyas del arte del mundo.  Primeramente, Pei visitó los lugares, una y otra vez. En las diferentes horas del día y la noche. En las distintas estaciones. Caminaba por los alrededores. Se compenetró con el lugar. Analizó el funcionamiento del museo. Pei interviene el espacio con un elemento geométrico básico: una pirámide hecha del vidrio más transparente. Facetado —como la talla del diamante más fino—, que lo hace ver como la joya más preciada para albergar la colección más deseada de arte. Y la pirámide también señala que el acceso es una alegoría —a los templos funerarios egipcios, a los cuales se les accede por la base—.  Pero además es un símbolo universal. Las pirámides están en África y en América. El vidrio viene de oriente, pero se perfecciona en occidente. El arquitecto es chino-americano y sus constructores europeos —como las edificaciones que le rodean—. Y permite entrar la luz de la sabiduría, de la cultura, del arte. Es el triunfo del genio. Todo el que la mira sabe que es el Louvre, París, Francia. Aquí no hay reglas, solo arte e historia. El mundo la aceptó de inmediato.

Por ello la insistencia de Graziano en que lo que priva es la sensibilidad. «Escuchar y entender el monumento» significa vivir con los ciudadanos y sus hábitos para asimilar sus necesidades y que el edificio restaurado se vuelva parte activa de la ciudad. Hay que «casarse» con la gente para que las intervenciones formen parte de sus vidas. Los edificios no deben ser mausoleos, deben ser entes vivos porque la arquitectura nunca muere, ni siquiera cuando es demolida. Quedan los planos, quedan las imágenes, queda la memoria. Por eso no hay arquitectura olvidada. Lo que hay es arquitectura abandonada.

Graziano observador

En su último libro —aún sin publicar—, que me concedió el honor de prologar, señaló las características inéditas de la arquitectura colonial venezolana.

Allí indica que la mayoría de las iglesias venezolanas tienen techos mudéjares, de pares y nudillos. Y hay algunas, como la Iglesia de Píritu, la Capilla San Pedro o la Catedral de Caracas, que poseen unos artesonados de referencia árabe, de una riqueza excepcional. De la misma manera, que las columnas panzudas, deformación de los balaustres barrocos italianos, nos llegan, por las islas holandesas del Caribe. También identifica en las casas de hacienda y la casa colonial urbana un modelo óptimo de adaptación al clima. Nos señala que en el Castillo de Araya poseemos un fortín del renacimiento tardío, construido por la dinastía Antonelli. Sobre los «portales polilobulados» (el termino se debe a Carlos Raúl Villanueva), ocurre un asunto singular en nuestra arquitectura colonial. Estos constituyen el elemento de mayor libertad creativa, en las iglesias.

Gasparini lo destaca como algo único en nuestra arquitectura tanto en las casas como en las iglesias —quizás porque fue el único elemento en que la Iglesia permitía libertad creativa al sacerdote-constructor—, que debía ceñirse a normas y cánones eclesiásticos para la edificación de un templo. En las ciudades de San Carlos, Guanare y Turmero, Gasparini contabilizó 23 de esos bellos portales. Hoy no queda ninguno, al igual que demolieron el Colegio Chávez y la casa del Conde de Llaguno.  Al llegar de París, Villanueva los observa. Este tenía familia en el estado Cojedes y le hace la observación a Gasparini —preocupado por esas sucesivas demoliciones—. Por ello coloca uno en el frontis principal del Bloque 1 del Silencio y le sugiere a Graziano que reproduzca el pórtico del Colegio Chávez en la Sociedad Bolivariana de Caracas —ante el inminente derribo de la  casa Vegas—. Previamente, Gasparini había documentado con fotos y medidas la casona y es el único documento que poseemos de su existencia. En ese caso, el entonces presidente Marcos Pérez Jiménez desatendió la carta que le enviaron los arquitectos venezolanos pidiéndole que no las demoliera e hiciera una isla —en el desarrollo de la avenida Urdaneta—, preservándolas.  Privó el criterio del dictador.

Ese hecho hoy se señala como «falso histórico» pero se olvida que, para el momento, no existían reglas ni normas para ello y solo se pensó en preservar la memoria.  Se desdeñaba nuestra arquitectura colonial —se la miraba precaria comparada con la de los Virreinatos de México y Perú—. Quizás por ello poco quedó. Pocos saben que, para el siglo XVIII, Caracas era llamada «la ciudad de los monasterios».  Las sucesivas catástrofes físicas (terremotos), así como las políticas de cada gobernante, desdeñaron esas hermosas edificaciones. No queda ni el recuerdo.

Otro asunto singular se refleja en los balcones mudéjares que se localizan en La Guaira y Puerto Cabello. Una herencia que viene desde los árabes y que pasó por las Islas Canarias. Únicamente superado por las existentes en Lima y Cartagena.

De oriente, admiraba las iglesias de Píritu y Clarines. De occidente, defendía que el rescate de la fachada original, austera y sobria, de la Catedral de Coro, era la más ajustada a la mejor restauración. Se interesó especialmente las Iglesias trujillanas, pero tenía predilección por las Iglesias de Coro y la Península de Paraguaná, en especial por su Hacienda Las Virtudes.

El incómodo patrimonio cultural

Para intentar una explicación de la compleja situación actual que enfrentan los países de América, en su desafío por conservar los testimonios visibles y tangibles de su patrimonio cultural, de sus ciudades históricas y sus monumentos, debemos tomar en cuenta que las dificultades no se pueden achacar solamente a la sempiterna queja de la falta de recursos, sino también a la afirmación de nuevas actitudes, criterios, políticas, enfoques y filosofías que el hombre latinoamericano ha asumido frente a una responsabilidad cultural, en creciente decaimiento e inquietante desinterés colectivo.

No podemos desconocer que varios de los principios rectores que guiaron el quehacer conservacionista a lo largo del siglo anterior han experimentado cambios considerables en estos últimos tiempos. Cambios de gustos, de apreciaciones, de valoración, tanto para la significación de los monumentos en la vida actual, como para las nuevas situaciones surgidas y las nuevas propuestas concebidas. Algunas válidas y otras rechazables y, sin embargo, necesarias para demostrar lo lógico y lo irracional de tan imprevisible condición humana frente a un mismo problema.  Hoy tenemos la necesidad de reconocernos mutuamente. No solo España con América, sino con Francia, Inglaterra, Holanda o Portugal. Con todos ellos teníamos intercambio comercial y esos asuntos dejan su huella en la cultura. Es tarea por hacer.

Graziano frustrado

Para 1967, con motivo del terremoto, se había derrumbado la pequeña Iglesia del Hatillo. No quedó casi nada. Milagrosamente se salvó el bello crucifijo del siglo XVIII. Como todo lo documentaba, tenía imágenes previas. La reconstruye en 1968, con los planos originales, que localiza en España. Al levantar el mosaico hidráulico, encuentra el piso original y lo rescata. Como la Iglesia era muy sobria, decide valorizar el crucifijo con un hermoso retablo, realizado en hojilla de oro. Esa restauración, junto con la Catedral de Trujillo, gana el Premio Domus como las mejores restauraciones a nivel mundial de ese año. Lamentablemente la entonces primera dama le pareció muy «pobre» la austera Catedral, y le encomendó a unos ebanistas colombianos «enriquecer» la iglesia tapando el hermoso altar, realizado en un solo bloque de granito, por el escultor Domenico Casasanta, y colocando en la Iglesia unos bancos muy recargados. La Iglesia de El Hatillo no corrió mejor suerte. El retablo fue pintado por una «señora muy creyente» que se ofreció para mejorarlo. Los pisos fueron tapiados nuevamente. Las paredes recubiertas a medias por un machihembrado. El Viacrucis, en hierro forjado, desapareció y se colocaron unas imágenes que parecieran pintadas por la dama que «restauró» el Ecce homo de Borja.  Hoy solo queda el Cristo. Esto nos lleva a la conclusión de que hay carencias, no solo en el respeto al monumento, sino en la necesidad de educar a los usuarios y a la Iglesia para que entienda que tiene en sus manos la preservación, cuido y respeto al monumento.

Sorprende cómo un solo hombre pudo acometer tantas y variadas cosas a la vez: arquitecto, restaurador, pintor, docente, fotógrafo, crítico de arte, escritor y editor de tantos libros y revistas, conferencista en foros y congresos, galerista, curador de arte, viajero incansable e investigador acucioso.  Como la arquitectura, su pensamiento nunca morirá pues queda su legado escrito. Finalmente aprendí que lo más importante es desechar las maledicencias y hacerse preguntas auténticas.  Porque ante la envidia solo valen las obras realizadas. Quedó su legado para el mundo.


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