Acaso no exista documento tan significativo de nuestro carácter y de los hábitos mentales ambientes, como la averiguación de los libros que hemos preferido y admirado.

Paul Groussac

En el proceso histórico que culmina con la emancipación de Hispanoamérica intervienen complejos factores de orden social, político, cultural y económico. Simón Bolívar, al ejercer sobre ellos una presión que los aglutina y encauza, aparece a la vez como un producto genial de su época y su medio, y como el inspirado ductor cuya acción resulta decisiva para el surgimiento de los nuevos Estados a la vida institucional propia.

Nadie pone ya en duda la vigorosa originalidad del Libertador en la realización de su magna obra. Solo un hombre arraigado por varias generaciones al suelo americano, conocedor de los problemas que se planteaban a los pueblos del Continente y compenetrado con los ideales de sus habitantes no menos que con sus necesidades y aspiraciones de todo orden, pudo asumir la prodigiosa tarea de libertar a un mundo y triunfar en ella. Tal vez uno de los secretos de su éxito resida en el equilibrio que siempre existió entre su pensamiento y sus actos, en una adecuación casi perfecta; pues no fue Bolívar uno de aquellos “visionarios aéreos” que con tanta vehemencia fustigó en los albores de su vida pública. Por el contrario, y salvo ante los raros obstáculos que su recia voluntad no logró superar, sus ideas fueron siempre el motor de sus actos. Aunque falible como el de todo mortal, su pensamiento analizó la realidad americana y escrutó el futuro previsible, para buscar en una y otro las normas que sirviesen de guía a su acción. Por esto la Carta de Jamaica no es una lírica utopía, sino el fruto de acendrada meditación sobre la realidad política y social de la América Hispana.

Abundantes testimonios muestran a Bolívar bajo el aspecto de un ávido e inteligente lector. Su primer edecán O’Leary, quien gozó durante largos años de su confianza y trato íntimo, nos dice que el Libertador leía mucho, y daba su preferencia, en los escasos ratos de ocio, a las obras de historia. También conocía a fondo –agrega el edecán– los clásicos griegos y latinos, que había estudiado, y los leía siempre con gusto en las buenas traducciones francesas. El coronel Luis Perú de Lacroix recoge en su Diario los juicios de Bolívar sobre Walter Scott, Rousseau, Voltaire, Parny, Restrepo, Lallement y otros autores. Durante su breve estancia en Bucaramanga, el Libertador, meciéndose en su hamaca, lee con igual interés obras tan dispares como La guerra de los diosesEl gabinete de Saint Cloud y la Historia de Colombia, de Restrepo. Tomás Cipriano Mosquera, jefe del Estado Mayor General en 1829, recordará más tarde que Bolívar conocía bastante bien la historia general y los clásicos latinos, franceses e italianos. Los Comentarios, de César, y los Anales, de Tácito –continúa Mosquera–, eran su lectura favorita: consultaba las obras de Polibio y las de Federico el Grande, y admiraba a Gustavo Adolfo y a Carlos XII. El general Morillo, después de la entrevista de Santa Ana, no cree hallar mejor obsequio para el héroe caraqueño que una versión española de La Henriada, de Voltaire. El poeta Olmedo somete a su juicio el Canto a Junín: las cartas donde Bolívar analiza los versos del bardo ecuatoriano nos lo muestran como un crítico sagaz y penetrante, no menos conocedor de las corrientes literarias en boga que de los maestros antiguos y modernos. Sin hablar de la famosa carta dirigida al vicepresidente Santander, en la cual se refiere el Libertador a los autores cuyas obras leyó o estudió en sus años mozos, toda su correspondencia aparece esmaltada de reminiscencias, citas, observaciones, que prueban la amplitud de sus lecturas. Con razón pudo decir de sí mismo que había leído a “todos los clásicos de la antigüedad, así filósofos, historiadores, oradores y poetas; y todos los clásicos modernos de España, Francia, Italia y gran parte de los ingleses”.

Nada, sin embargo, sería más falso y convencional que una imagen del Libertador donde se le presentase moviéndose a impulsos de las ideas vertidas en su mente por la lectura de autores como Rousseau, Voltaire, Montesquieu, Raynal y tantos otros cuyas obras conoció indudablemente. Conviene analizar con prudencia el posible influjo que sobre el espíritu de Bolívar pudieron ejercer estos u otros escritores, y dando a Dios lo que es de Dios, no quitarle al César lo que le corresponda. El pensamiento de Bolívar, cualesquiera que sean las savias que lo han nutrido, es fuerte y original. Con razón decía don Américo Castro, refiriéndose al misterio de la creación literaria, que si puede un escritor utilizar, consciente o inconscientemente, ciertos elementos procedentes de sus lecturas, lo esencial será siempre la creación de una obra maestra y no las fuentes accesorias (1). Volviendo a Bolívar, aun cuando reconozcamos de buen grado el importante papel que en su formación intelectual desempeñaron algunos libros, debemos recordar que las enseñanzas de la lectura, como las de la experiencia vivida, deben ser asimiladas por el hombre para quedar incorporadas a su espíritu, a su tempo vital, y que toca luego a la voluntad el poner o no en práctica el acervo así adquirido.

Hecha esta salvedad necesaria, no por ello nos parecen menos válidas las palabras de Paul Groussac que encabezan estas notas. Si es cierto que el conocimiento de los libros que Bolívar leyó no habrá de darnos la clave de su genio ni permitirnos enjuiciar todos sus actos, puede por lo menos contribuir, así sea parcialmente, al estudio de su cultura y de sus ideas. Como el tema es demasiado vasto para que sea posible agotarlo en breves páginas, nos limitaremos a ofrecer ahora al lector algunos datos y fuentes que consideramos de interés, dejando para otra ocasión el completo desarrollo del mismo.

Rousseau y Montecuculli

Entre las fuentes básicas para analizar las lecturas de Bolívar, ocupan el primer lugar los ejemplares de obras que le pertenecieron; pero desgraciadamente son muy escasos los que hasta nosotros han llegado con la suficiente garantía de autenticidad, pues las bibliotecas personales que el Libertador constituyó en varias ocasiones a lo largo de su agitada existencia se disgregaron ya en vida suya o después de su muerte. Los escasos ejemplares que de ellas nos quedan tienen, pues, un alto valor histórico y emocional. Tal es el caso de El contrato social, de Rousseau, y De l’art militaire en général, del conde Montecuculli, propiedad hoy de la Universidad Central de Venezuela, a la cual los legó el propio Libertador, por la cláusula séptima de su testamento, así concebida: “Es mi voluntad que las dos obras que me regaló mi amigo el señor General Wilson, y que pertenecieron antes a la biblioteca de Napoleón, tituladas El contrato social, de Rousseau, y El arte militar, de Montecuculli, se entreguen a la Universidad de Caracas” (Cartas, IX, página 412) (2). Parece ser que, en efecto, ambas obras habían pertenecido al gran Corso, y que a su muerte las adquirió sir Robert Wilson, quien se las ofreció en 1824 al Libertador. Este le agradeció el presente en carta escrita desde Chancay, el 15 de noviembre de aquel año, que en la parte pertinente reza así: “El Vicepresidente de Colombia me ha escrito participándome que usted ha tenido la bondad de hacerme el precioso presente de dos libros de derecho y de guerra, de un valor inestimable: El contrato social y Montecuculli, ambos del uso del gran Napoleón. Estos libros me serán muy agradables por todo respecto. Sus autores son venerables por el bien y por el mal que han hecho; el primer poseedor es el honor y la desesperación del espíritu humano, y el segundo, que me ha honrado con ellos, vale para mí más que todos porque ha trazado con su espada los preceptos de Montecuculli y en su corazón se encuentra grabado El contrato social, no con caracteres teóricos, sino con hechos que se comparten entre el heroísmo y la beneficencia”; y así prosigue Bolívar, en términos harto elogiosos para su corresponsal, cuyas virtudes compara a las de César y Tito (Cartas, IV, páginas 208-209). El autor de El arte militar era un general italiano contemporáneo de Turenne y de Condé, que sirvió en los ejércitos imperiales durante la Guerra de los Treinta Años. Su mérito principal como teórico militar consistió en haber recogido las enseñanzas y novedades introducidas en la táctica por Gustavo Adolfo de Suecia. Los grandes capitanes comienzan entonces a concebir la guerra como lo hará más tarde Napoleón, aunque carezcan de los recursos y posibilidades de acción que podrá aprovechar luego el Emperador. El objetivo esencial es la destrucción de los ejércitos enemigos; para alcanzarlo, importa librar muchos combates, y no detenerse sino en muy contados casos a sitiar las plazas fuertes, pues estas habrán de rendirse a consecuencia de las victorias que se obtengan en campo raso. Ignoramos si Bolívar conocía ya la obra de Montecuculli al recibir el obsequio de Wilson; pero en cuanto a la de Rousseau, no cabe duda de que la había leído y meditado desde muchos años atrás. Seguramente no en Venezuela durante su niñez y adolescencia, pues antes de su primer viaje a Europa Simón era muy joven para enfrascarse en lecturas de esta índole, a pesar del influjo rusoniano que se ha querido atribuir a Simón Rodríguez cuando fue maestro de Bolívar en Caracas; si Rodríguez contribuyó en algún modo a la iniciación del futuro Libertador en el pensamiento filosófico del siglo, eso debió ocurrir más tarde, cuando ambos se encontraron de nuevo en Europa. Afirma Jesús María Yepes que Bolívar, al volver a España en 1803, después de la muerte de su joven esposa, llevaba consigo, “como temas de meditación durante los largos días de la travesía marítima, las obras de Montesquieu, de Voltaire y de Rousseau, sobre todo las de este último, cuya lectura le recordaba las enseñanzas de su maestro don Simón Rodríguez” (3). Es de lamentar que el autor no indique el origen de dato tan importante. Hay, sin embargo, un testimonio de mayor excepción: el del propio Bolívar. En el conocido párrafo de su carta de 20 de mayo de 1825 para Santander, donde se refiere el Libertador a sus estudios y lecturas juveniles, afirma que entre sus autores favoritos figuraba entonces, junto a Locke, Condillac, Buffon, Montesquieu, Voltaire y tantos otros, el filósofo ginebrino (Cartas, IV, páginas 337-338). Y Rousseau era para los contemporáneos de Bolívar, y ha continuado siéndolo en cierto modo (si añadimos a la lista sus admirables Confesiones) el autor de dos obras fundamentales: el Emilio y El contrato social. En los escritos del Libertador abundan las referencias a Rousseau, y en más de una ocasión menciona explícitamente a la última de esas obras. Ya en 1815, en la Carta de Jamaica, escribía que “el emperador Carlos V formó un pacto con los descubridores, conquistadores y pobladores de América que, como dice Guerra, es nuestro contrato social” (Cartas, I, página 192). Aquí, si se quiere, la cita es indirecta, pues parece provenir de una obra del padre Mier, el inquieto sacerdote mejicano. Pero en el Discurso de Angostura, en 1819, la referencia es más precisa, aun cuando no se menciona la obra: “La libertad, dice Rousseau, es un alimento suculento, pero de difícil digestión” (Proclamas y discursos, página 207). El 16 de junio de 1821, desde San Carlos, en vísperas de Carabobo, el Libertador se dirige a Santander en los siguientes términos: “Estos señores (los letrados) piensan que la voluntad del pueblo es la opinión de ellos, sin saber que en Colombia el pueblo está en el ejército, porque realmente está, y porque ha conquistado este pueblo de manos de los tiranos; porque además es el pueblo que quiere, el pueblo que obra y el pueblo que puede; todo lo demás es gente que vegeta con más o menos malignidad, con más o menos patriotismo, pero todos sin ningún derecho a ser otra cosa que ciudadanos pasivos. Esta política, que ciertamente no es la de Rousseau, al fin será necesario desenvolverla para que no nos vuelvan a perder estos señores…” (Cartas, II, páginas 354-355). La alusión a El contrato social no puede ser más clara: y obsérvese de paso cómo Bolívar no acepta servilmente las opiniones del filósofo ginebrino, sino que las rechaza cuando las teorías de este chocan abiertamente con la realidad a que se enfrenta el Libertador. Otra alusión, que encierra en nuestro sentir buena dosis de velada ironía, hará el Libertador a El contrato social, mencionándolo ahora explícitamente, en oficio dirigido a Santander desde Tulcán, el último día de 1822: La Constitución de Cúcuta, dice, “es inalterable por diez años, y pudiera serlo, según El contrato social, del primer republicano del mundo, pudiera serlo, digo, inalterable, por una generación entera, porque una generación puede constituirse por su vida… La soberanía del pueblo –agrega más adelante– no es ilimitada, porque la justicia es su base y la utilidad perfecta le pone término. Esta doctrina es del apóstol constitucional del día” (Cartas, III, página 130). Otros ejemplos podríamos aducir; mas como no sea ahora nuestro objeto tratar ampliamente el tema, sino señalar algunos aspectos y posibilidades de investigación, bueno será dejar a Rousseau y su Contrato social y pasar a otro asunto.

Algunos clásicos militares: César, Federico, Vauban

No son las regaladas por el general Wilson las únicas obras pertenecientes a Bolívar cuyo paradero actual se conozca. En su Casa Natal, recogidos y conservados por la devoción bolivariana del doctor Lecuna, existen asimismo varios libros que fueron del Héroe. Los más notables son dos tomos, correspondientes a distintas ediciones, de los Comentarios de la Guerra de las Galias, de Cayo Julio César, y nueve volúmenes de las Obras de Federico el Grande. Ambos ejemplares de los Comentarios son bilingües, con el texto latino y la versión castellana. El correspondiente al tomo I tiene la pasta rústica, de cartón, y está bastante desencuadernado; le falta la portada, así como las páginas i a xxii de la Introducción del traductor; esta, que llega hasta la página lxi, no está firmada; vienen luego, de la página 1 a la 393, los textos latino y castellano, aquel en las pares y este en las impares; y desde la página 394 hasta la 438 y final, siguen las notas del traductor. La obra fue impresa durante el reinado de Carlos III, y por consiguiente no es posterior a 1788; y como sea que en las notas se citan libros hasta de 1779, entre esas dos fechas debe situarse la publicación del que nos ocupa. Adornan esta edición de los Comentarios numerosas láminas que reproducen batallas, sitios, campamentos, etc., y un mapa de las Galias. En la página inicial figura una interesante nota autógrafa de José Austria: “Este libro no se manda a componer porque en este estado se puso en la hamaca del Libertador Simón Bolívar, donde lo tenía siempre y leía de continuo en los campamentos. J. Austria”. ¿Cómo pudo llegar la obra a manos de este oficial? Existen dos posibilidades. O bien Austria la obtuvo del propio Libertador, cerca de quien hubo de cumplir importantes misiones hacia 1829 y 1830, enviado por el general Páez, o bien llegó a sus manos al contraer matrimonio con doña Micaela Clemente, viuda de José Rafael Revenga, antiguo secretario general del Libertador, e hija del general Lino de Clemente, emparentado con Bolívar. Ya fuera por parte de su padre o de su primer esposo, bien pudo la mencionada señora poseer un libro que había sido del Libertador. Hipótesis que confirma el hecho de haber sido ofrecida esta obra a la Casa Natal por el doctor Abreu, en nombre de la familia Revenga. El segundo tomo, mejor conservado, fue publicado en Madrid en 1789; está completo, y consta en la portada que la versión castellana fue hecha por don Manuel de Valbuena, “catedrático de Poética y Retórica del Real Seminario de Nobles de esta Corte”; el texto español figura en la mitad superior de cada página, y en la inferior se halla el original en latín; carece de láminas y de notas: la edición es más pobre que la del tomo primero. Perteneció también al Libertador, según tradición transmitida por la familia Soto Silva –descendientes de doña Felicia Bolívar y del general Laurencio Silva–, un nieto de los cuales, el doctor José Félix Soto Silva, obsequió este ejemplar al doctor Lecuna. Las Obras de Federico de Prusia no están completas; los ejemplares llegados hasta nosotros pasaron de manos de Bolívar a las de su sobrino Fernando, quien como es sabido estuvo junto al grande hombre durante sus últimos meses de vida, en Bogotá, Cartagena, y Santa Marta. Son la “Historia de la Casa de Brandeburgo” y algunos tomos de la “Correspondencia”, en francés.

También en la señorial Popayán se han conservado, en la Universidad del Cauca, cual preciada reliquia, unos libros obsequiados en 1828 por el Libertador al general Tomás Cipriano de Mosquera, que habían figurado en la biblioteca que aquel se había constituido en La Magdalena. Son tres tomos de las Oeuvres militaires da Maréchal Vauban; contiene el primero un tratado de ataque a las plazas; el segundo, el de su defensa, y el tercero, un tratado de las minas. La edición fue hecha probablemente a fines del siglo XVIII o comienzos del siguiente; fue revisada, rectificada y aumentada con notas y láminas por F.P. Foissac, quien se titulaba Jefe de Brigada en el Cuerpo de Ingenieros de la República Francesa (4). A esta obra debió referirse el Libertador cuando el 15 de febrero de aquel mismo año le escribía desde Bogotá a su amigo Mosquera: “He recibido la apreciable comunicación de usted del 28 de enero en que me participa haber parecido en Guayaquil mis libros, y lo celebro tan solo porque ellos distraerán a usted en sus ratos de descanso; sírvase usted aceptarlos como un recuerdo de mi parte” (Cartas, VII, página 153). Aceptando gustoso el obsequio le contestó Mosquero desde su ciudad natal, el 27 de aquel mes: “Los libros que parecieron en Guayaquil, y que Vuestra Excelencia me manda recibir en prueba de un recuerdo que hace Vuestra Excelencia de mí, y para que los tenga como tales, serán, Señor, el patrimonio de mi hijo primogénito y la más rica propiedad que pueda desear un colombiano. Ellos tienen esta sublime cualidad, y los agradezco a Vuestra Excelencia muy cordialmente” (5). Mosquera cumplió su promesa, pues las Obras de Vauban pasaron a manos de Bolívar Mosquera, único hijo del segundo matrimonio del general, cuyos herederos las han cedido a la Universidad del Cauca.

Los libros de sus mayores

Mientras una investigación sistemática en las bibliotecas venezolanas y de otros países permite algún día encontrar otros libros de los que fueron propiedad de Bolívar, será preciso acudir, para el análisis de sus lecturas, a otra fuente no menos valiosa: las listas de los libros que poseyó, y las de las bibliotecas de su padre, y de su abuelo o tíos maternos. Aquí hemos corrido con mejor suerte, pues en el Archivo del Libertador figuran bastantes documentos de este tipo, algunos ya publicados por el doctor Lecuna, otros –los más– todavía inéditos, pero muy importantes todos para la investigación que nos ocupa.

Un buen indicio de lo que pudo ser la biblioteca del coronel Juan Vicente Bolívar y Ponte nos lo dan los libros que en 1792, al efectuarse la partición de los bienes entre sus hijos, le correspondieron al primogénito, Juan Vicente Bolívar y Palacios. Figuran en la cartilla de partición 15 tomos del Espectáculo de la naturaleza, la obra famosa del abate Pluche que tanto éxito tuvo en el mundo hispánico al ser traducida al castellano; el padre Feijoo, el gran divulgador del pensamiento científico y filosófico europeo, figura asimismo con 18 tomos, sin que se precise si se trata de sus Cartas eruditas, de su Teatro Crítico Universal, o de ambas obras; de Bossuet hallamos la Elevación del alma, y la tan difundida Variaciones de la Iglesia protestante; tal vez sea también suya una Historia universal que en la lista aparece a continuación de las anteriores; como buen militar, el coronel Bolívar tenía en sus anaqueles la Colección general de ordenanzas militares, en 10 tomos, y otra obra titulada simplemente Ordenanzas militares, en tres; para los ratos de ocio, poseía siete tomos de Comedias, de Calderón; y lecturas más severas eran una Historia antigua en trece volúmenes, cuyo autor no se precisa, y la Conquista de Méjico, que tanto pudo ser la obra de Solís como la de Gomara (6). Desgraciadamente, la cartilla de partición correspondiente a Simón no ha sido hallada, por lo cual ignoramos hasta ahora qué libros le cupieron en suerte de los pertenecientes a su padre. Solo en un cuaderno de inventario de los “bienes libres y vinculados del menor Simón Bolívar”, que no está completo, y por tanto no comprende todos sus bienes, figura en 1795 la partida siguiente: “Sigue el inventario de los libros: primeramente, puso de manifiesto cuatro tomos de Leyes de la Nueva recopilación indiana, constantes de la partida 383” (7).

Otra lista muy curiosa es la que figura entre los papeles de la familia Palacios correspondientes a los años de niñez y adolescencia de Bolívar. Son bastante numerosos los libros anotados en ella, sin que haya la menor indicación de quién pudo ser su propietario; mas por el sitio en que se ha conservado, es de presumir que perteneciesen a algún miembro de la familia Palacios, con la cual estuvo muy ligado el niño Simón –aunque no siempre se entendiera bien con todos sus tíos– después de la muerte de doña Concepción. El amanuense que escribió esa lista no parece haber sido muy versado en inglés, francés, ni latín, pues deforma muchos de los títulos de las obras que están en esos idiomas; por otra parte, y siguiendo una costumbre muy extendida en la época, unas veces solo se anotaba el autor, y no siempre correctamente ni poniendo el nombre completo, y otras se limitaba el amanuense a resumir de un modo muy personal el título de la obra. Esto ha hecho muy laboriosa la identificación de los libros que allí figuran; pero se ha logrado en buena parte, y señalamos a continuación algunos de los más característicos: en el campo de las ciencias físicas y naturales, a que tan aficionados fueron los hombres de esa época, encontramos de nuevo a Pluche con su Espectáculo de la naturaleza; la Historia natural del conde Buffon; la Filosofía newtoniana de S’Gravesande, en latín; unos Elementos de física sin nombre de autor. Las matemáticas están representadas por la obra tan difundida de Benito Bails, profesor de la Real Academia de San Fernando; una Aritmética universal, probablemente la de Esteban Bezout; las Fonctions analytiques de Lagrange, y los Elementos, de Euclides. Son relativamente numerosas las obras que se refieren a las ciencias aplicadas, ya a la agricultura, ya a la industria: la Agricultura general, de Valcárcel; el Modo de hacer vino, de un monsieur Maupin; el Cultivo del café, un Arte para criar la seda, un Tratado sobre el cultivo de las viñas (que debía estar en francés, pues el amanuense escribió cultura por cultivo), y un Arte para fertilizar la tierra, cuyos autores no hemos podido localizar, sin contar la Arquitectura hidráulica, de Bernardo Forest de Belidor. La economía política y el espíritu reformista del siglo se reflejan en escritos como el Proyecto económico, del estadista irlandés al servicio de España, Bernardo Ward; la obra de Adam Smith sobre la riqueza de las naciones; el Discurso sobre el fomento de la industria popular, de Pedro Rodríguez de Campomanes; la obra de Jerónimo Ustáriz, Teórica y práctica del comercio y marina, y el Comercio de Indias, de Ruvalcaba. Tal vez convenga incluir en este grupo una obra del abate De Pradt, titulada Les trois ages des colonies, ou leur état passé, présent et a venir, en tres tomos, editada en París en 1802, que figura en la lista con el híbrido título que va a leerse: “Los tres ages de las colonias”; la presencia de este libro es interesante no solo por las ideas poco conformistas que en él expresa De Pradt, sino además porque se trata de la obra más reciente de cuantas figuran en la lista, lo cual permite afirmar que esta debió ser redactada hacia 1802 ó 1803. La historia está representada por la Historia universal, del jesuita Claudio Buffier; la Conquista de Nueva España, de Solís; la Clave historial, del padre Flores; la Historia del Nuevo Mundo, de Muñoz; la Historia general de los hechos de los castellanos en las Islas y Tierra Firme del Mar Océano, o sea, las famosas Décadas, de Herrera, y algunas historias generales sin mención de autor. La geografía está bien representada, a la par que la historia, por dos obras de Dionisio de Alcedo y su hijo: el Diccionario geográfico-histórico de las Indias Occidentales o América, y el Aviso histórico, político, geográfico… del Perú, Tierra Firme, Chile y Nuevo Reino de Granada; hay también varios libros de viajes, muy del gusto de la época: Travells in AfricaViaje de Labat a las Islas de AméricaVoyage au Nord, y una Geografía moderna cuyo autor no hemos podido identificar. Las literaturas clásicas figuran con las Oraciones de Cicerón, la Ilíada, las Obras de Virgilio, y pocos títulos más. Para el estudio de las lenguas modernas, hay varias gramáticas, como la italiana de Tomassi, un Cours de la lengua anglois, escrito muy probablemente en francés, y hasta una Gramática arábiga; entre los diccionarios, hallamos el famoso Septem linguarum Calepinus, un Diccionario español-inglés, y otro español, latino y arábigo. La religión y los estudios teológicos están dignamente representados por la Mística Ciudad de Dios, de San Agustín; La vida del hombre, probablemente la obra de Hervás y Panduro; un Annus sacer, de Sautel, y un Tratado de la religión y virtudes, amén de la Constitución sinodal de Caracas y las Constituciones del Orden de la Merced. En ambos derechos, hallamos las Instituciones canónicas, de Cavallario; las Instituciones romanas y españolas, de Juan Sala; un Derecho de gentes, en francés; la Curia filípica, de Hevia Bolaños; la Monarquía indiana, de Torquemada, y los Comentarios de las instituciones de Justiniano, debidos a la pluma del jurista holandés Arnoldo Vinnen o Vinius, tachado de herético en España. Para concluir, digamos que con las obras citadas alternan libros tan variados como El buen gusto, de Muratori; una Disertación de la música moderna, de autor desconocido para nosotros; las Lecciones de comercio, de Genovesi; unas Instituciones médicas, en latín, de Piguri; La petite guerre, o tratado del servicio de las tropas ligeras en campaña; las Ordenanzas de Intendentes de Nueva España y las del Consulado de San Sebastián, junto a unas Observaciones sobre Londres y a los Anales de la Virtud.

Aunque hayamos prescindido todavía de muchos títulos, hemos alargado deliberadamente la lista anterior porque gracias a ella y a la antes mencionada del coronel Juan Vicente Bolívar podemos tener una idea, así sea muy aproximada, del tipo de libros que estaban al alcance de Simón en Caracas durante sus años mozos; sin que sea nuestra intención afirmar, ni siquiera sugerir, que llegase a leerlos, total o parcialmente, en esa época de su vida. Sin aventurarnos a conclusiones atrevidas, hemos querido tan solo presentar el ámbito de las lecturas de sus mayores, en la medida en que nos lo han permitido los documentos de que disponíamos (8).

La biblioteca de la Magdalena Vieja

Se abre ahora, en este grupo de fuentes, un largo paréntesis, pues las primeras listas de libros pertenecientes al Libertador ya adulto de que tengamos noticia corresponden al período inmediatamente posterior a la batalla de Ayacucho. Muy importante es una factura que creemos hecha en Lima hacia 1825, cuyo encabezamiento reza en francés: “Note des livres fournis á Son Excellence le Libérateur”; la casi totalidad de las obras ahí anotadas, por otra parte, están en ese mismo idioma, a juzgar por los títulos. Estos aparecen siempre abreviados, y muchas veces se omite el nombre del autor; pero se especifica, por tratarse de una factura, el número de volúmenes de cada obra, su formato y el precio: en total son 36 obras que comprenden 123 tomos, y le costaron al Libertador 366 pesos. Para redondear los 400, adquirió dos billetes de una lotería organizada por el librero, quien rifaba entre sus clientes la Historia natural de Buffon. En esta factura, la antigüedad clásica está representada por el Arte de amar, de Ovidio; los Anales, de Tácito; las Oraciones, de Cicerón, y la Vie des hommes illustres, de Plutarco, en 15 tomos. Los estudios filosóficos figuran con dos obras: un Cours de philosophie, de J.P. Azais, y Analyse de la philosophie de Bacon, de cuyo autor no tenemos noticia. La historia, además de los escritos ya citados de Tácito y Plutarco, aparece con la Décadence de la République Romaine, de Fergusson; una Histoire du Brésil, tal vez de Southey, o de James Henderson; Beautés de l’Histoire de TurquieAnnales du regne de George III, y Epoques de l’Histoire Universelle. Dentro de este grupo, deben destacarse de un modo particular los libros relativos a Napoleón: del mismo Azais, antes mencionado, es un Jugement impartial sur Napoléon, ou considérations philosophiques sur son caractere, son élévation, sa chute, et les résultats de son gouvernementLettres sur les Cent Jours, de Benjamín Constant; Histoire de Napoléon et de la Grande Armée pendant l’Année 1812, debida a la pluma del conde de Segur, hijo del futuro rey Luis Felipe; las Memorias de Rapp, Montholon y Gourgaud; y cinco volúmenes que aparecen como Oeuvres de Napoléon, y que bien pudieran ser el famoso Diario de Las Cases. El interés del Libertador hacia los temas políticos, económicos y sociológicos contemporáneos se refleja en la presencia en esta factura de obras como la de Beausobre que se titula Introduction générale a l’étude de la politique, des finances et du commerce, y otras: Considérations sur les coups d’état, tal vez de Benjamín Constant; Economie politique, de Sismondi; Recherches sur la science du gouvernement, de Gorani; Origine des Lois, de Fristol, y Théorie des révolutions, de Ferrand. Junto a clásicos del Derecho Internacional como Grocio, con su Droit de la paix et de la guerre, versión francesa del De jure pacis et bello, hallamos las obras de Madame de Staël, en 17 volúmenes, y las de Hobbes, en francés igualmente. La epopeya renacentista está representada por Os lusiadas, de Camoens; Los incas, de Marmontel, recuerdan la tendencia “filosófica” del siglo XVIII, mientras Sismondi ofrece, con su Littérature du midi de l’Europe, una investigación de tono más moderno. Solo dos obras aparecen con título en español: el Sistema físico y moral del hombre, y el Sistema físico y moral de la mujer, seguramente de un mismo autor. Dos libros más corresponden a la divulgación científica: Eléments des sciences naturelles, de Dumeril, y Abregé des sciences; fácilmente se comprende la inclusión en la lista de un libro de Delius, Exploitation des mines, si se tiene en cuenta que la economía del Alto y Bajo Perú, como entonces se decía, reposaba casi por completo sobre las actividades mineras. Y para concluir, señalaremos el único libro de táctica militar que aparece en este documento: La petite guerre, ou service des troupes légéres en campagne. La contienda emancipadora había concluido, y comenzaba el período de reorganización constitucional (9).

Una selecta “biblioteca de viaje”

Además de la precedente, son varias las listas de libros que nos fue dado localizar entre los papeles del Libertador tan devotamente salvados, organizados y conservados por el doctor Lecuna. Vamos ahora a referirnos a una sola de ellas, no por corta menos reveladora. No está fechada, pero a nuestro juicio debe ser de los primeros meses de 1825, y contiene las obras que Bolívar deseaba llevar consigo de preferencia durante su viaje al Cuzco y Alto Perú. He aquí la lista, tal como la escribió el coronel Santana, secretario personal del Libertador:

  • “L’Esprit de l’Encyclopédie
  • Oeuvres d’Helvétius
  • Todas las obras del Abate de Pradt
  • Las de Madame de Staël
  • Memorial del Conde Las Cases
  • Memorias de Montholon
  • Campaña de Italia
  • Obras de Napoleón
  • Obras de Bertrand
  • Manual Diplomático
  • Un Atlas, el mejor a juicio de un geógrafo
  • Montesquieu y su comentario de Tracy
  • Filangieri y su comentario
  • Bentham” (10).

La abundancia relativa de obras sobre Napoleón y la presencia del Atlas podrían indicar en el Libertador un deseo de estudiar y analizar las campañas del ilustre guerrero, más como estimulante ejercicio intelectual que con miras pragmáticas, pues la guerra estaba virtualmente concluida en América. En cuanto al resto de las obras, no es aventurado pensar que Bolívar, libre ahora de los apremiantes cuidados de la campaña, desease remozar las lecturas de su juventud y consultar algunos autores que poco o nada conocía –Bentham, Madame de Staël– en los momentos en que se preparaba a ofrecer sus ideas sobre organización constitucional a sus compatriotas de América del Sur. Así, a fines de 1825, decíale a Santander desde La Plata: “Yo me hallo en esta capital organizando su nuevo gobierno, del mejor modo que es posible. Sin duda, el 19 de abril del próximo año será proclamada la República, y entonces le presentaré la constitución; la que será ciertamente muy fuerte y muy liberal, y mi discurso será igualmente muy fuerte y muy liberal. Estoy recogiendo materiales para hacer una obra regular: desde luego, creo que será mejor que el de Angostura, porque tengo más materiales acopiados” (Cartas, V, páginas 180-181). Parece natural que la recopilación de esos datos hubiera empezado meses atrás. Entiéndasenos bien, sin embargo: no estamos afirmando que en la Constitución Boliviana debían reflejarse forzosamente y de modo exclusivo las opiniones de todos los autores cuyas obras aparecen en la lista transcrita. Bolívar tenía la voluntad bastante recia y el espíritu muy claro para rechazar las ideas –así fuesen las más “autorizadas”– que o bien colidiesen con la realidad americana y no resultasen aplicables a sus problemas, o no coincidiesen en sus líneas generales con el propio ideario de Bolívar. Y resulta obvio que este, al acopiar sus materiales, no tenía por qué limitarse a los libros que hemos citado.

Los avatares de unos libros

Existe otra lista de libros, ya publicada por el doctor Lecuna, que nos ofrece una visión bastante clara y completa del contenido de la biblioteca del Libertador en Lima. Es un documento que lleva al comienzo la nota siguiente: “Lista de los libros de Su Excelencia el Libertador que conduce el Capitán Emigdio Briceño, remitidos por el Coronel Tomás Cipriano de Mosquero”. Estas obras se extraviaron en el trayecto del Perú a Colombia, a consecuencia del trastorno causado por la insurrección de los auxiliares colombianos en Lima. Mosquera, que a comienzos de 1827 era intendente de Guayaquil, logró recuperarlas y ponerlas a salvo antes de marchar a Bogotá para informar al Gobierno de la situación en el sur. Debió comunicar también al Libertador el paradero de sus libros, pues este, en carta escrita el 1º de agosto, en Turbaco, camino de la capital, le contestó lo que va a leerse: “Escríbale usted de mi parte a sus buenos padres y amigos de Popayán, y dígales usted mil cosas de mi parte: que los amo, y les deseo todo bien. Recomiendo a usted mucho mis papeles y mis libros que usted ha salvado tan oportunamente. Aguárdeme usted, y créame de todo corazón…” (Cartas, VII, página 6).

La lista de los libros que conducía el capitán Briceño no tiene fecha. Tal vez esta circunstancia dio origen a una confusión que se ha mantenido hasta ahora: la de creer que Bolívar le hubiese obsequiado aquellos libros al coronel Tomás Cipriano Mosquera. Así se había venido diciendo, y aun nosotros lo hemos escrito alguna vez; pero no es cierto. Fue el erudito bibliófilo José Eustaquio Machado quien dio origen a aquella versión, al publicar juntas, en su artículo “Una carta y un obsequio del Libertador” (11), la citada lista y una carta de Bolívar para Mosquera fechada en Bogotá a 15 de febrero de 1828, cuyos párrafos pertinentes rezan:

“He recibido la apreciable comunicación de usted del 28 de enero en que me participa haber parecido en Guayaquil mis libros, y lo celebro tan solo porque ellos distraerán a usted en sus ratos de descanso; sírvase usted aceptarlos como un recuerdo de mi parte… P.D. Mi espada de campaña, que tiene usted allá, fue la que tuve en el Perú: consérvela usted, igualmente que el servicio y los libros, como un recuerdo mío”.

Al aparecer así asociadas la carta y la lista, se creyó que los libros mencionados por Bolívar no podían ser sino los de la lista, y se afirmó que le había regalado al prócer payanés todas las obras de su biblioteca de la Magdalena (12). Se aceptó como un hecho innegable la relación entre uno y otro documento, apresuradamente establecida, aunque con entera buena fe, por el doctor Machado.

Era Bolívar lo suficientemente liberal y generoso para que este gesto suyo no hubiese resultado inconcebible ni extraordinario. Sin embargo, siempre nos costó aceptar que un hombre tan aficionado a la lectura llegase a desprenderse con tal facilidad de su biblioteca; ¿era posible que hubiera perdido, de un modo tan repentino, todo interés por el mundo maravilloso de los libros? Luego, otra duda nos asaltaba: ¿cómo explicar que Mosquera le enviase a Bolívar las obras anotadas en la lista, si este se las había regalado? Pero eran apenas indicios, corazonadas mejor, que bien poco pesaban ante lo que se juzgaba la realidad asentada en documentos aparentemente incontrovertibles.

En el Archivo Nacional de Colombia tuvimos la suerte de encontrar hace poco un documento que, en nuestro sentir, aclara definitivamente el punto, y permite afirmar que el Libertador no se desprendió entonces de su biblioteca. Se trata de un corto expediente, fechado en Bogotá a 17 de marzo de 1828 (13): ahí el capitán Emigdio Briceño informa al ministro de Hacienda de que la conducción del equipaje del Libertador desde Popayán a la capital ha costado 623 pesos, los cuales desea Bolívar que le sean descontados de sus sueldos, pues tratándose de su biblioteca particular no admite que el erario público sufrague los gastos de transporte. Admirable gesto. En el expediente figura una copia del salvoconducto dado a Briceño para su viaje. Por él, sabemos que salió de Popayán el 1º de diciembre de 1827, conduciendo “16 cargas de papeles y efectos pertenecientes a la secretaría de Su Excelencia el Libertador” a través de la accidentada ruta del Quindío. Llevaba 16 bestias de carga, 2 de silla, y 3 peones. El 19 de diciembre, llegaron a Cartago. El 4 de enero de 1828, estaban en la Mesa de Juan Díaz. Poco después –no consta la fecha exacta– llegaron a Bogotá, donde Briceño le entregó al Libertador, en la Quinta al pie del Monserrate, los libros que tan larga jornada habían rendido desde Lima. Estas obras tendrían aun la virtud de solazar los contados ratos de esparcimiento del grande hombre, y acaso sirvieran de bálsamo a su espíritu irritado y dolorido, después del atentado de septiembre. ¿Cuáles, entonces, serían los libros mencionados por el Libertador en su carta a Mosquera del 15 de febrero de 1828? Como se ha dicho, se trataba de las Oeuvres militaires du Maréchal Vauban, reeditadas por F. P. Foissac. Estas obras estaban sin duda en algún cajón que había permanecido extraviado y que se halló posteriormente en Guayaquil, junto con un servicio de mesa y la espada que el Libertador había usado en el Perú, todo lo cual sí consta que se lo obsequió a Mosquera.

No cabe duda, en todo caso, de que unas y otras obras figuraban en la biblioteca del Libertador en La Magdalena. Muchos de los títulos que hemos hallado en las precedentes, se repiten en esta lista. Entre los que aparecen ahora por vez primera, la historia y la biografía se llevan la parte del león. Véanse algunos títulos: Expédition d’Alexandre, de Flavio Arriano, con un atlas adjunto; Histoire d’Amérique, probablemente una versión francesa del libro de Robertson; el Viaje de Anacarsis el Joven, del abate Barthélemy; Fetes et courtisanes de la Grece, suplemento a la obra anterior, prohibido por la Inquisición desde 1805; la historia de esa misma institución, por Llorente; el Ensayo de la Historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán, del deán Gregorio Funes; Républiques Italiennes du Moyen Age, que creemos sea obra de Sismondi; una Histoire d’Angleterre, tal vez la de Hume, o la de Barrow; los Comentarios de César, en castellano, y otra edición en francés; una obra señalada simplemente Révolution Française, acaso la de Augusto Mignet; la Historia, de Polibio; las Obras de Federico de Prusia; la Historia de esta nación; Guerres de la révolutionDécouverte de l’AmériqueCongres de Vienne, cuyos autores ignoramos; la Historia de la legislación, de Pastoret, y la tan difundida Histoire romaine, de Vertot. En el campo puramente biográfico, vemos el Dictionnaire des hommes célebresBiographies des contemporainsLife of Scipio y la Vida de Washington, en francés y en inglés, esta última escrita por Ramsay. Añádanse a las obras anteriores las muchas que tratan de Napoleón. Además de las que ya hemos reseñado en precedentes listas, como las de Las Cases, Montholon, Rapp, Gourgaud, Azais, etc., encontramos ahora el Manuscrit de 1813, del barón Fain; Cours politique et diplomatique de Bonaparte, por Goldsmith; Campagne de 1814, y un atlas; las Memorias, de Fain; La colonne de la Grande ArméeColonne sur la Place VendomeVictoires completes des français,… la Odisea y la Ilíada, ambas en francés, figuran a la cabeza de las obras clásicas, con la Eneida, en castellano esta, a juzgar por el título. La epopeya cristiana está representada por la Jerusalén liberada, del Tasso, igualmente en francés. El pensamiento “ilustrado” español aparece en la lista con el famoso Informe de la Ley Agraria, de Jovellanos. Más numerosas son las obras de los “filósofos” y publicistas franceses, encabezados como es de rigor por El Espíritu de las Leyes, y las Oeuvres de Voltaire, a quienes siguen de lejos Madame de Staël, Benjamín Constant y su Cours de politique constitutionelle, y el abate De Pradt. Es notable que no aparezca ninguna obra de Rousseau, de quien había sido Bolívar fervoroso lector –si no admirador incondicional– en tiempos no muy lejanos. De Adam Smith encontramos, vertida al francés, su Riqueza de las naciones. Hay varias obras de Humboldt, desde la Astronomía hasta el monumental Viaje a las regiones equinocciales. En su lengua original figuran también los picantes Cuentos de La Fontaine y las Fábulas del mismo autor, junto a las Poesías de Ossian, la Description générale de la Chine, del padre Du Halde, y la obra de Beaujour sobre Norteamérica. Entre los pocos libros escritos en inglés está The Federalist, de Madison, Hamilton y Jay. El Diccionario de la Real Academia Española se hallaba en los anaqueles de La Magdalena junto a un New Dictionary Spanish and English y a una Gramática Italiana. Bastante numerosos son igualmente los libros que se refieren al arte militar: unos Principes de stratégie, cuyo autor nos es desconocido; los Juzgados militares, de Colón; Principios de fortificaciónOrdenanza navalReflexions militaires, que sería tal vez muy aventurado identificar con la versión francesa de una obra del mismo título escrita por el marqués de Santa Cruz de Marcenado, que ejerció en su tiempo notable influjo sobre Federico el Grande; un Tratado de Castrametración (14) y varias más. En una a modo de miscelánea podríamos incluir libros como Beautés de HollandeEncyclopédie des enfantsMedias anatas y Lanzas del Perú, la obra atribuida a Zea, Colombia siendo…, un Viaje de La Cruz, y la violenta diatriba contra el Libertador titulada Exposición de don José de la Riva-Agüero, a la cual acuden a abrevarse todavía ciertos modernos “historiadores”. Este panfleto del ex presidente del Perú tiene su historia. Riva-Agüero había remitido al Callao, a bordo del bergantín Kil, un cajón que contenía 21 ejemplares de su obra, que fueron confiscados por las autoridades, según se lo anunciaba Unanue al Libertador en carta fechada en Lima el 15 de septiembre de 1825. Según el prócer peruano, dos de los ejemplares de la obra de Riva-Agüero –“con su retrato, título de General y muchas cosas que adornan su valiente persona”, decía Unanue– venían “soberbiamente equipados”, es decir, empastados a todo lujo; estos fue los que le remitió a Bolívar, y uno de ellos sería el que figuraba en esta lista (15).

Hasta el final de la jornada

De regreso a Colombia la grande, el Libertador siguió aumentando su biblioteca, para lo cual solicitó libros a los Estados Unidos. Así, por lo menos, parece darlo a entender un párrafo de su carta escrita en Bojacá, el 25 de diciembre de 1828, al general Briceño Méndez, a la sazón en Caracas: “Mantenga usted por ahora los cajoncitos de libros de Norte América hasta nueva disposición” (Cartas, VIII, página 184).

En la hermosa Quinta al pie del Monserrate que le servía de residencia en Bogotá, tenía también Bolívar una selecta biblioteca. A mediados de febrero de 1828 mandó clavar “unos cajones de libros” que pensaría llevarse durante el proyectado viaje a Venezuela que luego quedó interrumpido en Bucaramanga (16). Dos años más tarde, al salir en 1830 definitivamente de Bogotá, el Libertador dejó al cuidado de Manuelita algunos libros y papeles de su propiedad, que el 27 de junio le fueron reclamados por el juez segundo municipal, Juan José Gómez, bajo el pretexto de que se trataba de “libros y papeles correspondientes al archivo del gobierno”. La animosa quiteña le respondió que esos objetos pertenecían particularmente a Su Excelencia el Libertador, y que no los entregaría, “a menos –escribía– que me prueben por una ley que este Señor está fuera de ella” (17).

Pero no dejó Bolívar en Bogotá toda su biblioteca, sino que se llevó hasta Cartagena dos baúles repletos de libros, escogidos sin duda entre los autores que más apreciaba. Antes de emprender viaje a Santa Marta, los dejó en Cartagena, confiándoselos a su amigo Juan de Francisco Martín. Así, cuando el 22 de diciembre de 1830, fallecido ya el Héroe, se verificó en Santa Marta el inventario de sus bienes, el notario José Catalino Noguera pudo incluir en el mismo la partida siguiente:

“9ª Otro documento entregado por el mismo señor Fernando Bolívar, firmado por el señor Juan de Francisco Martín en Cartagena el 29 de septiembre último, en que consta haber recibido de Su Excelencia el Libertador Presidente en calidad de depósito y a su disposición, lo siguiente: dos baúles de libros” (18).

Estas obras que –con los documentos de su riquísimo archivo– figuraron entre los escasos bienes personales que Bolívar conservó hasta el fin de sus días, fueron conducidas más tarde a Caracas y distribuidas entre sus herederos. Por unas hojas sueltas –desgraciadamente incompletas– correspondientes a la partición efectuada a principios de 1832 (19), sabemos que “la obra en francés Diario de Santa Elena, en ocho tomos” le fue entregada a doña Juana Bolívar; “la obra en tres tomos Expedición de Alejandro, en francés, y otra en un tomo, en español, Elementos del arte de la guerra” pasaron a manos de Fernando y Felicia Bolívar Tinoco, sobrinos del Libertador. En cuanto a los 15 primeros tomos de la obra editada por Cristóbal Mendoza y Francisco Javier Yanes, Documentos para la vida pública del Libertador, los herederos se pusieron de acuerdo para remitírselos “en clase de memoria” al digno albacea don Juan de Francisco Martín, entonces desterrado en Jamaica.

De una de estas obras tenemos noticias posteriores. El ejemplar del Diario de Santa Elena, dedicado por el conde Las Cases al Libertador, fue religiosamente conservado por Juana Bolívar. Y en 1883, al celebrarse en Caracas el Centenario del nacimiento del Libertador, su sobrina Benigna Palacios facilitó este libro para que fuese exhibido en la exposición que se organizó con tal motivo (20).

¡Puedan estas deshilvanadas notas contribuir a que salgan a luz tantos libros que pertenecieron al Libertador como debe haber en bibliotecas públicas y privadas de Caracas y Popayán, de Bogotá y de Quito, de Lima y Cartagena! El reunirlos de nuevo en la Casa Natal del Héroe, constituyendo una auténtica Biblioteca Bolivariana, sería tarea grata a la memoria de Vicente Lecuna y digna empresa para quienes aspiren a continuar su fecunda obra.

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Notas

(1) En el ciclo de conferencias que dictó en la Ciudad Universitaria de Caracas hace algunos años.

(2) Para evitar la innecesaria acumulación de notas, señalaremos en el cuerpo mismo de este escrito, entre paréntesis, las referencias a los textos del Libertador citados. Cartas indica la edición de las Cartas del Libertador en 11 tomos, del Dr. Lecuna; Proclamas y discursos se refiere a los de Bolívar, editados igualmente por el Dr. Lecuna.

(3) J.M. Yepes, Del Congreso de Panamá a la Conferencia de Caracas, 1826-1954, tomo I, p. 17. Caracas, 1955.

(4) Datos que debemos a la fina generosidad de don José María Arboleda Llorente y de don Ary José Luna, de la Universidad del Cauca, a quienes reiteramos aquí nuestra gratitud.

(5) Manuel Pérez Vila, Bolívar y su época, t. II, p. 107. Caracas, 1953.

(6) Archivo del Libertador. Escrituras y procesos. “Cartilla de Juan Vicente Bolívar y Palacios, de las particiones hechas de los bienes que quedaron de su padre el coronel don Juan Vicente Bolívar y Ponte. 1792”, t. I, fs. 26-99. La lista de libros empieza en el fº 47 vº. Se trata de una copia debida al acucioso investigador Manuel Landaeta Rosales.

(7) Archivo del Libertador. Bienes libres y vinculados del menor Simón Bolívar, 1787-1795, fº 7.

(8) Archivo del Libertador, tomo titulado Familia Palacios y juventud de Bolívar.

(9) Archivo del Libertador, sección Juan de Francisco Martín, vol. II, fº 111. También figura en el mismo Archivo, Sección O’Leary, t. XXXIII, fº 122, una copia de la lista que hemos comentado, pero menos completa, y con los títulos de las obras en español; esta última es la que publicó el Dr. Lecuna en Papeles de Bolívar.

(10) Archivo del Libertador, sección Juan de Francisco Martín, vol. II, fº 112.

(11) Boletín de la Biblioteca Nacional, n.º 23, del 21 de marzo de 1929. Caracas.

(12) Desde entonces se los ha venido asociando, y así los publica también el Dr. Lecuna en Cartas del Libertador, VII, 153 y sgs. El manuscrito original está en Archivo del Libertador, sección Juan de Francisco Martín, vol. II, folios 109-110.

(13) Archivo Nacional de Colombia, Peticiones y Solicitudes – La República, tomo XVII, folios 312-314.

(14) Tanto en el Boletín citado como en Lecuna se lee “Castramentación”: restablecemos la lección del manuscrito.

(15) Véase mi obra citada, Bolívar y su época, t. I, p. 250.

(16) “Cuenta de los gastos hechos en la Casa de S.E. en el mes de febrero desde el 1º hasta la fecha”. No se precisa de qué año es, pero hay varios datos que indican como único posible el de 1828. Archivo del Libertador, sección Juan de Francisco Martín, vol. II, fº 71 vº.

(17) Archivo Nacional de Colombia, sección Historia – La República, vol. IV, fs. 190-192. Hay una carta de Manuelita, y varios documentos relativos a su expulsión de Bogotá en agosto de 1830. Véase también el fº 198.

(18) Archivo del Libertador, sección O’Leary, vol. XXXIII, fs. 150-153.

(19) Archivo del Libertador, Tomos de Documentos de la Familia Bolívar: tomo que contiene papeles de 1663 a 1840, sin foliar todavía cuando anotamos el dato.

(20) Copia de un inventario de los objetos prestados para la referida exposición, que el Dr. Lecuna nos permitió sacar de otra copia mecanografiada que él poseía.


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