Por EUGENIA ARRIA

Darse un paseo por las bibliotecas suele ser una de las formas discretas, e incluso certeras, de averiguar si una literatura determinada ha calado en un espacio cultural ajeno a sus raíces. Una mirada rápida sobre los estantes suele ser suficiente para saber a grandes rasgos qué se lee, qué se distribuye y qué se promueve en un espacio y tiempo concretos. Ya Virginia Woolf había confirmado esta práctica cuando en una tarde de otoño decidió recorrer la biblioteca del British Museum en Londres y notó, con pesar, la escasez de nombres femeninos. Si bien en Una habitación propia la escritora británica hace una reflexión en torno al lugar de las mujeres en la literatura, su recorrido espacial-bibliográfico puede desplazarse hacia otros terrenos de indagación y curiosidad que tengan que ver con aquellas letras que nos faltan. Con esta metodología woolfiana en la cabeza fui a dar una vuelta a la biblioteca del Centro de Lenguas y Literatura de la Universidad de Lund. Sin sorprenderme, observé que las estanterías dedicadas a la ficción iberoamericana rebosaban de autores españoles, chilenos, argentinos, cubanos y mexicanos. Al preguntarle a unos colegas del departamento dónde estaban los autores venezolanos, sus respuestas se limitaron a dos posibilidades: primero, el vasto desconocimiento que hay sobre la cultura y producción artístico-literaria de Venezuela en Suecia es una realidad innegable; y, segundo, la falta de proyectos de investigación dedicados a las letras venezolanas condiciona las adquisiciones de la biblioteca universitaria. Ante esta ausencia asumí una labor tan necesaria como íntima: otorgar espacio y voz a la literatura venezolana en Suecia, dejar que los libros habitaran los estantes y desde su mera presencia emprender la conquista silenciosa de la lectura y, más pronto que tarde, de la investigación.

Una vez ocupadas las estanterías, esas que encarnan de alguna u otra manera los cánones literarios, se tornó imprescindible llegar a las aulas, desplegar intereses otros en los estudiantes, cultivar pequeños espacios dentro del imaginario ficcional sueco e incentivar discusiones fecundas, no apenas en los salones de clase, sino también (sobre todo, me atrevería a decir) en las conversaciones cotidianas de las cafeterías y bares de la ciudad de esos mismos estudiantes. Mezclar universos literarios, títulos de libros y nombres que recordaren la ola de rumores, chismes y noticias. Llevar la literatura venezolana al habla de la ciudad. Por esta inquietud propia, quizás egoísta, incluí en principio un solo texto al curso de lengua, literatura y cultura que se ofrece a los estudiantes del primer año de Estudios hispánicos: Caracas muerde (2012) de Héctor Torres. Como todo joven europeo interesado por las problemáticas sociales, los alumnos sabían de Venezuela por los periodistas de mayor alcance mediático, y también por los que ellos llamaban alternativos. Solo conocían el lenguaje periodístico y extranjero que habla de nuestra tragedia, causada por estos o por aquellos, según las fuentes a las que decidieran creer. Parecían estar acostumbrados a la especulación de nuestro presente, mas no podían mencionar un solo artista, escritor o poeta venezolano. No los culpo, pues a lo largo de mis estudios universitarios en tres países diferentes fuera de Venezuela, entre ellos España, no escuché ni leí jamás un autor venezolano en los programas de estudio, seminarios o clases magistrales. No me parecía descabellado, entonces, que la literatura venezolana les fuera completamente ajena, extraña, e incluso insólita. Era como si creyeran que la precariedad característica de nuestro presente hubiera mermado el espíritu creador. Por eso les ofrecí una única lectura, para que se relacionaran en primera instancia con la estética de la ciudad que buscaban entender a través de los periódicos y documentales, llevarlos más acá de los medios de comunicación suecos. Para ellos leer un autor venezolano que contara en efecto la ciudad fue lo más refrescante del curso, entre tanta gramática y hermetismos discursivos. En otras ocasiones fue lo más perturbador e inesperado pues no imaginaron, por ejemplo,encontrarse con una crueldad que nada tenía que ver con su realidad y Estado de derecho escandinavos. Como detectives, mis alumnos deseaban descifrar Caracas en la escritura de Torres y, a través de ella, como si se tratara de un reflejo minúsculo, a Venezuela como país. Hurgaren sus signos, símbolos y lenguaje propios. Atender a sus miserias, individuales o colectivas, y a su vez asirse con fuerza a su sentido del humor y picardía. Extraer piezas en un acto semiótico individual y formarse imágenes híbridas de comunicación intercultural. Ver motorizados en sus ciudades heladas y hacer muecas que fungían de tránsito entre esta metrópolis del norte europeo y aquella otra, lejana, tropical. Traducir frases al sueco de esa otredad que se hacía cada vez más extraña y, paradójicamente, más familiar. Buscar palabras en el diccionario que no fueran hallables y comprenderlas tan solo en la escucha. En fin, comprender en la lectura atenta y pausada ese espacio vivido que se les desplegaba a través de la literatura.

No me cabe duda de que ese módulo que dedicamos a Caracas muerde sirvió como escenario de prueba y provocación. Y los resultados fueron positivos. Los estudiantes querían leer más. Preguntaban nombres. Pedían listas de recomendación. ¡Cuán importante es el nombrar! Y no me refiero apenas a sus autores, sino también a los espacios que se narran y todas aquellas historias de vida humanas y no humanas que los contienen. Confieso que sin el entusiasmo de los estudiantes a lo mejor no hubiera concretado en espacios reales de reflexión académica la urgencia de leer autores venezolanos en este crítico siglo XXI. Es justo por su entusiasmo que propuse el año pasado crear un curso de literatura venezolana en el Departamento de Español de la Universidad de Lund, una de las universidades de referencia en Escandinavia y Europa. Fundada en el siglo XVII, la Universidad inaugura un curso dedicado a nuestra literatura en la primavera de 2022 y se convierte en pionera, tanto en Suecia como en el resto de Escandinavia, en ofrecer un programa exclusivo de literatura venezolana. Con la esperanza de estudiar distintas épocas y corrientes literarias de Venezuela en semestres próximos, hoy en Lund leemos autores de ficción que materializan nuestra realidad migrante de los últimos años. Acorde a una tradición literaria allegada a las coyunturas históricas que puede remontarse hasta por lo menos el siglo XIX, el corpus literario del curso incluye las novelas Hormigas en la lengua (2015) de Lena Yau, The Night (2016) de Rodrigo Blanco Calderón, Blue Label/Etiqueta Azul (2010) de Eduardo Sánchez Rugeles, y la colección de cuentos Escribir afuera. Cuentos de intemperies y querencias (2021) editada en Kálathos por Katie Brown, Liliana Lara y Raquel Rivas Rojas. Con esta selección, por los momentos brevísima, pretendo que los estudiantes se relacionen con algunas tradiciones literarias venezolanas y las pongan en diálogo con los temas, espacialidades y maneras de narrar de los textos publicados en la última década, así como también con los procesos históricos cardinales del país que tanto les interesan. A partir de la lectura detallada de cada novela y cada cuento tengo la esperanza de que los estudiantes reflexionen en torno a las particularidades estéticas de los espacios urbanos y domésticos, la subjetividad, la materialidad y sus escombros en la narrativa venezolana reciente; pero también que puedan responder o, más bien, complejizar —eso sí, en clave ficcional— su inquietud incesante: ¿de qué hablamos cuando hablamos de Venezuela?

Con la creación de este curso en la Universidad de Lund espero no solo darles de qué hablar y pensar a mis estudiantes, sino también contribuir al esfuerzo colectivo de la diáspora por consolidar redes de investigación e intercambio cultural dedicadas a las artes y letras venezolanas, así como también al posicionamiento de nuestra literatura dentro de las discusiones, publicaciones académicas y programas de estudio de la literatura mundial, la literatura comparada y los estudios hispánicos en Europa. Me gusta pensar que la literatura venezolana sobrepasa sus fronteras topográficas e imaginarias con cada curso que se abre en universidades o institutos de ciudades cercanas y lejanas, con cada proyecto de investigación que se aprueba o financia, con cada repisa en una biblioteca extranjera y, sobre todo, con cada lector que sucumbe ante la curiosidad. De este pensamiento se ha ocupado, y de poco más, mi estadía en Suecia.


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