Sin que importen demasiado los propósitos del autor, como cualquier otro hecho de lenguaje, la literatura contribuye más de lo que se cree a elaborar o perpetuar valores, creencias, formas de vida.

Luis Barrera Linares. 2005

Leer literatura es más que leer literatura. Independientemente del género –pero quizás más cuando se trata de narrativa–, el lector tiene la oportunidad, y la posibilidad cierta, de incorporarse a un entramado de representaciones que activan su memoria semántica y, por lo mismo, le hacen propicia la comprensión de su propia realidad (tanto de la objetiva como de la subjetiva). Del mismo modo, la literatura le favorece al lector el reconocimiento tanto de las improntas de su historia (individual o compartida) como de ciertas variables que determinan su realidad circundante en el presente.

En el primer semestre de la carrera Comunicación Social en la Universidad Central de Venezuela se dicta la materia Literatura venezolana. Al menos, ese es el nombre oficial. Sin embargo, al revisar la primera página del programa se puede leer claramente Narrativa venezolana. Y eso es así porque se privilegia el estudio de novelas y de cuentos por encima de otros géneros como la poesía, el teatro o el ensayo.

Alba Lía Barrios, investigadora, escritora y docente, tuvo a su cargo la concepción del programa de Narrativa venezolana, y en lo concerniente a la justificación de tal materia en una escuela destinada a formar periodistas Barrios establece que “la lectura crítica de un grupo selecto de novelas y cuentos constituye una forma privilegiada de explorar la idiosincrasia nacional a través de sus representaciones imaginarias y descubrir, de este modo, un panorama rico en oposiciones y evoluciones sobre las distintas formas de mirar-nos y evaluar-nos a lo largo de nuestro proceso cultural”.

En ese sentido, y tal como se desprende de la cita anterior, de lo que se trata es de que el estudiante lea críticamente y asumiendo que los relatos (ya largos, ya breves) deben ser vistos como algo más que un producto artístico y como algo más que una experiencia estética. De allí la razón para enfocar conceptualmente la materia desde la perspectiva de los estudios culturalistas, visto que esta disciplina busca, entre otras cosas, desentrañar la obra artística a través de sus construcciones significativas en torno al contexto social a partir de una serie de preguntas asociadas con los modos en que son representados los espacios público y privado, naturaleza y ciudad, capital y provincia; sobre cómo se manejan las tipologías masculina y femenina, los conflictos sociales y las posturas ideológicas. Aunque suene ambicioso como parte de un programa para estudiantes de un primer semestre (de cualquier carrera universitaria en la Venezuela de hoy), estas consideraciones son parte medular del programa de Narrativa venezolana.

De los estudios culturalistas como enfoque, como disciplina y como metodología, queremos añadir también la tremenda importancia que reviste su carácter interdisciplinario ya que nos permite ver más allá de lo obvio. No hay comentario inocente; no hay gratuidad en los discursos: todo siempre responde a algo y en cada hechura humana (tangible o intangible) hay implicaturas e implicaciones. Es por ello que el leer literatura –cuando esta actividad trasciende el gesto hedonista y catártico– se convierte en un modo tangencial de leer, en el nivel de las estructuras profundas, un entramado de concepciones económicas, sociológicas, antropológicas, filosóficas, ideológicas, políticas e históricas.

El camino de Los mártires

El nombre de Fermín Toro (1806-1865) está indefectiblemente asociado, en el consenso de investigadores y críticos, con el inicio de la novela en Venezuela. Una novela que nació, hacia la segunda mitad del siglo XIX, al rescoldo del romanticismo reinante en el mundo y que favoreció la tendencia, también universal, de exaltar el sentimentalismo (y todos sus valores irracionales), el heroísmo, el sentimiento patriótico, el pesimismo (asociado a las incertidumbres vitales), los conflictos existenciales (derivados de la disconformidad con el entorno), el exotismo (entendido como propensión a fijar las tramas en escenarios ajenos a los linderos nacionales) y la vuelta a las fuentes del pasado. Para los escritores románticos, la revisión de la historia fue casi una premisa insoslayable. Como lo fue también la necesidad de denunciar y de fijar posición frente a todo aquello que se considerase nocivo para la vida en sociedad y para la evolución política. El escritor romántico se erige, por consecuencia, en pedagogo a la vez que en promotor de la identidad nacional. Son representativas de esa época las obras Blanca de Torrestella (1868), de Julio Calcaño; Peonía (1890), de Vicente Romerogarcía; Zárate (1882), de Eduardo Blanco, y, por supuesto, Los mártires (1842), de Fermín Toro.

La trama de Los mártires no está situada en Venezuela. Transcurre en la Inglaterra de la primera mitad del siglo XIX, pero lo realmente importante es la significación de esta historia y sus causalidades internas. El romance entre una muchacha pobre y un hombre dispuesto a morir por resguardar ese amor es apenas telón de fondo para un discurso de denuncias que se hace explícito desde las primeras escenas, que plantean de entradita las dicotomías medulares opresión y felicidad; virtudes públicas y vicios privados; opulencia de los pudientes y miseria de los desposeídos. En fin, los contrastes propios de un sistema que, endeble, se sostiene sobre la purulencia de una sociedad esquilmada desde el poder.

Considerado un polímata, Toro fue un humanista que lo mismo se destacó como docente que como orador, como político y como diplomático. De hecho, llegó a ser Ministro Plenipotenciario de Venezuela y Ministro de Relaciones Exteriores. Su experiencia, en ese sentido, fue puesta al servicio de su hacer como un literato que, a contracorriente de lo que hicieron sus contemporáneos, coloreó sus relatos con los matices del paisaje exótico. Tal puede verse también en su relato La viuda de Corinto (1837), que cuenta una historia de amor y muerte en el contexto de las luchas entre moros y cristianos.

En 1872, José Ramón Yépez publicó Anaida, una novela sobre los problemas de la población indígena (con su historia de amor incluida), y en 1879, José María Manrique escribió Los dos avaros, una historia con moralina y tal vez demasiado explícita en su afán aleccionador. En 1898, José Gil Fortoul escribió Pasiones, novela en la que narra las cuitas de un intelectual frustrado, insatisfecho, frente a las exigencias de su vocación.

El club de los odiantes

Por la ruta de Los mártires, y siguiendo los lineamientos estéticos y expresivos de un romanticismo que ya empezaba a mostrar las trazas del modernismo, Miguel Eduardo Pardo (1868-1905) se integró al club de los odiantes, el club de los renegados, el club de los inconformes con su tiempo, con su entorno social y, sobre todo, con su circunstancia política. Escritor, poeta y periodista, incursionó en el medio literario a la tempranísima edad de 16 años cuando fundó, en compañía de Gabriel E. Muñoz y Paulo Emilio Romero, La fraternidad literaria. Como escritor, cultivó varios géneros (entre ellos, el cuento, la novela, la poesía y el teatro) y, como periodista, hizo de la sátira política su principal fortaleza. Fue ese un estilo que cultivó con vehemente pasión tanto en el diario El Buscapié de Caracas, dirigido por él mismo, como en la revista El Cojo Ilustrado, donde publicaba su columna, “Madrileñas”.

A los 31 años, tras 15 años de experiencia como crítico de la sociedad, Pardo escribió Todo un pueblo. Una novela que, en su momento, cayó como bala de cañón sobre los acomodos de una sociedad caraqueña demasiado pagada de sí misma y excesivamente arrellanada en las bondades derivadas de la tenencia del poder que da la fortuna (casi siempre de procedencia dudosa). Polémica de origen, más que sentimientos encontrados, esta novela se balanceó siempre entre las antípodas. Para algunos, es un texto que carece de todo valor estético, que no pasa de ser un panfleto, cuando no el berrinche de un mancebo que decidió vengarse con su pluma por haber padecido en carne propia los contratiempos de un viajero.

De este tenor son las consideraciones que sobre Pardo y su novela formula Maurice Belrose en su trabajo La época del modernismo en Venezuela (1999: 382): “Miguel Eduardo Pardo aparece en Todo un pueblo como un hombre agriado, resentido que se ensaña con toda la sociedad, y particularmente con la burguesía y la aristocracia”. Todo lo contrario, expresa Picón Febres en La literatura venezolana en el siglo XIX (1946: 136): “Todo un pueblo, en su conjunto, es una de las novelas satírico-sociales más sobresalientes que se han escrito en la América española”.

Entre una posición y la otra (ni tan Belrose ni tan Picón Febres) deberían poder ubicarse las percepciones del lector, que va a encontrar en esta obra de Pardo una síntesis tragicómica de la sociedad venezolana durante el último período gubernamental de Guzmán Blanco. El rostro que fija Miguel Eduardo Pardo de la sociedad caraqueña, dicho en palabras de Ana Arenas Saavedra, es el de “una sociedad en plena decadencia, donde la corrupción, el servilismo, el nepotismo, el oportunismo, el vicio y el libertinaje, median con toda libertad a la sombra de la dictadura”. (Ver “El discurso novelesco de Todo un pueblo, de Miguel Eduardo Pardo: la búsqueda de una conciencia nacional”. Revista de Literatura Hispanoamericana No. 35, 1997: 75-86).

Pardo, como lo hicieron Fermín Toro, Eduardo Blanco y Romerogarcía, apela a la historia como tema y como referente. Pone todo de su parte para que al lector le quede claro de qué y de quién está hablando, pero no es la suya una novela histórica como las que escribirán años después Enrique Bernardo Núñez, Arturo Uslar Pietri, Denzil Romero, Miguel Otero Silva, Francisco Herrera Luque, Ana Teresa Torres o Victoria de Stefano. “Ubicada en su tiempo histórico a finales del mandato de Guzmán Blanco, debemos tomar como precedente histórico de acercamiento hacia ella, la Guerra Federal (1859-1863). Esta guerra trae como consecuencia la victoria de los liberales frente al grupo de conservadores [y con ello] una nueva capa de ‘terratenientes liberales’ [que] sustituye parcialmente a la antigua ‘oligarquía terrateniente’. El pueblo se encontraba tan desvalido como antes del conflicto, mientras que la burguesía comercial fortalecía su poder económico y político”. (Arenas Saavedra, loc. cit.).

En Historia y crítica de la novela venezolana del siglo XIX (1980: 241), Osvaldo Larrazábal suscribe la idea de que tanto poder puede corromper y de que una sociedad orgánicamente endeble no está en capacidad de resistir los embates ni de la auctóritas ni del dinero administrados sin criterio. “Es probable –advierte– que el auge material auspiciado por los gobiernos de Guzmán Blanco haya podido desquiciar a aquella sociedad, toda vez que generaba oportunidades de ascenso social para clases que hasta entonces habían estado imposibilitadas para alcanzar determinadas posiciones. La corrupción se fue haciendo general y, según se expresa en la novela [de Pardo], pocas capas de la población escaparon a ella”.

En su temprana adultez (no olvidemos que Pardo tenía 31 años cuando escribió Todo un pueblo), el autor se vio braceando para no hundirse en la ciénaga de una sociedad inmersa en la borrachera del poder; de un poder político, económico y social repentino y poco trabajado. Un poder que fue, por lo tanto, salvoconducto para el arribismo y la figuración a mansalva: tener era ostentar. Ese fue el caldo de cultivo que alimentó la impotencia y la frustración de quien vio cómo todo se hundía a su alrededor y no pudo hacer nada para evitarlo. Nada que no fuera, por supuesto, escribir y dejar con su pluma el testimonio de un tiempo aciago y signado por la satrapía y la corrupción en todas sus variaciones. En su novela, Pardo deja explícita esta conclusión: “De allí vienen todas nuestras grandes desgracias… la democracia es mentira, la fraternidad, mentira, mentira el patriotismo… La enfermedad es moral, material e intelectual: porque el cuerpo humano en Villabrava [Caracas] carece de alimento, el espíritu, de alegría y la conciencia pública, de articulaciones” (1899: 72-73).

Venezuela es Espinosa

Incluso hoy, cuando han transcurrido 119 de su publicación, hay quienes siguen considerando que Todo un pueblo es una novela terrible, un alambique de odios, la agria venganza de un hombre que, quizás, solo quedó fuera de la repartición de prebendas. Cosa que, en lo particular, nos parece poco probable visto que Pardo, incluso siendo un adolescente –que qué ansias de poder podía tener– alimentó su espíritu crítico y su necesidad de denunciar las taras sociales. En consecuencia con ese espíritu inconforme, Pardo creó para Todo un pueblo una galería de personajes. Entre ellos, dos mujeres fundamentales: Susana Pinto (madre del protagonista, Julián Hidalgo) e Isabel Espinosa (la novia de Julián).

Entre los personajes masculinos, uno descuella: Anselmo Espinosa. Pardo le dedica el capítulo 5 de su novela a la presentación de este hombre, que es la encarnación de la vileza y de la crápula.

“(…) el odioso proceder de este energúmeno tenía una explicación: su origen.

Anselmo Espinosa nació brutalmente sobre los trapos podridos de una tienda de inmigrados; de esos inmigrados que llegan sucios a todas partes, andrajosos, maltrechos de cuerpo y de espíritu, pidiendo hospitalidad a veces y a veces trabajo, acabando por llenar de injurias y de hijos el país donde se instalan.

(…)

Merced a su oro, a su juventud y a su audacia, llegó a un hermoso reinado de aventuras, de escándalos, de banquetes, de ganancias y pérdidas inverosímiles en los clubs y en las carreras; de líos de mujeres y de desórdenes, que la misma  posición monetaria cubría de gloria. Y no obstante esa envidiable posición monetaria, Anselmo Espinosa, con su lujo y sus derroches, se mantenía o lo mantenían distanciado de la sociedad escogida. Franqueaba, sí, algunas puertas y era tolerado a veces en las grandes reuniones; pero en ninguna casa de familia podía decirse que lo aceptaban con verdadero regocijo.

Inútiles fueron sus esfuerzos para mostrarse insinuante, flexible y distinguido: siempre había en él algo del padre burdo, del labrador giboso; algo de su vulgar procedencia de inmigrado.

Aquel cuerpazo, aquella cara redonda y colorada, aquel pelo siempre erizado como el de un jabalí, aquellas manos regordetas y aquellos pies enormes no habían sido hechos para seducir, ni menos para conquistar voluntades en las bizarras lides del salón. Y esto lo sabía él y le ponía fuera de sí, porque su orgullo feroz, su desmentido orgullo de hombre acaudalado y soberbio, no le permitía el rechazo de una sociedad que se consideraba superior a él”. (Ibid., págs. 63-64). (Las negrillas son nuestras).

Una sola palabra aplica para definir el mal espiritual de Anselmo Espinosa: resentimiento. En el alma abyecta de este personaje –descrito por Pardo con la técnica de la caricatura– anida un odio originario que es, fundamentalmente, un odio hacia sí mismo por no aceptarse tal como es y por renegar del modo en que vino al mundo. Su historia de vida, desde que aparece en la trama, es un prontuario de iniquidades que incluye adulancia, estafa, soborno, arribismo, impostura intelectual (cita a autores cuya obra ni siquiera conoce), estupro, violencia familiar, uxoricidio y un importante etcétera que no deja por fuerza su afectación discursiva cuando, sabiéndose observado, pretende abogar por la paz siendo que en realidad solo defiende un status quo que le es favorecedor por sus relaciones con el gobierno de turno. Anselmo Espinosa no cree en la paz. La paz le estorba. Prefiere la reyerta. Su personalidad florece en medio del caos. Así, en el capítulo 6, ante un grupo de parroquianos, se deslengua para argumentar a favor de que todo se quede como está:

“Pedir reformas sociales en Villabrava, ¡qué disparate! Implantar aquí las doctrinas de Kropotkine y de Tolstoï (Don Anselmo no conocía más que de oídas a Kropotkine y a Tolstoï; pero allí pudo soltarlos impunemente; a los demás les ocurría otro tanto de lo mismo.) (…) La igualdad, señores, es un crimen. La igualdad es la desmoralización; la igualdad es el desprestigio, el hundimiento, la pesadumbre eterna y el eterno enemigo de la sociedad, sobre todo de la sociedad villabravense, que, por su heráldica, por su historia y por otra multitud de razones, goza del orgullo de su estirpe indiscutible, a pesar  de los que protestan. Aquí no necesitamos de reformas sociales, ni políticas, ni literarias, ni siquiera materiales. Tenemos carreteras y academias (contando con los dedos), ferrocarriles y ateneos, restaurants y colegios, tiro al blanco y cervecería nacional, hipódromo y Prensa periódica, teatros y matadero alemán, catedrales romanas y tranvías modelos…” (Ibid., 75-76).

Con esa actitud, Espinosa logra obtener cargos públicos. Con el disimulo de los hipócritas, se deshace de su esposa (Juana Méndez Hidalgo). Con su insistente capacidad de chantaje, logra consumar el estupro en la viuda Susana Pinto. Con su atorrancia de padre insensible, agrede brutalmente a su propia hija (quien se resiste a ser usada como señuelo). Con su soberbia de hombre empistolado, desafía permanentemente la paciencia de Julián Hidalgo (un idealista que sí cree en una revolución de justicia).

Anselmo Espinosa campa a sus anchas por todo un pueblo con la seguridad que da saberse ahijado del poder. Es la suya –ese odio que no se le quita con nada– una dolencia propia de quien carece de probidad (y es consciente de ello). Por lo tanto, da por sentada una presunta superioridad que solo existe en su imaginario y en su discurso. Una superioridad que, a pesar de todo, es refrendada por quienes se amparan bajo su sombra de hombretón con dinero. Anselmo Espinosa, como personaje grotesco, como representación simbólica de un modo de estar en el mundo, como construcción cultural, surgió de la imaginación de Miguel Eduardo Pardo, pero no de una imaginación calenturienta y vengativa. Surgió, por lo contrario, de una observación acuciosa y detallista. Los hombres como Anselmo Espinosa existen y se alimentan del odio y de la envidia. Son legión… y a veces forman gobiernos.

La aproximación intrahistórica que hace Miguel Eduardo Pardo a la sociedad venezolana tiene un valor que solo puede calibrarse prejuicios aparte. Como ya dijimos: no hay comentario inocente; no hay gratuidad en los discursos: todo siempre responde a algo y en cada hechura humana (tangible o intangible) hay implicaturas e implicaciones. Y en eso coincidimos con Luis Barrera Linares, quien señala que, efectivamente, “la literatura no es tan libre, tan independiente ni tan ingenua como pueda llegar a pensarse. Y si bien, su objetivo inicial es proponer espacios de ficción, con fundamento principalmente estético, no significa ello que no debamos aprovechar su valor documental de haber sido elaborada bajo la observación de miradas usualmente muy incisivas ante la percepción de la cotidianidad”. (Ver “La ficción como discurso histórico indirecto”, Revista de Literatura Hispanoamericana, Nro. 50, Enero-Junio, 2005: 50-72).

En la novela de Pardo, con todo lo que se le pueda atribuir por su tono panfletario, su despliegue de ironía y sus trazos caricaturescos, hay espacio para la justicia poética, y Julián Hidalgo, en el postrer duelo con el infame varón, extirpa de raíz el mal que Espinosa representa: “La fiera despertó entonces: [Julián Hidalgo] se tanteó el cuerpo. No había herida ni sangre, pero la sangre de sus levantiscos abuelos subió a su rostro, le invadió el alma. Se sintió salvaje como ellos. Recogió su vida entera en un solo minuto: la primera injusticia del colegio y el primer dolor de su juventud, la muerte violenta de su padre y la caída ignominiosa de Susana; el sacrificio de su novia y la actitud agresiva de todo un pueblo que celebraba con insolentes risotadas su deshonra…” (Ob. cit., pág. 304).


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