internet

Por RAMÓN HERNÁNDEZ

Con los adelantos tecnológicos que ha traído la revolución digital es relativamente fácil y barato producir una revista, un diario, una televisora o una estación de radio. Basta tener talento y una computadora conectada a Internet para que sea viable llegar a una audiencia de miles de millones. En el siglo pasado no era tan fácil ni tan rápido.

Para producir una revista de pocas hojas se necesitaba bastante dinero al comienzo, siempre duro y poco esperanzador. Ahora basta tener un blog y una buena conexión a la web, además de talento y algo de suerte. Sobran los ejemplos. A los 97 días de haber sido colgado en YouTube, el videoclip de la canción “Despacito” del cantante puertorriqueño Luis Fonsi con Daddy Yankee superó el millardo de visualizaciones; 2 años después llegó a 6 millardos.

Pasan del medio centenar las páginas web que en Venezuela se dedican esencialmente a la transmisión de noticias, ese producto que resulta tan costoso de producir y que tiene un valor de cambio muy pequeño en los lectores. Casi nadie está interesado en pagar por ese servicio, sabe que lo obtendrá sin costo alguno. Pese a los pocos alicientes económicos que ofrece, Internet se ha convertido en el refugio de los medios condenados, asediados y cerrados por el gobierno. Ha sido complejo y difícil. Es un medio nuevo del que nadie se puede considerar un experto.

Lo único cierto es que sus posibilidades son infinitas y que equivocarse puede resultar mortal. Se han cometido pecados de gran envergadura, como creer que se había derrotado la dictadura del espacio, que ya era posible publicarlo todo sin limitaciones, fuesen textos, fotos o videos, que Internet era un gran depósito en el que cabía el infinito. Falso de toda falsedad. Una cosa es un libro, que se lee individualmente, y otra una biblioteca, que los almacena. Además, todos los usuarios de la web quieren enterarse lo más pronto posible y llegar rápido al meollo del asunto. Frente a la computadora o el teléfono inteligente el lector es impaciente. Pasa de una ventana a otra, de un portal a otro. Apenas lee por encima. Ojea un site tras otro. Deja para después lo que le llama la atención, pero contadas veces vuelve atrás a leer con más cuidado. Es insaciable con la novedad.

Para captar la atención de ese lector ávido, se ha apelado a un elemento que se ponderó excesivamente en el periodismo del siglo XX: la velocidad, dar noticia primero que los demás, aunque se afecte la calidad de la redacción y la verdad resulte lesionada por los lados de la exactitud.

Se le presta poca atención al lenguaje y a la estructura periodística, pero dar la noticia antes no excusa imprecisiones, faltas de ortografía ni embestidas a la verdad. Antes que informar primero, la responsabilidad es hacerlo lo mejor posible, con textos limpios y veraces, que se puedan entender en la primera lectura, sin faltas de ortografía ni errores gramaticales.

En 1984, el poeta y profesor universitario Rafael Cadenas alertó en el libro En torno al lenguaje sobre la poca atención que se le presta a la expresión escrita y oral, tanto a su uso como a su enseñanza. Hoy, con la profunda crisis que socava la educación, la situación es peor. Alarma la pobreza de vocabulario de profesionales universitarios y las dificultades para expresarse con mediana claridad y corrección de cualquier bachiller y de los servidores públicos a todos los niveles.

A mediados de los años noventa los diarios venezolanos se incorporaron a su modelo de producción el manual de estilo. Pretendían poner algo de orden en el uso de las modalidades y usos del español en el quehacer periodístico. Nada distinto de lo recomendado en el Diccionario Panhispánico de Dudas, el Diccionario de la Real Academia Española o el bien ponderado Diccionario de María Moliner, pero con toques puntuales para hacer más legibles los textos noticiosos. Al principio en El Nacional hubo cierta reticencia entre redactores y editores, mucha en la sección de Deportes por las supuestas características muy especiales de la especialidad. Unos pocos jefes entendieron que el Manual era una especie de camisa de fuerza que limitaba la creatividad y expresión narrativa de los reporteros o colaboradores a su cargo y en voz baja  instruían a los editores: “A este texto no le apliques el manual, revisa solo la ortografía”. Consideraban erróneamente que el “manual” era una especie de guadaña que despojaba los textos de las frases brillantes y las salidas ingeniosas para convertirlos en aburridas e ilegibles planas escolares, cuando se trataba de lustrarlos y hacerlos más digeribles, de agregarle eficacia al lenguaje: no utilizar diez palabras si apenas bastan tres o, mejor, dos.

Pareciera que las páginas web, en general, no tienen manual de estilo ni consultan los diccionario y gramáticas, que a sus redactores y editores nunca les enseñaron que después del sujeto no se coloca coma, salvo que vaya una frase explicativa, y que la palabra “examen” no lleva tilde. El uso de los gerundios es de terror —“Bateó un hit ganando el juego”— y no hay manera de que escriban “el domingo en la tarde” en lugar del giro cursi y envejecido de “la tarde del domingo”. La manera de escribir los números es fantasiosa y contra natura: “34 mil 200 veinticuatro” y no 34.224, que es más limpio y ahorrativo.

Las deficiencias en la concordancia de género y número son frecuentes y tan cruentas como el queísmo y el dequeísmo. Sorprenden los muchos declarantes que “piensan de que la situación es crítica” y los bachilleres “que aspiran ser admitidos”, sin darse cuenta de que ese verbo que los conduce al futuro necesita la preposición “a”, la misma letra que no se requiere cuando se visita Mérida y es esencial para visitar a los amigos. Entre el funcionariado se ha extendido el plural del verbo impersonal haber, y tanto en las páginas del oficialismo como en la de oposición leemos que “habrán elecciones” y no el correcto “habrá elecciones”. Solo faltaría recordar que el consejo no es “completamente gratis”, sino apenas gratis, para no ser tan redundante como cuando se dice  que la mesa fue reservada con anterioridad. Son un ejemplo, pero no le agregue “a seguir”, sería una tropelía o casi un rebuzno.

En las salas de redacción las leyendas urbanas gramaticales florecen como yerba mala. Cada cierto tiempo aparece alguien con la noticia de que la RAE eliminó el punto y coma, prohibió la palabra innecesaria y fea palabra “aperturar” o que el término etcétera o etc., su abreviatura, debe ser sustituidos por “entre otros”. También se escuchan “reglas nuevas” y abundan locuciones que son pronunciadas por sus usuarios y usuarias con cierto aire de superioridad, como “a lo interno”, “al interior de”, “es por eso que”, “confronto una situación especial” y ese fangoso “a nivel de”, cuando en verdad son atentados contra el buen decir. Sin embargo, nada es peor que encontrar en un texto sobre la serie Chernobil el traspié “radioactiva” y no “radiactiva”.

Los desaguisados en los títulos y sumarios requieren un volumen completo de la Enciclopedia Británica, no solo en cuanto a las repeticiones de palabras y entuertos, sino en el uso desproporcionado de los verbos “arrancar”, en lugar de comenzar, y “dejar”, “realizar”, “apostar” que aparecen en siete de cada diez noticias.

El problema va más allá de utilizar mal los tiempos verbales o en insistir en el “todos y todas” que transmuta la vitalidad del idioma en adiposidad, celulitis idiomática, también afecta la estructura de las informaciones. La pirámide invertida ha devenido en un poliedro. Carecen de orden, de jerarquización, de un simple hilván conductor. Noticias sin foco, una simple y vulgar acumulación de datos sin orden ni concierto. Sin técnica periodística. Libran una guerra sin cuartel contra la pirámide invertida —el famoso lead, cuerpo y cola— pero no todos los redactores son Truman Capote, Norman Mailer o Gay Talese. El periodismo antes que literatura es técnica, antes que inspiración, sudoración: escribir, volver a escribir, encontrar la frase perfecta y el tiempo verbal correcto.

El periodismo se aprende escribiendo, pero sobre todo reescribiendo, y leyendo mucho —ensayos, informes, novela y bastante poesía— para dominar el lenguaje, la palabra, no para cometer esos literaricidios de los profesores de bachillerato que trocaron en una tortura  leer Doña Bárbara y en un suplicio Cien años de soledad. Sus monstruosos análisis morfológicos —autopsias, mejor— y descripciones de personajes, ambiente, trama, etc. entorpecen la comprensión lectora e impiden el goce estético. En palabras de Rafael Cadenas, la gran mayoría de las páginas web repite un lenguaje defectuoso, una jerga que en verdad es “una especie de mutilación verbal”:

El lenguaje, señala el poeta, es inseparable del mundo del hombre; pertenece, por su lado más hondo, al espíritu y al alma. Su quebranto no está separado del deterioro del hombre, sino que van juntos, se entrecruzan y potencian uno al otro.

En los tiempos actuales, en que nada es sagrado y todo cuestionable, el desdén se ha impuesto más que nunca, los especialistas han adoptado una opción “científica”, un enfoque imparcial y aséptico que se manifiesta en una impasibilidad académica que raya en la alcahuetería ante deformaciones, fealdades y descarríos que desmoronan el idioma y nos ponen a hablar a todos en modo reguetón. Suponen que su función es registrar las variantes, como si temieran parecerse a los rígidos profesores del siglo XIX que con sus manías puristas pretendían cuidar el legado del idioma y solo acartonaban, otra manera de destruirlo.


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