Manifestaciones del 11 de abril de 2002 | Archivo

Por ASDRÚBAL AGUIAR

“La renuncia —escribe el gran Andrés Eloy— es el viaje de regreso del sueño”. En el caso de estas líneas se trata de la poco manoseada a la vez que abortada separación de Hugo Chávez Frías de la presidencia de Venezuela, el 11 de abril de 2002. La circunstancia, la inesperada masacre de El Silencio, facilitaba una transición que pudo evitar, de haber cristalizado, la actual disolución de la nación y la república. Ahora son, ambas, un archipiélago doliente.

Hasta ese entonces Chávez ejerce su poder con ánimo totalizante, si bien dejando entrever su desembozada vocación totalitaria: “No creí que me la entregarían así de fácil”, comenta a uno de sus compañeros del 4F al apenas ocupar la silla del Miraflores el 2 de febrero de 1999. Y en ese año 2002 se siente con poder suficiente como para torcerle la mano al país que se había formado entre dictablandas e intersticios civiles desde 1830, siendo su propósito ese. Dicta 49 leyes por decreto que inciden sobre la propiedad e interviene políticamente al emblema de la identidad contemporánea del país, su industria petrolera, para dar un giro profundo hacia la izquierda de talante cubano.

La trama de la renuncia, que se cuece y avanza entrada la noche de ese día 11 y durante las horas agónicas de la madrugada del siguiente día, cuando se le vuelve a Chávez pesadilla su ejercicio del gobierno y decide abandonarlo tras la masacre ocurrida, la masacre de El Silencio es un parte aguas en la historia de la simulación democrática y militar que él inaugura a partir del 2 de febrero de 1999.

Al retomarlo, frustrada su renuncia y pasadas 72 horas, también simula perdones. Pero regresa al poder como ola de destrucción y venganza indiscriminadas. No supera la traición de sus compañeros de armas, menos el repliegue del pueblo que cree encarnar en la disyuntiva; olvida que al abrir la caja de pandora del desafío nacional que se plantea fluirían las deslealtades, los enconos y las ambiciones que se cuecen a pleno fuego en los instantes en el que el poder se vacía y son capaces de quemar las mejores intenciones, mudando el rumbo de los acontecimientos.

Antes de abril y después de abril signan un abismo en la historia patria nuestra. Las cosas no serían nunca más como lo fueron ni como las imaginábamos los venezolanos hasta ese instante trágico y dilemático, en el que pudo alcanzar el país su postergada transición.

El deslave inédito de marchantes que ha lugar durante el día citado y camino hacia Miraflores, ¡Ni un paso atrás!, ha quedado, no obstante, muy atrás. Es como si se hubiese representado, tras una masacre y la renuncia presidencial que esta provoca, una obra de inmaterialidad digital, como sería lo propio en el mundo actual de las redes. ¡Y es que lo gravoso del tiempo sucesivo ha sido tanto que transforma a tal evento en peccata minuta! Al cabo, bien lo afirma hacia 1955 el filósofo y después rector de la Universidad Simón Bolívar, Ernesto Mayz Vallenilla, somos un pueblo con cultura de presente, e inacabado: ¡Como vaya viniendo, vamos viendo!

Chávez abandona el poder entre la medianoche del 11 de abril y la madrugada del siguiente día bajo un severo estado de de presión. La presión de la tragedia le hace presa cuando las armas de sus seguidores llaman a la muerte y con ella riegan de sangre las calles aledañas al Palacio de Miraflores. Caen 19 inocentes. Las pantallas de televisión fracturadas muestran en vivo y ante todos a un Chávez displicente en paralelo a la violencia de sus círculos bolivarianos, cebándose ambos y en tiempo real sobre los marchantes venidos desde el Este de la capital.

No media allí un golpe con armas esgrimidas en su contra, como debió corresponder a la mejor tradición militarista latinoamericana. Tampoco un golpe seco, que luego condujese a la controvertida renuncia de Chávez ese día, pues al cabo la precede el hecho trágico señalado, la masacre.

Sólo después seguirá, tras el telón de las pantallas, una trama oculta y poco transparente para entonces, el debate entre militares con comando, leales o en desacato, y otros oficiales generales y almirantes, sin tropas a su cargo, que negocian la renuncia presidencial. De la direccionalidad de los acontecimientos por venir ninguno de estos se ocupa, pues en lo inmediato sólo les importa la renuncia y el ajuste de cuentas por los generales, a quienes Chávez les ha retirado el mando.

Ese estira y encoge como obra de ensayo, en efecto, es representado desde las poltronas de las estaciones televisoras ocupadas por los militares reclamantes de la renuncia, y la silla de la Casa de Misia Jacinta. Sólo al término todos se juntan con el renunciante, en Fuerte Tiuna, el verdadero “teatro” de la obra bufa que acabará con la transición que se planteara en Venezuela.

Hubo, ciertamente, un “golpe de micrófonos” literal. Los generales y almirantes hablan, desacatan a sus mandos, parlamentan con la opinión pública a través de los medios, ofrecen pareceres individuales y todos a uno, tirios y troyanos, eso sí, marcan distancia personal con el saldo trágico que dejan los victimarios civiles desde Puente Llaguno. Mientras estos dicen defender a la revolución, son arengados por el vicepresidente José Vicente Rangel y el diputado Juan Barreto desde las calles aledañas a los edificios presidenciales, también a través de la televisión.

La tradición y experticia golpista venezolana se muestra, en tales instantes, como una pieza de museo. Sus abortadas escalas previas, las de los golpes del 4 de febrero y 27 de noviembre de 1992, al cabo son igualmente resueltas con otros contragolpes de micrófonos y réplicas mediáticas.

Casualmente, el canal de televisión al que llega de improviso la víctima de entonces, Carlos Andrés Pérez, presidente de la república, es el mismo canal que más tarde forja la candidatura presidencial de Chávez, y que ese 11 de abril reúne a las élites para recibir al embajador americano en el momento en que la marcha popular de protesta toma fuerza y decide avanzar desde la Urbanización Chuao, aledaña al aeropuerto La Carlota, hasta el palacio de Miraflores.

“Los despidos de altos directivos de Pdvsa, en vivo y directo por TV, en forma por demás burlesca, exasperaron más los ánimos e hicieron crecer la tensión social. En reunión con el cardenal Velasco, establecimos la conveniencia de convocar a los miembros de la Presidencia y a los de la Comisión Permanente para una reunión extraordinaria urgente, el miércoles 10 de abril, a fin de analizar la situación”, recuerda monseñor Baltazar Porras, arzobispo de Mérida.

Y agrega: “El cardenal Velasco me llamó en la mañana de ese día para solicitarme que lo representara […]. La reunión estaba convocada para las once de la mañana en una quinta del Country Club, propiedad del señor Gustavo Cisneros. Me dirigí a la cita. […] En el encuentro, estaban representantes religiosos judíos y evangélicos, y mi persona. También los directivos de los principales canales de televisión caraqueños. Entre los políticos, se encontraban el alcalde señor Alfredo Peña y el Dr. Luis Miquilena. El embajador Charles Shapiro, quien apenas tenía en el país menos de un mes, llegó con dos o tres asistentes. En la sala principal de la casa, había una pantalla de televisión que era el centro de atención de todos los presentes, dada la magnitud de la manifestación popular en desarrollo. La preocupación comenzó cuando la marcha se dirigió hacia el centro de la ciudad. Se adelantó entonces, el sentarnos a la mesa. El anfitrión dirigió unas palabras y luego fuimos invitados a participar. Prácticamente todos hablamos de lo mismo, desde la perspectiva particular de cada uno: bienvenida, situación convulsa del país, necesidad de trabajar por la paz y armonía de los venezolanos”, finaliza el cronista.

I

El riesgoso camino de una programada confrontación terminal y armada que culmina como refriega de civiles se la plantea Chávez en los días previos a su frustrada renuncia —acompañado por Rangel, y negado este a las recomendaciones que en contrario le transmite, desde Madrid, el exministro de la Defensa Raúl Salazar Rodríguez—. Les pide, a uno y otro, que dialoguen con los petroleros destituidos y en huelga, con talante democrático.

A Isaías Rodríguez, fiscal general, le conversa Chávez al respecto —lo revelará aquel años después desde Roma— conminándole a separarse del Ministerio Público para que no se viese comprometido en el lance que se proponía para esos días aciagos. Se lo exige desde Barinas su papá, gobernador y amigo del fiscal.

Priva en el inquilino de Miraflores su formación de oficial subalterno. Le domina una visión épica, esa que le modela su servicio en el estado Apure, donde sus compañeros persiguen a la guerrilla colombiana que al término le conquista. Olvida, en el instante, que es un jefe de Estado, responsable de toda la nación.

La marcha que termina en masacre —nunca investigada a profundidad, menos deslindadas sus verdaderas responsabilidades, ocupa un espacio en mi libro El problema de Venezuela (2016)—: “Una suerte de volcán popular que toma las calles el 11 de abril pasado: casi un millón de personas, sino más, se dan cita espontánea. La magnitud del acontecimiento no encuentra precedentes ni es comparable con otra convocatoria realizada, por razones políticas o de otra índole, en el pasado conocido… Nadie ni nada puede controlar la efervescencia y el ánimo festivo de esos hombres y mujeres, quienes, acompañados de ancianos, jóvenes y niños, portando banderas como estandartes, corean por la libertad y piden a Chávez que se vaya, lo quieren puertas afuera.”

El volcán popular es realidad cruda y muda, no direccionada de modo abierto, pero sí explotada desde las escribanías palaciegas y las de los medios que acogen a los militares, cuyas caponas desbordan en soles sin poseer mando de tropas. Se sobreponen y juntan en estos, sin embargo y como anuncio del cortocircuito que estará por ocurrir, ambiciones y temores sacramentales. Avanzan hacia un golpe, pero no quieren que los vean como golpistas. Andan a la búsqueda apresurada de algún mascarón de proa, un civil, que les sea útil en la circunstancia y que les sirva de escudo.

Chávez, en lo particular y antes de convenir en su renuncia, que lo hace finalmente, ya había decidido atravesarse ante la lava ardiente sin dejarla correr hasta que se apague ese 11 de abril. Incluso ordena a su Alto Mando Militar, sin ser atendido y desacatado expresamente —no lo hace el responsable, el general Manuel Rosendo— poner en marcha el Plan Ávila; mismo que la Corte Interamericana de Derechos Humanos, a propósito de los sucesos del 27 de febrero de 1989, califica de instrumento de represores.

II

Los espacios de Televen, una de las estaciones televisoras actuantes y en la que mantiene un programa el ministro de Defensa, José Vicente Rangel, sirven de sede para que los generales en abierto desacato presionen y negocien la renuncia del presidente Chávez.

El testimonio, libre de sospechas, del hoy cardenal Porras, es decidor.

“Hacia las 12:30 de la madrugada, ya del viernes 12 de abril, recibí una llamada inesperada. El ministro del Interior y Justicia, Sr. Ramón Rodríguez Chacín, preguntó si era yo el que contestaba, y sin más, me dijo que el presidente Chávez quería hablar conmigo y me lo pasó. Con voz grave me saludó, pidió la bendición y me dijo: Perdóneme todas las barbaridades que he dicho de usted. Lo llamo para preguntarle si está dispuesto a resguardar mi vida y la de los que están conmigo en Miraflores. En vista de los acontecimientos suscitados hoy, he conversado con mis colaboradores y he decidido abandonar el poder. Unos están de acuerdo y otros no. Pero es mi decisión. No quiero que haya más derramamiento de sangre, aunque aquí en el Palacio estamos suficientemente armados para defendernos de cualquier ataque, pero no quiero llegar a eso”.

Y prosigue su narración:

“En las inmediaciones del canal observamos una caravana de camionetas militares. Fuimos conducidos al piso de la presidencia. Allí encontramos a los generales Néstor González González, Rommel Fuenmayor y Enrique Medina Gómez. Este último acababa de llegar de Washington, por el oriente del país. Aunque era el de mayor jerarquía y antigüedad, parecía no estar del todo empapado del operativo que se llevaba a cabo. Se comunicaron con Miraflores e informaron que ya yo estaba con ellos, con la finalidad de ayudar a garantizar la vida del presidente y servirle de garante”, reseña el purpurado.

Así las cosas, se le pedía la renuncia a Chávez, pero a la vez se la frenaba de modo inexplicable por los oficiales en desacato. Fijan una exigencia que la obstaculiza y al término asegurará el regreso al poder del renunciante: “Me volvieron a preguntar cuál había sido la solicitud del presidente”, agrega monseñor, refiriéndose a dichos generales, y ajusta: “Les repetí lo que ya sabían. Afirmaron que, por los acontecimientos del día —particularmente las muertes ocurridas— era inaceptable que el presidente abandonara el país”.

“Por el diálogo que mantenían los negociadores [lo hacían a nombre del presidente Chávez, por vía telefónica, los generales Manuel Antonio Rosendo e Ismael Eliécer Hurtado Sucre, desde Miraflores], era claro que la condición precisa del presidente era que firmaba la renuncia si se le trasladaba a Maiquetía directamente, y se le ponía en la escalerilla del avión para salir del país”.

Fidel Castro, paradójicamente, no piensa recibirlo en La Habana. Gestiona con el gobierno de España el destino del renunciante. Veterano, le aconseja a Chávez no inmolarse. Rangel pensaba lo contrario, quizás imaginando que tenía ante sí, en esa hora nona, a una réplica de Salvador Allende. ¡Y es que el presidente, nervioso, hasta manipulaba un arma mientras rumiaba su circunstancia!, refiere una fuente allí presente.

Que protejan a mis padres y hermanos, a mi esposa e hijos, exige Chávez.

Dos oficiales generales —guardias nacionales, Rafael Damiani Bustillos y Luis Camacho Kairuz— acuden a Palacio para asegurarse de la renuncia. Le acercan al presidente la copia de decreto a ser firmado. Se lo ponen sobre la mesa que ocupa, en un espacio intermedio entre el despacho presidencial y el Ministerio de la Secretaría. Conversan sobre la mediación posible del cardenal José Ignacio Velasco, quien reposa en el Palacio Episcopal afectado por un cáncer terminal que le mina, mientras el presidente pregunta sobre ese papel que le han acercado. No llega a tocarlo con su mano. Lo lee el general Hurtado Sucre y constata que es el mismo conversado telefónicamente con los generales de Televen.

Y así llega, en el momento, una llamada crucial, esa que hará creer al país que se cerraba y abría otro capítulo en el devenir de Venezuela. Pasaría rápidamente el trago amargo del 11 de abril, y otro parto político tendría lugar.

¡Señor presidente, le llama mi general Lucas Rincón!, dice el edecán de servicio. Este se incorpora y retira hacia una esquina, asegurándose la reserva de lo que conversaría.

Su deposición, la que días más tarde y luego de reasumir la presidencia hace ante el Ministerio Público, el 4 de mayo de 2002, es elocuente, despeja misterios y consejas:

“Me llama [Lucas Rincón] a ver si yo he aceptado la renuncia, para él proceder en consecuencia. Yo le digo, bueno sí, bueno diles allá, Lucas [a los generales reunidos en Fuerte Tiuna], que para evitar enfrentamientos y pasar a una situación más grave, yo en el marco de esas condiciones que ya ellos conocen, yo acepto esa renuncia. Bueno luego él sale, seguía bajo presión, sale el Alto Mando y dijo lo que dijo, el presidente ha aceptado la renuncia. Yo le dije que la renuncia mía es la de él y la del Alto Mando”, afirma el gobernante.

“Pueblo venezolano. Muy buenos días. Los miembros del Alto Mando Militar de la Fuerza Armada de la República Bolivariana de Venezuela deploran los lamentables acontecimientos sucedidos en la ciudad capital en el día de ayer. Ante ello se le solicitó, al señor presidente de la república la renuncia de su cargo, la cual aceptó”, es el anuncio que, minutos después, hace Lucas Rincón, general en jefe, ante todo el país.

El presidente ha renunciado ante su Alto Mando, no ante los generales en desacato, a quienes siempre llama golpistas.

III

La condición para la renuncia de Hugo Chávez era, ciertamente, que se le permitiese abandonar el país. Su destino —Cuba, España, o incluso República Dominicana— es el interrogante. El general Damiani Bustillos se ofrece junto a Camacho Kairuz como garantía e incluso para acompañar al presidente hasta su partida: “Ellos venían con la idea de que yo aceptara ir en un helicóptero que ellos querían mandar a buscar para llevarme a Maiquetía”, afirma Chávez.

Pero la declaración, posterior a los hechos, del renunciante intenta ir más allá. Sostiene haber aceptado renunciar para evitar un baño de sangre, siempre y cuando se cumpliesen las condiciones varias que había pedido: abandonar el poder, tener mediadores de garantía, remover al vicepresidente Diosdado Cabello, quien, según lo señalado por este, “ya se encontraba por ahí, enconchado”, firmar entre todos un documento al respecto, antes de salir del territorio y en Miraflores. La provisionalidad, entonces, quedaría en manos de la Asamblea Nacional. Era lo ortodoxo y constitucional, efectivamente, pues el mandato de Chávez no había alcanzado a la mitad del período. Y dice este haberlo conversado en su despacho con William Lara, presidente de la Asamblea Nacional, ese mismo 11 de abril. Cierto o no, ambos están muertos.

“Yo estaba dispuesto también a eso, al firmar ese decreto, porque tampoco lo iban a aceptar a él [a Diosdado Cabello, el vicepresidente, con quien no pude hablar], así que había que aceptar una salida política a esas alturas, yo estaba dispuesto, así que sin vicepresidente la Asamblea Nacional debería haber designado un presidente provisional por el tiempo que está establecido en la Constitución, hasta llamar a nuevas elecciones, dado que la falta absoluta se iba a dar antes de la mitad del período”, afirma en su declaración ante Isaías Rodríguez, cabeza del Ministerio Público.

Lo veraz es que, en la circunstancia y como consta de testimonios plurales, el fallecido Luis Miquilena, mentor político del renunciante, hacía diligencias con los partidos políticos para lograr que el proceso de transición contase con el ucase parlamentario, sosteniéndose el hilo constitucional e incluso permaneciendo en la presidencia Carmona.

Los generales con caponas y sin mando no aceptaban la partida de Chávez, y al dirigirse este hacia Fuerte Tiuna para desandar la trama y poner fin a la incertidumbre, hacia donde se dirige con sus pasos y de manera voluntaria desde el Palacio de Miraflores, presentes monseñor Porras y monseñor José Luis Azuaje, secretario de la Conferencia Episcopal, advierte que ha sido engañado. Le han cambiado las señas.

Un general de la guardia nacional cuyo nombre dice ignorar Chávez —no era Damiani, pues con él estuvo en Miraflores— fue concluyente al revelar el giro tomado por la trama: “No podemos aceptar que se vaya del país, porque cómo le vamos a explicar al pueblo después, por permitirnos que se fuera un asesino”.

González González le trató “de manera altanera”, dice Chávez, antes de que se le hiciese saber que quedaba retenido: “Aquí no hemos venido a discutir nada, aquí sabemos muy bien lo que vamos a hacer”.

Damiani Bustillos, ante sus compañeros generales y presente Chávez disiente. Lo cree un error capital: “Mi opinión es que debemos dejar salir del país al presidente. Los que sabemos de estas cosas somos nosotros que conocemos las leyes y cómo actuar ante la detención de una persona. ¿Qué significa bajo custodia? Uno está preso o está libre. No hay otra condición. Y no tenemos ninguna orden judicial que avale la situación. ¿Cómo vamos a justificar ante el pueblo que lo tenemos retenido?; ¿eso no significa que está preso?, más si se trata de un presidente”, rememora en su crónica monseñor Porras.

IV

En la isla de La Orchila se escribirá el capítulo final de esa renuncia que fue y no llegó a ser. Hasta allí es llevado, ¿preso, retenido, detenido? El todavía presidente de Venezuela, pues al cabo ni había firmado su renuncia y tampoco viajado al extranjero, provocando el eventual abandono de su cargo.

Es el sitio al que llega después el enfermo cardenal Velasco —en un avión que le facilita un banquero próximo a la revolución— y en el que también se encuentra el recién fallecido coronel y abogado Julio Rodríguez. Este conservará consigo, luego, el original del decreto —lo muestra a quien esto escribe— que no llega a suscribir Chávez y en el que, al paso, destituye al “enconchado” vicepresidente.

Compañeros que fueran de la Academia Militar, fluyen entre Rodríguez y Chávez los recuerdos de sus primeros años. Aquel pone en manos de este el original del decreto membretado, que no ha sido firmado —acaso esperando Rodríguez que a última hora lo hiciese, bajo el clima de sosiego que les ofrece la noche y la circunstancia esa isla del caribe venezolano, de la que tanto se especula a la caída del penúltimo dictador militar, Marcos Pérez Jiménez—.

Chávez escribe sobre el anverso del papel, como queriendo dejar constancia de lo que quiso hacer y evitaron los generales sin mando de tropa, pero anegados de un poder virtual que creían ejercer a cabalidad. Su letra manuscrita es memorable, conocida y fácilmente reconocida. Redacta y firma una renuncia que se queda en el papel, en La Orchila, pues horas más tarde la abandonará para dirigirse al Palacio de Miraflores.

“Yo, Hugo Chávez Frías, c.i. 4258228, ante los hechos acaecidos en el país durante los últimos días, y consciente de que he sido depuesto de la presidencia de la república bolivariana de Venezuela, declaro que abandono el cargo para el que fui electo legítimamente por el pueblo venezolano y el que he ejercido desde el 2 de febrero de 1999. Igualmente declaro que he removido de su cargo, ante la evidencia de los acontecimientos, al vicepresidente ejecutivo, Ing. Diosdado Cabello. En La Orchila, a los 13 días del mes de abril de 2002”.

Encabeza el texto, que lleva tachas y enmendaduras, un extraño símbolo que aparenta ser el escudo oficial de Venezuela y no lo es.

Hugo, te recuerdas de aquel profesor nuestro, de la academia, le pregunta Julio al presidente.

Claro, lo llamaban cara de candado.

Chávez, con su mano zurda traza el dibujo de un candado, ese que por obra del destino y un voluntarismo sin acotamiento le puso un cerrojo a una transición posible. Es la lección que aún hoy no aprenden nuestras élites.

“Ustedes me han cambiado las reglas de juego. Yo le dije a Rosendo y a Hurtado que firmaba la renuncia si me mandaban fuera del país. En eso quedamos. Pero ustedes dicen que quedaré bajo custodia, lo que quiere decir que estaré preso. Tendrán preso a un presidente electo popularmente. Pero no voy a discutir eso”, fueron las palabras que, transcritas por el actual cardenal venezolano, dirige Chávez a sus compañeros de armas antes de ser trasladado a la base de Turiamo y de allí a la isla, su última escala antes del regreso al poder, de manos de los mismos militares que pedían o aceptaban su renuncia.

Vale, pues, lo que acuña el poeta cumanés: “Fueron vapores de la fantasía; son ficciones que a veces dan a lo inaccesible una proximidad de lejanía”.


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